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¿Cómo empezar a escribir sobre algo así un año después? ¿Cómo ordenar ideas que ni terminan siendo ideas? ¿Cómo homenajear al socio que siempre tenía esa estruendosa risa lista, detrás de un vendaval de datos? Preguntas que uno se hace mientras va hilando estas líneas en honor a Miguel Ángel Méndez Pereira, editor quijotesco, poeta, escritor, periodista, sociólogo, el socio y amigo a quien recordamos siempre, aún antes de aquello.
Como muchos, la primera conversación con Miguel fue en el viejo Espacio Sajonia, Centro Cultural Alternativo que servía de refugio a almas descarriadas de la Facultad de Filosofía y otros lares, espantando a la vecindad en su huida del encarrilamiento y el aburrimiento facho del sobrevalorado barrio.
«¿Vos escribís?», me había preguntado Miguel, como quizás le habrá preguntado a muchos, cual reclutador de las letras. Fue una noche de viernes en el Espacio Sajonia entre las penumbras, el humo y un concierto que había terminado recién, no recuerdo de quien o en homenaje a quién.
«Sí», le había respondido con la caradurez de los que garabatean horrendas líneas sobre un papel y piensan que escriben. De hecho, esa noche le garabateé un divague en una hoja sobre un rapai nómada que llevaba viviendo unas cuantas semanas en el parque Carlos Antonio López y a quien los vecinos fachos del innecesariamente alabado barrio habían hecho expulsar de dicho espacio público. El garabato nunca fue publicado en ningún lado. Por suerte.
Miguel y muchos de los que estaban en el Espacio Sajonia y otros lares habían vivido la agitación del Marzo Paraguayo. Ese periodo trágico de la cómica politiquería nacional, cuando dos poderes fácticos dentro del partido que partió a este país para siempre resolvieron sus diferencias con la sangre de otra gente, para luego entrar en negociaciones, negociazos y posteriores abrazos republicanos.
En el post Marzo Paraguayo, el relato dominante se encargó de ensalzar al joven a un nivel que resultaba una mezcla de guerrero espartano y luminaria de la Grecia Antigua. Surgieron varias organizaciones ciudadanas. Miguel había estado en una que se denominó Resistencia Ciudadana. Algunas iniciativas de aquel tiempo posterior al mayor debilitamiento del oviedismo fueron buenas, algunas regulares y otras completamente intrascendentes.
Montados en el cartel del joven héroe no faltaron los que sacaron provecho de la situación, entre ellos varios no tan jóvenes. Algunos niñitos bien aprovecharon la ocasión para intentar jugar a la política por única vez en su vida, haciendo una especie de militancia de aseo urbano luego de salir de la iglesia. Pero este punto es harina de otro costal.
En el volcánico contexto de las alabanzas oportunistas de aquel 99, pasaban otras cosas fuera de la pirotecnia superflua. En abril se llevaba adelante la toma de Filosofía UNA, aparecía el Parlamento Joven con el Pa’i Oliva, el movimiento campesino era reprimido de nuevo, caían más bancos. En octubre se oficializaba el nacimiento del Espacio Sajonia, el tríptico Expreso Literario rondaba por los pasillos de algunas facultades. Más tarde llegarían la revista Los Cronopios y la posterior aparición del semanario cultural gratuito, pobre pero honrado, dedicado a péa que amóa, conocido como El Yacaré. En varias movidas, en mayor o menor medida se registra la complicidad del sobrino del Tío Gervasio, junto a varios de sus compañeros.
Esta era una de las características de Miguel, sumarse a proyectos cual Quijote literario o cultural. No importaba si iban a funcionar o no. Siempre estaba listo para subirse al barco, aunque estuviese lleno de agujeros, con dos torpedos en camino y la mitad ya hundida. Y también tenía otro rasgo que era muy de él. Una vez que dichos proyectos funcionaban, decidía dar un paso al costado para continuar con otras cuestiones suyas o nuevas en lo colectivo. No tenía al menos intenciones de convertirse en el Mesías de las letras o el ambiente cultural. En ocasiones, decidía alejarse por decisiones propias.
En muchas ocasiones, Miguel podía parecer un niño grande, con el juego siempre presente. Ya fuera en sus palabras, cuando se conversaba con él y su estentórea risa rompía cualquier formalismo, ya fuera en sus relatos. En varios de sus cuentos, al igual que en sus poemas, la estructura de la historia y la manera de elaborarla están muy por encima de lo que hoy pretenden hacer pasar como literatura los miembros de esa aburrida cofradía local conformada por pretenciosos nulos de talento autodenominados «escritores».
Miguel no solo era un convencido de sus quijotadas culturales. También en lo político tenía bien definidas sus líneas. Una imagen nítida que tengo de él, y seguro varias personas que lo vieron, fue su ferviente arenga subido a una silla durante la charla de cinco horas de Fidel Castro en el Consejo Nacional de los Deportes, aquel 16 de agosto del 2003. Su visceral convicción formaba parte de su ADN.
Como todo ser humano, Miguel también tuvo sus errores, sus desacuerdos con muchas personas. También vivió sus propias tormentas internas, cuyos vendavales de vez en cuando se filtraban un poco en sus escritos. Miguel solo fue humano, tan humano.
Mientras escribo esto, recuerdo una larga madrugada viajando a Ciudad del Este, donde conversamos de todo un poco, un encuentro en el aeropuerto, varios encuentros en la calle, en conversaciones fugaces. Y sobre todo está presente esa risa imponente del niño grande del Miguel Méndez.
Mucha agua ha corrido desde que el río de Heráclito dejó de recibir el caudal de sus letras. Una pregunta recurrente de este último año fue: ¿Cómo hubiese descrito Miguel toda esta situación que vivimos, qué diría, qué cuento o poema dejaría como testimonio de todos estos días? Lanzo esas preguntas, cual piedritas a ese río, escucho su imponente risa. «Nadie se pierde, todo se transforma», repito con una sonrisa.
Escritor, periodista (y vidriero)