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Queridos todos: la pandemia nos cambió bastante la economía libidinal, y es por eso que yo no tenía ninguna intención de escribir después de ver la obra de teatro de Hugo Herrera llamada El Galpón. Y si lo hago ahora es simplemente porque quedé enamorada, y con el enamoramiento uno no sabe claramente qué es lo que le encandila. Entonces, borroneo esto para ir aclarando mis ideas. Pero para el lector que desconoce el argumento de esta creación teatral, lo relataré brevemente: unos delincuentes que están siendo conducidos a la cárcel de Tacumbú aprovechan una balacera callejera para huir obligando a un empresario, al que encuentran estacionado, a que los lleve a un «aguantadero»: el galpón que da nombre a esta obra. Es así como Calolo Rodríguez (el secuestrado), Mario Toñánez y Ronald Maluff (los convictos) se ven forzados a convivir una noche hasta el amanecer, cuando esperan a las fuerzas policiales, para detenerlos o para matarlos.
Ahora puedo retornar a mi encantamiento. Se puede esperar que sea una obra oscura, violenta, que explore lo peor del humano… Pues entiendan que no es en absoluto así: el libreto –con ciertas modificaciones realizadas por la directora, Raquel Rojas, para adaptarla a nuestra realidad paraguaya– tiene una agudeza notable. Ocurre que, en medio de carajos y otras maldiciones, en medio de gritos y patadas, los diálogos son verdaderos desafíos morales para el espectador. El hombre honesto queda a la altura de los delincuentes, pues, detrás de una fachada de «legalidad», su empresa de transportes puede bonitamente estar llevando armas, drogas, explosivos, agrotóxicos, con su total indiferencia. Es que él es simplemente un «tercerizador» del negocio entre empresas de compradores y vendedores, y se lava las manos, como Pilatos. El joven que interpreta Maluff es un guerrillero que –sumamente equivocado, o no– lucha por un ideal. Y Mario Toñánez hace de un delincuente que opera como «Padrino» en la cárcel; es auténtico en lo suyo.
En medio de gritos, puñetazos y patadas, se da una solidaridad entre los hombres, de modo que el público puede tomar como perfectamente comprensible –cuando llega el temido amanecer, con ruidos de sirenas desde afuera, y altavoz de la policía conminándolos a que se rindan– que el secuestrado Calolo tome el revólver y se apreste a defenderse, a sí mismo y a los otros dos, contra las fuerzas del orden.
Leí que se apuntaba al síndrome de Estocolmo, en que el secuestrado idealiza al torturador. Nada más equivocado en este caso. Tal síndrome se da cuando el sujeto torturado, quebrado moralmente, se somete pasivamente, por su estado de caos psicológico. La razón de este fenómeno sería que en el inconsciente del supliciado se opera una regresión a estadios tempranísimos de la vida, donde el infante depende totalmente de su cuidador omnipotente (la madre). Mis colegas, suecos y anglófonos todos, están prestos a armar una inmensa clasificación zoológica basada en síntomas, ¡pero con total ignorancia de la causa! Por eso digo que vengan a Paraguay, a estudiar con nosotros psicoanálisis y epistemología. Es que ellos solo consideran objeto de ciencia lo mensurable, y al desaprovechar la gramática del inconsciente que nos legó Freud se automutilan por no disponer de una herramienta fundamental. Clasifican, pero no pueden explicar la razón de sus categorías.
Volviendo a nuestra obra, con solidaridad y actitud de padres responsables el empresario y el padrino ayudan a huir al joven, y hay un momento conmovedor en el que los tres, antes de despedir al revolucionario para que se salve, brindan con un poquito de caña «por sus ideales»; obviamente, los ideales de cada uno: ¡la unidad en la diversidad! Y lo interesante es que no se trata de un nihilismo en el que «todo vale», es decir, «nada vale». No es un ataque a los valores que tan arduamente se amonedaron por siglos en una Europa pensante, cimentada en la filosofía aristotélico-tomista, luego basada en la austeridad de la regulación del tiempo de la «ética protestante» tan aplaudida por Max Weber, y luego en los logros de la era industrial y del primer capitalismo, tan aplaudido por Carlos Marx antes de señalar la inequidad social que tal manejo de la riqueza creó; nada de eso. La solidaridad entre los tres no está basada en la destrucción de los valores para equipararse todos, sino en que esa noche –de compartir hambre, frío, dolores y otras miserias– les hizo sentir que somos seres poliédricos, que tenemos bondades, defectos y maldades que nos hacen humildes y –sobre todo– que en el dolor todos nos sentimos iguales.
Es así que el último que queda vivo, interpretado por Mario Toñánez, nos regala una danza de palabras por todo el escenario recordando conmovedoramente su infancia, a su madre y a sus seres queridos, hasta que un balazo lo tira al suelo. Pero lo vemos como estético y lo sentimos desde Eros. Pese a que todo invita a una obra pesimista, negra, la sobrevuela el Amor. ¿Por qué digo esto? Pues Eros o el Amor, desde los griegos, es una fuerza cósmica que une los elementos, de los que nosotros formamos parte. Tánatos desune, disgrega; en cambio, Eros atrae a las partes. Por eso esta obra es tan enorme, porque muestra –en un deslizamiento sin dificultad alguna– que pese al griterío, los golpes y las patadas, si alguno de ellos se condolía, se ayudaban. Como cuando el secuestrado ayuda a poner en su lugar el hueso dislocado de Juan, el «Padrino» interpretado por Toñánez. Por eso, aunque Toñánez cae muerto al final del espectáculo, lo hace recordando los momentos bellos de su vida, por los cuales valió la pena vivir y morir. Esta obra, paradójicamente, es un canto a la vida.
Y los actores trabajan regio: en Calolo se nota oficio en cada gesto; en Toñánez sentí pasión; Maluff fue quizás demasiado teatral, aunque es comprensible, pues es el más joven del grupo y eso le restó austeridad a su gesticulación. A mi gusto, y conociendo su trabajo, Raquel Rojas está en su mejor momento y, siendo que he disfrutado obras magníficamente puestas por ella –como la anterior, en Punta Carapá, en homenaje a Flores y Visokolán–, esta es la que me parece más profunda y desafiante, porque en manos de cualquiera la realización se desmoronaba. Si el director no entendiera a cabalidad el mensaje, la puesta se desbarrancaría, dando lugar a una visión edulcorada del drama humano, algo así como «poner un manto piadoso» y disculpar los dramas humanos por terribles que sean «porque Dios nos hizo a todos». ¡Nada que ver! Aquí, gracias a la inteligencia e intuición de Raquel –quien hizo arreglos para adaptar el texto a nuestro país–, la lucha, la tensión entre los varones quedó intacta, nadie fungió de «buen chico», sino que simplemente, pese a todas las rivalidades narcisistas violentas, sobrevoló Eros sobre Tánatos, y por eso espero que los espectadores después de verla crean más en el humano, que, por otro lado, sabemos que está hecho de complicada estofa. Dramático y adecuado el escenario que nos brindó Tessi Vasconcellos, y el «Ciao, bella, ciao» se nos clavó en el pecho: más acertada la música, imposible, pues, aparte de su belleza, nos retrotrae a una época en la cual los partisanos iban a morir felices por una causa que los trascendía, llevando en los labios una canción a su amada. Gracias, Raquel: nos hiciste pasar una noche inolvidable. Valieron la pena tu esfuerzo y tu frustración cuando el estreno se tuvo que posponer por la pandemia. Tu oficio permea toda la obra. Esto se constata en un concierto musical: si el director es malo, hasta el mejor de los violines descabalga. En este caso, Calolo y Toñánez son geniales, pero ni siquiera ellos hubieran podido lucirse si el tejido sutil que vos urdiste no los hubiera sostenido.
El galpón
Podemos ver la obra teatral El galpón en línea hasta el domingo 4 de octubre. Costo de las entradas: 35.000 guaraníes. Se pueden adquirir en este link: www.passline.com/eventos/el-galpon-estreno-obra-teatral.
Elenco: Calolo Rodríguez, Mario Toñánez y Ronald Maluff
Obra original: Hugo Herrera. Adaptación: Raquel Rojas
Dirección: Raquel Rojas
Asistencia de dirección: María Liz Barrios
Producción: Dora Gómez
Vestuario: William Riquelme
Estilismo: Alberto Romero
Escenografía: Tessi Vasconcellos
Luces: Martín Pizzichini
Edición musical: Octavio Linares
Audiovisual: Carlos Cáceres Ferreira
Auspicios: Fondo Municipal de Artes Escénicas, Centro Cultural de la Ciudad «Manzana de la Rivera», Ministerio del Interior, Víctor González Acosta y SM producciones
Producción general: El Camarín ArTeatro