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Según cuenta en su libro de memorias dispersas Volar en círculos (2016), David Cornwell fue reclutado como espía a los veinticinco años de su edad por el Servicio Secreto de su Británica Majestad gracias a una indecencia. Estaba en Berna, estudiaba lenguas modernas en la universidad suiza, y hablaba un alemán «indecentemente fluido». Este rasgo raro e inadecuado para un auténtico gentleman –porque un caballero puede hablar bien otra lengua pero nunca tan bien como un extranjero– le valió una intensa carrera en el MI6 que se cortó cuando se supo que Kim Philby y otros agentes habían entregado a la Unión Soviética una frondosa nómina de sus compañeros en la que figuraba Cornwell. Para ese entonces, bajo el seudónimo secreto (y extranjerizante) de John Le Carré –por pertenecer a un servicio de inteligencia estaba obligado a omitir su nombre propio–, había publicado tres novelas. La última, El espía que surgió del frío (1963), fue un best-seller que le permitió abandonar el espionaje y dedicarse hasta el fin de su vida a publicar novelas de espías y a vivir de ellas.
Un best-seller tan temprano, en el origen de una carrera literaria, le aseguró al autor a la vez la expectativa del público, que no frustró, de que seguiría alimentándolo con libros parejamente apetecibles, y la expectativa de la crítica de que seguiría siendo un mero escritor de literatura de género, vale decir, sobre todo según los criterios de medio siglo atrás, de un producto popular y de masas bien hecho pero en suma inferior según las altas exigencias del arte literario. Un producto de la industria cultural, fuera de la literatura. No era Le Carré, en la narrativa inglesa, el primer escritor salido de las filas del espionaje. Entre sus predecesores había uno muy ilustre, que iba a volverse su admirador aunque no su amigo, Graham Greene. En la comparación de las bibliografías de uno y otro salta a la vista una diferencia mayor. El autor de Brighton, parque de diversiones (1938) y El agente confidencial (1939) dividía sus libros, jerárquicamente, entre «novelas» y «entretenimientos». El de El espejo de los espías (1965) y La casa Rusia (1989) sólo publicaba entretenimientos. Para un autor como Le Carré, amante de las paradojas no mencionadas, esta fue una más, una buena fortuna para la literatura y la novela contemporáneas. Y para el público lector, que quizá no habría tenido a la vista la vista los libros de Le Carré de no haberse convertido en tan precoz best-seller.
Con los años, se sumó el aprecio cada vez más reivindicativo de la crítica literaria de cejas altas y de sus pares de la literatura canónicamente literaria, según la clasificación de la prensa, la academia y las librerías. Cuando esta semana se supo que Le Carré había muerto a los 89 años, Twitter gorjeó en coro sin desafinar la misma nota del cliché superlativo. Para el best-seller y académico de la lengua brasileña Paulo Coelho el difunto «era un escritor enorme, y además un profeta visionario»; para el best-seller y a la vez autor de terror de culto norteamericano Stephen King, era «un gigante literario y un gran humanista»; el autor británico de thrillers históricos contrafácticos Robert Harris también dijo que la palabra que resumía a Le Carré era «gigante»; la autora canadiense del mismo género Margaret Atwood escribió que era el «autor clave del siglo XX»; y el historiador británico Simon Sebag Montefiore eligió para su síntesis biográfica otra figura mitológica, la del «titán».
Autor de novelas de espionaje súperventas, poco a poco Le Carré se había vuelto, también, escritor de culto. A primera vista panorámica, este orden en la ampliación del campo de los apoyos –como les ocurrió a novelistas policiales como Georges Simenon o Patricia Highsmith–, promete mayor y más larga sobrevida, más amplia en todo caso que en el orden inverso. En Occidente, ha sido la historia secular de la novela en prosa, que sólo después de ser el género más leído por millones y de haber desplazado por completo a la epopeya alcanzó dignidad literaria crítica. Más cerca, ha sido el caso de la literatura «baja», «de géneros» –policial, fantástica, de terror, de ciencia ficción, de espionaje–. Estos géneros fueron el más recurrido insumo literario para adaptaciones en la industria audiovisual de entretenimiento, con lo que su legibilidad se vio reforzada en una audiencia que ya las prefería.
La opción por un marco genérico e histórico en el que el público tenía una competencia alta fue decisiva para los propósitos de Le Carré. A la derrota del fascismo y el nazismo en la Segunda Guerra Mundial, siguió la Guerra Fría entre el mundo del capitalismo y las democracias de Estados Unidos y Europa Occidental y el comunismo de partido único en la Unión Soviética y Europa Oriental. Esta guerra sin enfrentamientos bélicos directos (sólo por procuración, en Corea, en Vietnam, en América Latina) fue lo suficientemente prolongada como para que el público estuviera familiarizado, o tuviera claves de lectura prontas, sobre quiénes eran los protagonistas mayores y cuáles eran las cuestiones en juego.
En las novelas de Le Carré falta cualquier regocijo con los bienes de lujo de fabricación británica. Es la diferencia con las novelas de Ian Fleming, que tienen como protagonista a James Bond, que glamoriza el espionaje y contraespionaje de Su Majestad y que, contrafácticamente, lo hace triunfar contra un enemigo que, en ese plano, lo derrotó siempre. El imperialismo y el colonialismo de Londres, en el cuerpo de este dúctil instrumento de intervención y propaganda que fueron los libros de Bond (y después en sus adaptaciones cinematográficas), envejecía elegante y negador. El estilo, decía por entonces el historiador Arnold Toynbee, es aquello a lo que podemos aferrarnos cuando hemos perdido todo lo demás.
A Le Carré la faltaba patriotismo insular, se declaraba europeo. Sus libros denuncian los privilegios de un establishment que siempre se los retaceó, de unas elites que siempre lo empujaron cuesta abajo por la incompetencia de unas decisiones que a la vez se declaraban fruto de la excelencia y experticia inapelables de quienes las tomaban. En la última década, Le Carré fue un opositor enconado de Donald Trump. Y del Brexit en Gran Bretaña, tema al que dedicó su última novela publicada en vida, que se titula como lo que siempre fue, y siempre le dijeron que no era, Un hombre decente (2019).