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«¿En qué momento se había jodido el Perú?» es la pregunta retórica más conocida del retórico boom de la literatura latinoamericana. El exabrupto se lee en el primer párrafo de la larga novela Conversación en la catedral (1966). El año pasado, el periodista Francisco Olivera, citando a Vargas Llosa, le preguntó a quemarropa a Luis Alberto Romero cuándo se había jodido la Argentina. El profesor de Historia respondió sin vacilar: en 1974. Cuando dejó de publicarse Mafalda.
Los años de Mafalda (1964-1973) corresponden a una última edad de oro o plata en la economía y sociedad argentinas. Una época en la que éramos felices pero no lo sabíamos, como rezaba aquella pintada paraguaya, referida a otro país y otro tiempo, pero más reflexiva de lo que nos gusta admitir. Mafalda deja de publicarse, con una precisión retrospectiva que favorece más, como si le hiciera falta, a la posteridad de la tira, cuando empezaban las catástrofes. No hay ni Rodrigazo ni Dictadura en sus páginas, o en comparación con el Proceso, los gobiernos de los generales Onganía y Lanusse hacen figura de dictablandas.
No sólo en la Argentina, sino en el mundo, fue 1973 una fecha clave. La de la guerra de Yom Kippur y de la crisis del petróleo. La que prenuncia, fúnebre, convencional, el fin de los «treinta gloriosos», los años de paz europea y crecimiento ininterrumpido, en sus versiones liberal occidental o comunista oriental, del Estado de Bienestar. La generación de baby-boomers que tomaba la píldora, y podía burlarse, o sonreír, de los sueños de prole de Susanita. Conocían el rock y la guerrilla, Los Beatles y Vietnam, el arte op & pop y la contracultura, el LP, el LSD y el happening.
«Jean-Paul ¿Belmondo? No, Sartre» –se corrige Libertad–. «El último pollo que comimos lo escribió él». La madre de Libertad es traductora. Viven en un monoambiente (o dos ambientes) subdividido con modulares llenos de libros. Ella es una niña amiga de Mafalda que aparece tardíamente, en el esplendor de la tira. Significa la emergencia de una imagen (y una caricatura) de la izquierda.
A pesar de toda su conciencia social, el personaje de Mafalda nace en el más mesocrático y convencional de los hogares, con su mamá ama de casa que ahorra con la compra de los fideos y con las sopas insulsas de cubitos de caldo y de cabellos de ángel, y sus posturas, precocidades, pronunciamientos, la ubicarían en una posición humanista, filantrópica, generalista, antes que propiamente política (su mundo mental se parece más al de Max Frisch que al de Herbert Marcuse, para citar a dos autores de las mesas de saldos porteñas de los mismos años 70). Un libro publicado en 1975 (y reeditado al año siguiente), del sociólogo Pablo José Hernández, Para leer a Mafalda –título con ecos de Dorfman y Mattelart haciéndole eco a Althusser– denunciaba el strip comic de Quino como pequeñoburgués y lo fustigaba por su recurrente condena a Mao.
Era una Argentina de boom de publicaciones y de lectura y de consumo y aun de consumismo. Miguel Brascó fue uno de los que dieron impulso a la historieta como ardid publicitario para una firma de electrodomésticos cuyo nombre empezaba con M. De ahí la proliferación de Manolitos, Mafaldas, Miguelitos. Para el momento en que Libertad se incorpora al elenco, ya estaba Quino libre del origen comercial, y la crítica a la alienación de unas masas que no conocían ni el desempleo ni la pobreza e indigencia crónicas era ya un leit-motiv de la tira.
En América Latina, quienes leían Mafalda, flower-children que compraban los álbumes anuales en Ediciones de la Flor, vivían cada mañana hundidos hasta las cejas en la suave euforia post-cubana sin ser post-coital de que una revolución era posible. Esa espera de la Revolución era una eternidad que no se desgastaba por el uso, una eternidad que parecía útil medida de tiempo. Cuando el annus mirabilis argentino de 1973 llegó, con el regreso de la democracia electoral (y de Perón al poder), Mafalda se iba para siempre. Y cuando ella se fue, las calles y las veredas y las plazas donde la infancia podía jugar, discurrir y conversar sola y a solas quedaron solas, a merced de la sintaxis de la noche.
A medida que pasan los días («que es lo que al fin no pasa», dice entre paréntesis un verso de Lugones), la vida de pequeña familia de clase media baja barrial porteña de Mafalda, su mamá Raquel, su papá sin nombre, su hermanito Guille, se nos vuelve más lejana, entrañable. Es una Argentina étnicamente blanca, de hijos de inmigrantes europeos.
Españoles, como Manolito, en una época donde detrás de los mostradores de bares y almacenes de barrio había gallegos. (Cuando Mafalda se publicó en Estados Unidos a mediados de los 70, Manolito fue convertido en el hijo de un charcutero alemán).
O italianos, como Miguelito, cuyo abuelo admiraba a Mussolini.
Mafalda nunca envejecerá como la revista Tía Vicenta, que nos sigue gustando, pero como period piece, objeto encontrado de bric-à-brac vintage. Ni mucho menos perecerá como Rico Tipo, cuyas féminas oportunistas, tetonas y culonas, hoy no podemos aprobar, y con la que nos cuesta poco indignarnos, porque ya ni nos excitan ni nos hacen reír, salvo por el costado de la incomodidad o el ridículo. Los lectores de Mafalda creían ser sexy –la suya fue también edad de oro psicoanalítica–, pero Mafalda y su banda nunca lo fueron –más bien al contrario: hoy Mafalda adulta podría ser una correcta, eficiente, sagaz infectóloga o epidemióloga.
Mafalda antes hacía reír o sonreír. Ahora, cada vez más, hace llorar. De emoción. Es conmovedora. Son lágrimas por lo que, se sabe, quienes lloran no verán volver. Mueve a una enorme, planetaria nostalgia social. Las anécdotas, réplicas, situaciones de la historieta se vuelven arquetípicas, ejemplares, parábolas laicas. Como ocurría con los mitos griegos o las historias bíblicas o los romances castellanos, cuando eran conocidos por todo el público, guardan una enorme capacidad de comunicación y síntesis. Algo semejante ocurre, para una generación muy posterior, y, sin embargo, hoy también ya muy lejana, con Los Simpson. Cuyo cenit no es casual que refiera, asimismo, a una época de opulencia y boom económico, antes de la inseguridad y el Terror y las Torres Gemelas: las Clintonomics de los dos períodos del presidente demócrata del Monicagate.
En «Reflexiones sobre Gandhi» (1949), Orwell formula muchas críticas al político nacionalista y pacifista indio por entonces recién asesinado. «A los santos siempre hay que considerarlos culpables hasta que se demuestre su inocencia». Así empieza –como podríamos empezar con Mafalda–. Pero al final, Orwell se desarma. And yet, and yet –nos dice– qué olor limpio, qué sensación de aire fresco nos deja su nombre.
*Desde Buenos Aires, Argentina