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Hace dos semanas hubo en Asunción una protesta contra el gobierno por el asesinato de dos niñas cometido en medio de un supuesto enfrentamiento entre la Fuerza de Tarea Conjunta y el Ejército del Pueblo Paraguayo. Tres jóvenes fueron imputadas por grafitear el Panteón de los Héroes y quemar una bandera nacional durante la protesta, es decir, por «comisión de hechos punibles de daños a bienes de patrimonio cultural, perturbación de la paz pública y violación de la cuarentena sanitaria», dos agentes fiscales solicitaron una orden de captura internacional contra ellas, y esta semana han sido imputados más «cómplices del delito», aunque la muerte de las niñas, en circunstancias por demás oscuras, no ha sido investigada debidamente hasta hoy.
El Panteón de los Héroes divide usualmente las posturas de las élites locales en Paraguay (y lo interesante de este caso es que, con salvedades, resulta extrapolable a cualquier parte del mundo): sacro altar de la patria para el sector aparentemente más nacionalista, autoritario y trasnochado de esas élites, por un lado; hito de memorias y reivindicaciones ciudadanas para su sector aparentemente más cosmopolita, progresista y democrático, por el otro. Sin embargo, una vez grafiteado el panteón reveló esa división como superficial: la indignación (aprovechada inmediatamente por el gobierno para desviar la atención del turbio asunto del asesinato de las niñas) por «el daño a nuestro patrimonio» cometido durante la protesta fue prácticamente unánime, e incluso entre los pocos defensores de la manifestación dominaron los discursos reivindicadores de la «verdadera» patria contra su destrucción «por una larga serie de gobiernos corruptos». Es decir, de gobiernos del mismo partido que desde hace décadas, salvo breves paréntesis, continúa en el poder, y que, ciertamente, merece denuesto y crítica, pero a cuya crítica y denuesto las élites progresistas –que son sectores en ascenso y, por ende, rivales de la oligarquía tradicional en disputa por espacios de poder– reducen puerilmente la complejidad de los problemas estructurales del país, tanto a nivel interno como (si es que se ocupan de ello) en el plano global. Este relato, el de la corrupción, pese a su simplismo, y en desmedro (seamos optimistas) de posibles análisis profundos, prevalece en los ámbitos académicos locales, reproductores, ya abiertos (los más conservadores), ya encubiertos (los más progresistas), de la ideología dominante.
En medio del asesinato de las niñas hace quince días y de las imputaciones de esta semana contra más participantes de la protesta, el Ejército del Pueblo Paraguayo secuestró a dos personas. Una, que acaba de ser liberada, es miembro de la etnia pãi tavyterã. Parece que es momento de decir obviedades; me excuso de antemano por ello. Los pãi tavyterã no están representados en el Panteón de los Héroes, entre otras cosas porque un territorio no es solo espacio físico sino también historia y cultura, y la imposición del culto burgués a la patria nacional ha negado desde sus comienzos la realidad cultural e histórica de las comunidades originalmente habitantes de lo que hoy se conoce con el nombre de «Paraguay» (también esto se aplica a otros países, por supuesto; lo aprovecho como ejemplo de un fenómeno más amplio por ser el lugar en el que ahora escribo).
En términos geográficos, el territorio es mera extensión, salpicada con diversos accidentes, pero nombrarlo forma parte de una serie de operaciones que lo sustraen a la homogeneidad del puro espacio físico y que reclaman a sus habitantes acatar una construcción cultural por la cual un panteón, unos héroes, una bandera, un relato de «la» historia ligan ese territorio a un poder; naturalmente, los intentos de apropiación del espacio y los símbolos de ese poder serán reprimidos por una autoridad que exige obediencia y repudiados por una sociedad obediente que acepta lo así impuesto como legítimo, ya que tal legitimidad es monopolio de los sectores dominantes en cada país: solo esos sectores tienen derecho a decidir, por medio del Estado y de las instituciones y sus autorizados voceros, qué merece la veneración de los habitantes del territorio así vinculado a un determinado orden, qué les «pertenece» a todos por igual (como, sin ironía, declaran funcionarios, intelectuales y académicos a la prensa) y qué representa, supuestamente, a todos.
Uno de los efectos del imperio de lo económico –el mercado y sus intereses– en lo político es la entrega –facilitada por la liberalización y privatización de sectores estratégicos– de los países a las transnacionales, que en Paraguay, por ejemplo (ejemplo, de nuevo, extrapolable a otros lugares, como todo en este artículo), disfrutan de un espacio prácticamente libre de control para sus actuaciones y en el que cuentan con el Estado y con las oligarquías locales, valiosas aliadas en sus diversos ámbitos (institucional, académico, mediático y, sobre todo, legislativo) de influencia y dominación. La diferencia entre la rancia postura «patriótica» de las élites tradicionales y el tosco cosmopolitismo (enemigo, en realidad, de las fronteras que estorban la circulación de mercancías) de las élites liberales y «progresistas» en ascenso (1) se revela superficial ante los «ultrajes» a «nuestro patrimonio» porque son ultrajes simbólicos al poder que ambos sectores disputan y que en parte (en parte todavía desigual: de ahí los conflictos) detentan.
Dada la impunidad de delitos y crímenes graves cometidos en este breve lapso –desde las violaciones de la cuarentena sanitaria en la boda Cartes-Bendlin y en el aniversario de la ANR (el partido en el gobierno) hasta el asesinato de las niñas en Yby Yaú–, la persecución de personas imputadas por participar en una protesta pacífica representa una clara amenaza por parte de un estado cuyas estructuras no han sido tocadas por la denominada «transición democrática». Tan clara, de hecho, que este es un buen momento para alegrarme de carecer de la popularidad necesaria para que se viralice este artículo. Chistes (malos) aparte, este sí es un buen momento para señalar algo más importante: bajo las diferencias en la imagen –ya conservadora, religiosa y nacionalista, ya progresista, anticlerical y cosmopolita– que los sectores oligárquicos tradicionales y los sectores en ascenso de las élites burguesas locales proyectan, ambos coinciden en repudiar en términos prácticamente idénticos el «agravio al Panteón de los Héroes y la bandera nacional» como «injustificable», afrenta a «eso que nos hace paraguayos», «agresión de inadaptados», etcétera (son citas literales, encontradas al azar en Google en rápida búsqueda). La falta de pensamiento genuinamente revolucionario en los sectores hoy culturalmente hegemónicos y el hecho de que ese vacío ha sido ocupado por un progresismo deseoso, en el mejor de los casos, de paliar los costos sociales del capitalismo, y en el peor, de distinguirse epidérmicamente de las oligarquías tradicionales revistiéndose con el capital simbólico y el prestigio moral asociados a la izquierda merced al uso de su léxico y retórica (salvo cuando, como ahora, los traicionan sus coincidencias, más inconscientes y profundas, con el adversario), en este y otros países de Latinoamérica, son realidades por lo general ocultas que hace visibles la presente unanimidad.
El pensamiento genuinamente revolucionario es enemigo de la idea de Patria, ese espejismo que en todos los procesos de desarrollo y expansión del capitalismo ha integrado el discurso hegemónico que lo naturaliza y que en Latinoamérica sostiene los mitos fundacionales de independencia que legitimaron desde el principio a las élites dirigentes. «La patria no es nuestra madre», exclama en Méjico Ricardo Flores Magón, «¡es nuestro verdugo!», «No eres tú mi compatriota», escribe en Paraguay Rafael Barrett, «sino el proletario de la nación vecina», y «a no dejarse alucinar por la grosera farsa del patriotismo y a reconocer que en el mundo no hay sino dos patrias: la de los ricos y la de los pobres» exhorta en Perú, citando al espartaquista Karl Liebknecht, Manuel González Prada. Las naciones independientes en Latinoamérica pusieron el vino viejo de las estructuras coloniales de poder en los odres nuevos de las incipientes élites burguesas locales, que comenzaron así a adueñarse en la práctica de lo que en teoría conforma la «patria». Y sus patrimonios, que no representan a todos: mil veces no. No surgirá ningún pensamiento nuevo de aquellos a quienes la quema de la bandera y el grafiteo del panteón les ofenda o les importe. Pensamiento genuinamente revolucionario es el que denuncia lo no realizado por la modernidad de las revoluciones burguesas y las independencias coloniales, la farsa de la ciudadanía de ese individuo cuyos derechos las instituciones democráticas garantizan en teoría y en la práctica refutan, la función ideológica de todos esos valores que permiten organizar la producción poniendo los intereses de unos grupos sobre otros. Los excluidos de la patria no están excluidos a pesar de ser su base económica, sino precisamente por serlo: su exclusión legitima una división social del trabajo que, con diversos cambios a través del tiempo, se prolonga hasta hoy. Las democracias de las naciones modernas no suprimen la dominación, sino que la legalizan: los siervos feudales fueron liberados por la burguesía solo para volver a ser esclavizados mediante el trabajo asalariado y los indios de las repúblicas americanas fueron emancipados de la Corona española solo para seguir siendo explotados por las nuevas élites criollas. ¿Qué veneramos en la bandera y en el panteón? Campesinos y estancieros, empresarios y sintecho, burgueses y obreros, ¿habitan la misma patria? ¿Viven en el mismo país el chespi y el oligarca? Hombres y mujeres, paraguayos y pãi tavyterã, ¿integran la misma nación? ¿Qué es un extranjero, qué es un indio, qué es una mujer, qué es un negro? «Yo fui negro una vez», dijo Larry Holmes, «cuando era pobre».
Notas
(1) El dualismo entre una «derecha» y una «izquierda» de las élites es un esbozo grueso de algo que requiere mucho más espacio; no son iguales, por ejemplo, liberales y progresistas; por otra parte, el término «liberal» es usado aquí en el sentido amplio de la ideología, y no necesariamente –aunque también– en el restringido de la afiliación partidaria.