1312: ACAB

ACAB, la historia de un acrónimo y del lema que esas cuatro letras sintetizan.

Grafiti en Barcelona
Grafiti en Barcelona

Cargando...

En su memorable Dictionary of Catch Phrases (1), el lexicógrafo Eric Honeywood Partridge (1894-1979) recuerda la primera vez que escuchó las palabras que dieron origen al acrónimo A.C.A.B. (en adelante, ACAB), entonadas de pronto en una canción, en algún momento de la década de 1920:

«I’ll sing you a song,

it’s not very long:

all coppers are bastards...»

«Voy a cantarte una canción, / no es muy larga: / todos los policías son unos bastardos...». Esos mismos versos nos sorprenden al resonar jovialmente en nuestros oídos en medio del documental We are the Lambeth Boys, filmado en el verano de 1958, cuando los chicos de cuyas vidas trata la cinta cruzan el centro de Londres en la parte trasera de un camión y al ver a un policía en una vereda, traviesos y desafiantes, se los cantan entre risas. Varios años después, en 1966, David Bowie parafraseará esos mismos versos en su Over the Wall We Go de modo aún más burlón: «All coppers are nanas» («Todos los policías son abuelitas). Pero fue el irlandés Paddy O’Gorman quien supo leer en esas cuatro letras la síntesis de las relaciones peligrosas entre la desigualdad social y el abuso policial, relaciones que señaló en un hermoso artículo –escrito, por supuesto, cuando llevar tatuajes todavía era «cosa de pobres» y no la moda pequeñoburguesa que es hoy– publicado en noviembre de 1999 en el Evening Herald de Dublín:

«La gente pobre se ve diferente. De un modo imposible de definir, pero fácil de reconocer. Y aunque no es fácil describirlo, voy a intentarlo. Las personas pobres tienen una expresión facial que las diferencia. Parecen menos saludables, por la obvia razón de que son menos saludables. Su aspecto es descuidado y prematuramente envejecido. Tienen la cara ajada y los dientes arruinados. Fuman. Es probable que tengan tatuajes, generalmente de tinta azul, tatuajes de aficionados que se hicieron cuando tenían 15 quince años y eran tontos. Pueden ser cuatro letras, ACAB, tatuadas en los dedos» (2).

La historia del acrónimo ACAB, una historia de protesta contra la violencia policial, ilustra las relaciones de poder entre el Estado y sus ciudadanos y el trato diferente que, contra su proclamado respeto teórico por la igualdad en derechos, brindan en la práctica las modernas democracias a los diferentes sectores sociales. El origen de ACAB no está datado ni situado con exactitud, pero se acepta por consenso que surgió en alguna década de la primera mitad del siglo XX, y en alguna ciudad de Irlanda o Inglaterra.

En mayo de 1970, esas cuatro letras, ACAB, fueron un titular del londinense Daily Mirror. La noticia era que un joven de 17 años había sido detenido por la policía porque llevaba el acrónimo bordado en su campera. El detenido alegó en su defensa que él creía que ACAB quería decir «All Canadians Are Bums» («Todos los canadienses son vagos»), y salió libre después de pagar una multa de 5 libras esterlinas (2). Lo cual demuestra, dicho sea de paso que burlarse de la policía está mal, pero burlarse de los canadienses no. Bromas aparte, ese titular lanzó ACAB, como lema de vastos sectores de la población hartos de sufrir abusos y acosos de la policía, al argot del entonces floreciente movimiento punk, que lo llevó al mundo entero –el ejemplo más famoso quizá sea la canción homónima de los londinenses The 4-Skins (3), pero hay muchos otros– y se convirtió en consigna antiautoritaria repetida en marchas y canciones y grafiteada en los muros de cada ciudad del tercer planeta.

Una consigna que ahora vive un nuevo pico de popularidad: videos de TikTok etiquetados como #acab tienen millones de vistas. Esta popularidad guarda relación con el saldo de los abusos de autoridad que hoy, mediado ya diciembre, podemos confirmar que nos arroja a la cara el 2020, un saldo trágico. Saldo de una violencia habitual pero agudizada, primero, ya antes del año que termina, por sucesivas olas de protesta contra el gobierno en varios países del mundo y, después, por el control policial durante la pandemia, marcado desde el primer momento por un sesgo clasista cómplice de abusos de privilegios francamente obscenos aquí y en todas partes.

Volviendo a ese saldo, hace unas semanas, durante las protestas contra la investidura del ya depuesto Merino, presidente de su país por cinco días, la policía peruana asesinó a los estudiantes Bryan Pintado, de 22 años, e Inti Sotelo, de 24. En Paraguay, el 2020 ha pasado entre los abusos de los Linces contra la población civil y el asesinato de dos niñas por la Fuerza de Tareas Conjuntas. En Brasil, según estadísticas oficiales, las víctimas letales de la violencia policial eran más de tres mil ya en setiembre. Tras largos meses de represión y disparos indiscriminados que han dejado a muchos chilenos total o parcialmente privados de la vista, el 2 de octubre un joven fue arrojado desde lo alto de un puente a las aguas del Mapocho por los carabineros. La policía colombiana asesinó de un balazo en la garganta al colegial de 15 años Mateo Aldana en junio y en setiembre detuvo, por beber en la calle durante la pandemia, al estudiante Javier Ordóñez, que murió por los golpes recibidos en la comisaría; durante las protestas por este crimen hubo 13 muertos más. Miles de mexicanos salieron a las calles en junio cuando se supo que Giovanni López, albañil detenido por no llevar mascarilla, había muerto mientras estaba bajo custodia policial. En Argentina, luego de que la policía asesinara al trabajador rural Luis Espinoza en mayo y a Brandon Romero, de 18 años, en julio, Facundo Astudillo, desaparecido en abril luego de ser detenido por un patrullero, apareció muerto en setiembre, y en octubre, entre gritos y balazos, más de cuatro mil policías desalojaron, en plena pandemia, a los pobladores de la toma de Guernica.

El lema que sintetiza el acrónimo ACAB no es un juicio moral; no se trata de que todos los policías sean «bastardos», gente mala por naturaleza. ACAB comunica algo más complejo: la consciencia de que los policías están institucionalmente atrapados en un sistema opresivo y letal del cual son instrumentos. ACAB expresa un clamor contra la brutalidad policial tan antiguo como la policía misma y como las diferencias, privilegios y exclusiones que esa brutalidad policial revela y que el discurso democrático encubre. Clamor sonoro hoy, en un tiempo de revueltas en todos los continentes y de resurgimiento de movimientos de protesta como Black Lives Matter porque, en lógica contrapartida, este es también un tiempo de violenta represión de dichas protestas por parte de las «fuerzas de la Ley» en todas partes del mundo. Limitar el sentido de ACAB a una suerte de satanización de los policías como personas o incluso de la Policía como institución sería superficial, porque los policías y la Policía forman parte del aparato estatal y no tienen existencia ni sentido fuera del orden para el cual, brazo armado, cumplen la función de defender, al interior de cada país, los intereses y prerrogativas de las élites gobernantes. Por eso, los atropellos y las muertes fruto de la violencia policial son responsabilidad del Estado y son responsabilidad de las clases dominantes, a cuyo servicio –aunque sus miembros se laven las manos mil veces y miren a otra parte cada día de sus luminosas vidas– se encuentra esa violencia. Las medidas de los gobiernos ante la pandemia han traído consigo otra pandemia, una de violencia policial, pero esta, si bien puede ser una agudización, no es una novedad. No es una ruptura en la normalidad ni un estado de excepción sino lo contrario: un elemento tan inconfesable como inseparable de la vida en nuestras sociedades, su inadmisible cara oscura, que pone de manifiesto el carácter meramente formal de nuestras democracias, porque no todos somos iguales ante (el brazo armado de) la Ley y nunca lo hemos sido, y porque no todos somos por igual objeto de atención policial y nunca lo hemos sido.

Bajo una dulce cobertura de ideales democráticos, la violencia policial desnuda nuestra real desigualdad, esa diferencia, como diría Paddy O’Gorman, «imposible de definir, pero fácil de reconocer». Hay personas de las cuales se puede abusar impunemente y hay personas a las cuales la policía nunca osa tocar, y esto es y ha sido así con revueltas y sin revueltas, con pandemia y sin pandemia. «Para qué han hecho las cárceles», leí hace años en un muro, caminando por cierta calle de una vieja ciudad española: «Para qué han hecho las cárceles / Donde los ricos nunca entran / Y los pobres nunca salen». Por eso hoy, 13 de diciembre –1312: ACAB–, piensa en esta otra cara de la Historia, esta cara paralela y subterránea que no encontrarás en programas de estudio de colegios y facultades ni en revistas académicas ni en suplementos culturales (salvo casos extraños, como este), y que no verás escrita en las páginas de los libros, sino en los muros de las calles. Esa otra Historia que cuatro palabras, memoria secreta de viejas canciones, quieren contarnos a su modo:

«I’ll sing you a song,

it’s not very long...»

Notas

(1) Eric Partridge (1977): A Dictionary of Catch Phrases (2da edición, Londres, Routledge, 1986).

(2) Paddy O’Gorman: «Poor prospect of the welfare class getting equal chances», Evening Herald, 10/11/1999.

(3) «ACAB. The four-letter word that landed a teenager in court yesterday», Daily Mirror, 20/05/1970.

(4) The 4 Skins, «ACAB», en: The Good, The Bad & The 4 Skins (Londres, Secret Records, junio de 1982). Ver: https://www.youtube.com/watch?v=SS6BHjGa5XU.

montserrat.alvarez@abc.com.py

Enlance copiado
Content ...
Cargando...Cargando ...