Cargando...
Agosto es un mes atómico. Para comenzar, en agosto de 1939 Einstein escribe a Roosevelt una carta sobre la posibilidad de que Alemania empiece a fabricar bombas con uranio.
Hay dos formas de fabricar una bomba atómica: con uranio enriquecido, o con plutonio.
Dentro de una bomba atómica, la mayoría de los átomos de uranio enriquecido tienen 143 neutrones en vez de 146. De vez en cuando, un neutrón errante se integra a un átomo, forma un núcleo de 144 neutrones y 92 protones y genera un excedente de energía. Por lo general, el núcleo no logra absorberlo: se rompe en dos y se desprenden dos o tres neutrones. Una pequeña porción de masa desaparece. Cada colisión de un neutrón errante genera otros dos, y cada uno de ellos, dos más. Pronto hay 4, que se vuelven 8, que se vuelven 16... Tras diez colisiones, hay más de mil. Luego de veinte, más de un millón; luego de treinta, más de mil millones. En el interior hay dos mitades que una primera y bien calculada explosión acopla. Los neutrones ya no pueden escapar: quedan atrapados en la masa. En la superficie, una barrera reflectante los retiene. Ya nada se opone a la reacción en cadena. Mil millones de neutrones errantes se vuelven billones, que se vuelven cuatrillones... La cascada –siguiendo la ley einsteiniana de la transformación de la masa en energía– se expande en el núcleo y una energía incontrolable se desata.
Agosto, decíamos, es un mes atómico. El 2 de agosto de 1939, Einstein firma la carta antes mencionada, que se conoce como «carta Einstein-Szilard» y que va a lamentar toda su vida. El 15 de agosto de 1942, comienza oficialmente el Proyecto Manhattan. El 2 de agosto de 1945, el presidente estadounidense Harry S. Truman autoriza el lanzamiento de la bomba atómica contra Japón. Para entonces, en la carrera por la fisión, Estados Unidos ha vencido a Alemania.
El domingo 5 de agosto de 1945, el coronel Paul Tibbets pinta bajo la cabina de su B-29 las palabras «Enola Gay». El lunes 6 de agosto, a las 8:16:43 horas, una pequeña luz roja sobre la Clínica Shima se expande en un resplandor que deja ciegas a cientos de personas. Una colosal detonación rompe los tímpanos de otros cientos. Una bola de fuego azul de treinta mil grados centígrados de temperatura y cien metros de diámetro desintegra a todos en un kilómetro a la redonda. Los que están más lejos quedan impresos en muros y piedras como fotogramas.
Después cae la lluvia radiactiva y el gigantesco hongo humeante se alza sobre Hiroshima, por cuyas calles aúllan sin rumbo ciegas teas humanas. Es el lunes 6 de agosto de 1945. Esa noche, en Inglaterra, diez hombres en una casa georgiana de ladrillo rojo sentados en torno a una radio escuchan la transmisión de la BBC del «extraordinario triunfo de los científicos aliados».
Está allí Werner Heisenberg, que recibió el Nobel a los 31 años, pero que cuando había que tomar partido no supo hacerlo. Lo que enseñaba en clase era «física judeizante» según los nazis, y sin embargo aceptó trabajar para el gobierno. Está Carl Friedrich von Weizsäcker, que construirá un refugio atómico en su casa y será perseguido hasta la tumba por el terror a las armas nucleares. Está Otto Hann, que descubrió la fisión nuclear y que esta noche de agosto habla de suicidio y bebe.
Al atardecer del día siguiente, martes 7 de agosto, el pastor metodista Kiyoshi Tanimoto cruza en bote, infatigable, heridos a la orilla que aún no está en llamas. Toma a una mujer de las manos para ayudarla a subir a bordo y las manos, o la piel de las manos, se suelta como si fuera un par de guantes mientras la mujer completa se desintegra trozo a trozo ante sus ojos aterrados.
La víspera, el 6 de agosto, el piloto Claude Eatherly sobrevuela Hiroshima en el Straight Flush, un avión de reconocimiento, una hora antes que el Enola Gay, para informar de las condiciones. No sabe lo que va a pasar. Nadie lo sabe aún: esa va a ser la primera bomba.
Lo condecorarán como héroe pero se declarará asesino. Nunca podrá olvidar. No volverá a dormir. Dentro de su mente los muertos morirán de nuevo en infiernos ardientes cada noche y su dolor le será devuelto en el inconcebible reconocimiento de un mundo enajenado que, para sostener sus mentiras salvajes, terminará encerrándolo en el pabellón psiquiátrico del Hospital de Waco.
El 9 de agosto, el crimen se repite en Nagasaki. A pesar de haber visto el horror desatado en Hiroshima, tres días después, hace hoy 75 años, una bomba más potente aún que la anterior, esta vez de plutonio, Fat Man, es lanzada sobre Nagasaki. La muerte llegó en forma de un destello blanco cegador en el cielo y más de veinte kilotones de potencia destructiva a las 11:02 de la mañana. Fue la forma inmediata, claro; le siguió la agonía por los estragos de la radiación. El martes 14, Japón se rinde. Es agosto de 1945: con revelaciones apocalípticas, comienza nuestra edad sin inocencia.
La ciudad de Nagasaki quedó convertida en polvo radiactivo el 9 de agosto de 1945, tres días después que Hiroshima, donde los relojes marcan para siempre las 8:15 de la mañana. El instante en el que cayó la bomba y se desintegró el núcleo de la materia. El instante en el cual se licuó su estructura. El instante en el cual el tiempo se salió de curso. Impertérrito, el general estadounidense Douglas MacArthur declarará que con esto, al abreviar la guerra, se «salvaron vidas».
No hay ya un después de Hiroshima. No hay, sobre todo, un después de Nagasaki, porque lo hecho en Hiroshima fue sellado en Nagasaki. Podemos imaginar mil veces: «Si la bomba de Hiroshima hubiera impedido la de Nagasaki…», pero el 9 de agosto queda como fecha de la reincidencia en lo irreparable. La inclusión del horror como amenaza en el campo de lo posible ya no se puede revertir: su radiactividad se expande como posible fin de todo lo posible –posibilidad de la imposibilidad de todas las posibilidades–, clausurando, pasado sin clausura, aquello ilimitado que otrora fue el futuro.
Banales, ética, derecho, ciencia carecen de conceptos a la altura de nuestro abismo. Quizá haya que buscarlos en el mundo griego arcaico, con la fatalidad de sus personajes trágicos cuya hybris rompe toda humana medida, o en el fondo misterioso de las viejas religiones, con sus oscuras, complejas ideas de pecado. Tal vez desde tales profundidades quepa intuir el espantoso sentido de eso que la humanidad perpetró contra sí misma, aquello de lo cual ya no se vuelve.