Overperforming

¿Qué y a quiénes representan realmente Biden y Trump? Lejos del simplismo generalizado en los medios –de «izquierda» y de «derecha», «masivos» e «independientes»–, que gritan sus diferencias para callar sus semejanzas, el periodista y escritor argentino Alfredo Grieco y Bavio esboza con sutileza las fuentes envenenadas de la discordia en este breve panorama de un país dividido.

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Como el monje Grigori Rasputín, también el presidente y candidato presidencial norteamericano Donald Trump tarda en morir. Mucho más de lo que nunca calcularon sus asesinos aristócratas. El místico ruso ofendido pero no humillado por sus nobles enemigos resistió el agua y la asfixia, el insidioso veneno, las armas blancas o negras hasta su lenta agonía en 1916. Murió sin que mataran su influencia populista sobre la dinastía de los zares Romanov, y sobre Rusia. Si Joe Biden ganara uno o dos de los cuatro o cinco estados en los que luce empatado en la madrugada sudamericana de este viernes 6 de noviembre, llegaría al número clave de 270 electores en el Colegio Electoral y acabaría con las aspiraciones a la reelección de su adversario republicano. El exvicepresidente de Barack Obama sería el presidente número 46 de los Estados Unidos de América.

Victoria estrecha. Premio consuelo de campeón moral azul, venganza de voto repudio débil. Porque, a diferencia del Rasputín tan aborrecido por sus matadores a la larga eficaces, ni Trump ni la América roja que el martes votó positivamente por él están muertos, ni siquiera fatalmente heridos. Como al chamán siberiano, les cuadra el verbo de acción que estos días les endilgó CNN con un asombro que no tenía lugar para la admiración: el Presidente Nº 45 de la Unión y su electorado son overperforming.

A sus 74 años, Trump es el candidato más joven de la contienda. No hubo alquimia que trasmutara en entusiasmo por su casi octogenario rival demócrata la montaña de fascinación negativa que el millonario republicano genera en quienes escarnecen sus dotes histriónicas y massmediáticas como las de un payaso siniestro salido de la peor televisión chatarra. Si votaron por el candidato demócrata –un católico practicante de 77 años, hijo de vendedor de autos y ama de casa, que estudió Derecho, que luchó y lucha valientemente contra la tartamudez y las gaffes en su vida política–, fue solo para exorcizar la vulgaridad de la presidencia Trump.

En el caso de los vicepresidentes de cada fórmula electoral, también el voto por el ticket republicano fue abiertamente positivo, mientras que el voto por el demócrata continuó en el andarivel del prestigio o la simpatía. Mike Pence, que también busca la reelección, es un veterano político del Medio Oeste, buen candidato, a fuer de representativo, para la América blanca protestante o evangelista. Kemala Harris, candidata nueva, es una senadora por California de mediana edad y origen racial mixto, que consuela más que satisface a un electorado (menos) blanco pero (más) negro o asiático o (más) joven o (más) ansioso de paridad o diversidad cultural y de género/s, y por ello, pero solo por ello, (más) de centro-izquierda. Aunque los comentaristas liberales y progresistas buscan –y, desde luego, encuentran–, explicaciones sobre otro desagrado: que al ticket Biden-Harris no le haya ido bien con el voto hispano. Y no solo en el estado de Florida, infestado de desagradables cubanos, nicaragüenses y venezolanos.

John Rick McArthur, director del más antiguo semanario de Estados Unidos, el decimonónico Harper’s (donde colaboraba Mark Twain), lo resumió con nitidez en buen francés para France24, la televisión nacional francesa: «Esta no es una elección presidencial, es un referéndum. Solo había que votar Trump SÍ o Trump NO». Y añadía, lo que no es exactamente idéntico: «Y es lo único que había para votar». Con resignación, con indignación, pocas veces con el debido sarcasmo, los medios norteamericanos (que en su abrumadora mayoría contestan con insulto e injuria el desprecio que el Presidente les profesa), registran la ausencia absoluta de toda «ola azul». No ha habido onda nacional de voto positivo por los demócratas. De hecho, en una elección especialmente difícil para quienes buscaban su reelección, la mayoría la consiguió, y el GOP (Grand Old Party, como llaman al Partido Republicano que fundó el abolicionista Abraham Lincoln) retuvo la mayoría en la Cámara alta.

El mismo McArthur confluyó con varios otros analistas, en suelo americano o europeo, sobre que ha sido un error estratégico de los demócratas incitar al voto postal. De esa falla, los republicanos derivaron una astucia táctica. El Correo de Estados Unidos es deficitario, y ha sufrido la penuria de fondos públicos infligida –adrede– por un Congreso con mayorías republicanas. El Correo, en su situación actual, es disfuncional. Si Biden gana, gana por el voto postal. Y Trump ya gritó y aulló lo que antes había dicho y repetido con mejores o más sonrientes modales: ¡Fraude! La de Biden podrá parecer una victoria menos que pírrica. Una victoria contestada con visos o apariencias o al menos acusaciones estentóreas de ilegitimidad. Un agua de la cual, cuanto más corra, más se denunciará la envenenada fuente. El Times de Nueva York, Los Ángeles y aun Londres dice sentirse humillado porque Washington se parece a Minsk por el unfairplay del Presidente que inicia acciones legales cuando pierde. En verdad, algunos de esos procesos habían sido iniciados antes del 3 de noviembre, y se referían a las reglas y los plazos del recuento del voto postal, y de las normas de admisión de los votos. Si del nuevo modo de contar los votos en Pensilvania o Michigan va a depender quién es el nuevo presidente de los Estados Unidos, entonces hace falta que se expida la Corte Suprema federal, dicen los abogados de Trump. No basta que los tribunales supremos de Pensilvania o Michigan hayan dicho que esas formas de validación y recuento están OK porque están de acuerdo con las constituciones estaduales de Pensilvania o Michigan.

Ya mucho antes de Trump, el Partido Republicano fue el partido del E-Day, el partido para el cual el martes de votación es un día sagrado, en el cual la ciudadanía comprometida halla el modo de ir a meter en persona su voto en la urna. Ya de por sí hay problemas crónicos en Estados Unidos con el conteo del voto «presencial». La disputa del año 2000 por los votos de los condados «negros» de Florida acabó en la Corte Suprema, que sentenció que debía interrumpirse el recuento, lo que significó un salvoconducto a la Casa Blanca para George W. Bush en detrimento de Al Gore, vencedor en el voto popular. Ahora mismo, en el recuento de Georgia, de cuyos electores depende la reelección de Trump o la elección de Biden, en el condado más poblado del Estado, se rompió un caño en un local donde se contaban votos –estos no sufrieron daño, pero la inundación retrasó y afectó el escrutinio.

La analista política Gloria Bergen declara el miércoles en cámara a CNN: «Trump es un asco, llevo años cubriendo política y nunca vi nada así». Todavía mejor resume esta convicción el periodista británico John Carlin, quien el jueves dice en cámara y en buen castellano a la cadena argentina TN: «Trump es una aberración de la naturaleza». El Washington Post establece cada día, desde hace más de cuatro años, la lista cotidiana de las «mentiras» de Trump, y siempre llega seriamente a la misma complaciente conclusión: Donald es el Mentiroso más Grande del Mundo. En estas gratificantes ocasiones, el Post suele repetir un argumento dos veces curioso, por su dúplice lógica y su doble moral. Admite que también Obama o Biden dicen o dijeron mentiras, pero aclara que, cuando los pescaron, dejaron de decirlas (es decir, empezaron a decir otras). En cambio, Trump, incorregible, siguió diciendo lo mismo, aun cuando el Post y Twitter y Facebook y otros altos chequeadores le dijeron que mentía. Ahora, ¿engaña alguien que sigue sosteniendo la misma opinión? ¿La quiere hacer pasar por verdad? ¿No es, antes bien, solo la expresión de una ideología que se atreve a decir su nombre? La de los millones y millones de personas que votaron por Trump, y cuyo más abarcativo mínimo común denominador es que no han recibido la instrucción, o el control social, que brindan o ejercen las universidades.

*Desde Buenos Aires, Argentina

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