Mi Hegel

Una lectura personal y no autorizada de las ideas estéticas de Hegel como homenaje en este año del 250º aniversario de su nacimiento en Stuttgart.

Mi Hegel
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Georg Wilhelm Friedrich Hegel es un filósofo que no necesita presentación. Este año del 250º aniversario de su nacimiento en Stuttgart es difícil saber por dónde empezar a hablar de su obra, que ha marcado el pensamiento occidental desde fines del siglo XVIII y enlazado el racionalismo de la Ilustración con los ideales del Romanticismo. La luz que su dialéctica del amo y el esclavo arroja sobre los misterios del trabajo, la libertad, la muerte y el deseo aún guardan tesoros sin descubrir en su Fenomenología del Espíritu, y el despliegue de lo real en la historia como dialéctica de tesis, antítesis y síntesis es un mecanismo arrollador cuyo ritmo no ha dejado de trepidar hasta hoy, y ya no lo hará nunca. Que las Lecciones de Estética que dictó entre 1820 y 1829 lo convierten en el padre de la Historia del Arte –título también dado a Vasari y a Winckelmann–, que «contienen el primer intento que se haya hecho nunca de examinar y sistematizar la entera historia universal del arte, y, en realidad, de todas las artes», y que después de ellas la Historia del Arte tiene cimientos hegelianos, son ideas enunciadas por Gombrich que generalmente se aceptan por consenso. «La historia de la humanidad, la aparición misma de la civilización, constituye parte integrante de este proceso [del desarrollo dialéctico de la Idea, o Espíritu absoluto]; en una y otra se repiten, en efecto, fases idénticas, esencialmente dialécticas, en cuanto que se trata de un ascenso a través de las categorías lógicas hasta que lo divino alcanza, al fin, autoconciencia plena en la mente de herr professor Hegel», escribió en su Breve historia de la cultura, de 1983, herr professor Gombrich.

Voy a hablar brevemente de «mi» Hegel. «Mi» no por sentimentalismo, sino porque no es el Hegel de los académicos: no es más que un mero Hegel de amateur. Como tal, sesgado y caprichoso, contaminado inevitablemente por ideas que no se encuentran propiamente en Hegel como tales, quizá incluso terriblemente malinterpretado. Por ello, si en algún pasaje –ojalá que no– se sintiera un tono de autoridad en la materia, cosa que no soy en absoluto, será un simple error de estilo, por cuya posibilidad me disculpo de antemano.

El rechazo de lo bello en el arte, que en nuestro tiempo remite de inmediato a Duchamp y su repulsión por la concupiscencia (el «arte retinario»), tiene como ilustre abuelo a Platón: «La belleza de las cosas sensibles se parece a la de un rostro joven, que no es bello por sí mismo sino por su juventud y del cual, cuando esta pasa, desaparece también esa belleza ilusoria». Por este descrédito de la belleza sensible, descrédito que en el sistema dualista de la metafísica platónica se relaciona con la naturaleza del tiempo, pienso a veces que Platón no entendía el arte de su época, que supo imbricar el tiempo en la contextura de las obras preservando, insoluble en devenir, el núcleo que las hace perdurables.

En cambio, si alguien comprendió lo bello, fue Hegel. Por eso, entre otras cosas, no dudó nunca de que aquel amigo suyo de juventud que terminó demente, Hölderlin, era un genio.

Pienso que la belleza física no es física, que el equilibrio de las proporciones físicas no es la belleza sino su conditio sine qua non, su materia, como la piedra es materia de la escultura pero no garantiza lo bello, porque lo bello pone la materia bajo el régimen de lo inmaterial. El escultor vence la resistencia de la materia pues la pura plenitud pasiva de la materia, por perfecta que sea, no es nunca la belleza, sino solo su soporte.

Mientras Platón desdeña el clásico kalós kai agathós (to kalón kai to agathón), resumido en el término compuesto (de kalós, «belleza», y agathós, «bien, bondad») kalokagathía, Hegel asume esa identidad de la belleza física y la moral que se manifiesta en las formas artísticas al definir, en sus Lecciones de Estética, lo bello como manifestación sensible de la idea. Lo que la belleza física –según entiendo esta línea del pensamiento estético hegeliano que cabe remontar a la Antigüedad– manifiesta es el principio inmaterial que la estructura. Supera la antítesis entre lo inmaterial y la materia, poniendo la materia, como dije, bajo el régimen de lo inmaterial: lo bello consiste precisamente en la superación de esa contradicción entre lo sensible y lo inteligible.

Sin duda, es «retinario», para decirlo al duchampiano modo, el arte griego del periodo clásico. Pero del hecho de que «hable a la retina» –y lo haga extraordinariamente bien– no cabe inferir que no encierre «conceptos» tan complejos como los normalmente atribuidos al arte conceptual (o más complejos incluso, en muchos casos). Quizá algún elemento de esa inferencia tácitamente aceptada por un vasto público desde mediados del siglo XX se me escapa. Pero, conforme a Hegel –o conforme, más bien, debo aclarar, a «mi» Hegel–, si el arte retinario sabe hablar tan bien a la retina es porque no es retinario. La obra de arte no está bajo el régimen de la materia ordinaria, al modo de una materia «sin sentido». El sentido es inmanente a esa materia como el principio de su estructuración, del que resulta la belleza, kalós indisociable del agathós que se concreta hegelianamente en la obra de arte como manifestación sensible de la idea.

Es lo invisible lo que vemos: es lo invisible lo que en el plano óptico se manifiesta como belleza que habla a la retina. En la obra de arte coinciden la contingencia de la mera cosa y la necesidad de la idea, se salva el abismo entre lo necesario del sentido y la arbitrariedad de la materia. No es siquiera que la materia «encierre» un «concepto»: es la organización intrínseca, la estructura semántica invisible lo que se expresa como belleza en la materia. Volviendo al ejemplo de la piedra, esculpirla no consiste en imponerle desde afuera una forma sino exteriorizar lo que ya le es intrínseco, llevar a la visible superficie su principio estructurante, despojar de lo superfluo a esa organización semántica oculta, larvada en la piedra en bruto, revelarla como forma inmanente, no como la contingencia de un designio exterior. No se rellena con colores un dibujo, decía Cezánne: se deja hablar al color hasta que encuentre su forma. La forma, dirán de varias maneras los románticos alemanes, crece desde adentro hasta eclosionar en la superficie junto con el desarrollo íntegro del germen.

Hablamos aquí de un plano de la realidad en el que coinciden sentido y materia. Cuando dije, al comienzo de este breve homenaje, que Hegel enlazó el racionalismo ilustrado y los ideales del Romanticismo, no aludía a lo que ese tipo de afirmaciones alude habitualmente. Cruzando los siglos, bajo esas superficies, bajo esos tópicos, una línea subterránea enlaza momentos aparentemente tan dispares como el arte del periodo clásico o las ideas estéticas del periodo romántico. Lo bello no es vehículo de nada, no es asiento físico de nada, no comunica nada fuera de sí mismo (esto es, en rigor, no «comunica»): piedra e idea no son realidades diferentes en una escultura (en una escultura bella). No hay conceptos ni retina: hay dialéctica y síntesis. Las contradicciones entre forma y contenido, entre concepto y retina, entre materia y sentido, no quedan disueltas en la obra de arte como un acuerdo que integre los opuestos sino como una identidad en la que no existen: to kalón kai to agathón. Lo bello es lo que significa; lo bello significa lo que es.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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