Agosto, mes atómico

En agosto de 1945, la historia dio un giro sin retorno: la puerta a la extinción queda desde entonces a un botón de distancia.

Cúpula de Hiroshima, por Jesús Martínez del Cerro.
Cúpula de Hiroshima, por Jesús Martínez del Cerro.Archivo, ABC Color

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Este mes inquietante comenzó en Paraguay con un incendio, el del cine Victoria, que avivó la memoria de otro, ocurrido el mismo día, primero de agosto, en el 2004, y que se recuerda como la tragedia del Ycuá Bolaños, convertido en un horno donde la temperatura llegó a 600 grados centígrados y murieron unas cuatrocientas personas que no pudieron escapar: las puertas estaban cerradas por orden de los dueños para que, en medio del horror y el caos desatados por el fuego, nadie saliera sin pagar. Y la tragedia ocurrida en Beirut esta semana trajo, extrañamente, a la memoria la destrucción de Hiroshima –la comparación la hizo el gobernador de la capital libanesa, Marwan Abboud–. Comparación oportuna, pues agosto es también, sobre todo, un mes negro, de lluvia radiactiva. Hoy, 9 de agosto del 2020, hace 75 años que por orden del entonces presidente de Estados Unidos Harry Truman la bomba Fat Man caía en Nagasaki tres días después de que la primera bomba atómica lanzada sobre Japón, Little Boy, destruyera Hiroshima. Ese agosto, el de 1945, la historia dio un giro sin retorno: la puerta a la extinción queda desde entonces a un botón de distancia.

Diez años después, el 9 de julio de 1955 se publicó el Manifiesto Russell-Einstein contra las aplicaciones destructivas de los descubrimientos científicos. Einstein lo firmó dos días antes de morir de un aneurisma en Princeton. «Recuerden», dice el Manifiesto, escrito por Bertrand Russell, «su condición humana y olviden todo lo demás». Además de Russell y de Einstein, lo firmaron Max Born –que introdujo el álgebra matricial en la cuántica y que sí creía que «Dios juega a los dados» (por lo menos, Einstein lo acusa de ello en una famosa carta)–, el físico Perry Bridgman, Leopold Infeld –que puso en ecuaciones el movimiento de las estrellas y dio forma de bello libro a la prodigiosa aventura matemática de Galois–, el químico Frederic Joliot-Curie –que tomó el apellido de su esposa y colega, Irène, hija de Marie y Pierre Curie–, el biólogo y genetista Herman J. Muller, el dos veces premio Nobel Linus Pauling, Cecil Frank Powell, que a partir de un solo rastro encontraba la masa, la carga y la energía de las partículas, el físico Joseph Rotblat –quien, cuando el militar a cargo del Proyecto Manhattan le comentó que el verdadero propósito de la bomba nuclear no era frenar a Hitler sino imponer el dominio de Estados Unidos sobre la Unión Soviética, abandonó en secreto la base de Los Álamos– y el físico teórico que predijo en 1935 la existencia de las partículas («mesones») que Powell descubriría en 1947, Hideki Yukawa. Seis décadas y media después de la publicación de este manifiesto en Londres, al peligro de la aniquilación nuclear se suma la cada vez más inocultable amenaza del cambio climático. Lo reproducimos, traducido, a continuación:

Manifiesto Russell-Einstein

«Ante la trágica situación que enfrenta la humanidad, creemos que los científicos deben reunirse en conferencia para evaluar los peligros que resultan del desarrollo de armas de destrucción masiva y discutir una resolución en el espíritu del borrador adjunto.

Estamos hablando en esta ocasión no como miembros de esta u otra nación, continente, o credo, sino como miembros de la especie humana, especie cuya existencia hoy está en peligro. El mundo está lleno de conflictos y, por sobre todos los conflictos menores, está la lucha titánica entre comunismo y anticomunismo.

Casi todas las personas políticamente conscientes tienen profundos sentimientos sobre uno o más de estos conflictos; pero queremos que ustedes, si pueden, aparten todos esos sentimientos y se consideren solo como miembros de una misma especie biológica que ha tenido una notable historia y cuya extinción ninguno de nosotros puede desear.

Debemos procurar no decir ni una palabra que pueda atraer a un grupo más que a otro. Todos estamos por igual en peligro, y, si se entiende este peligro, existe la esperanza de que podamos evitarlo colectivamente.

Tenemos que aprender a pensar de un modo nuevo. Tenemos que aprender a preguntar, no qué medidas deben tomarse para asegurar la victoria militar del grupo que apoyemos, pues ya no son relevantes tales fines; lo que debemos preguntarnos es: ¿qué medidas deben adoptarse para evitar una contienda militar cuyo resultado será trágico para todas las partes?

El público en general, incluyendo a muchas personas que ocupan puestos de autoridad, no imagina lo que supondría vernos envueltos en una guerra con bombas nucleares. El público en general todavía piensa en términos de destrucción de ciudades. Se entiende que las nuevas bombas son más poderosas que las antiguas, y que si una bomba-A pudo arrasar Hiroshima, una bomba-H podría destruir las grandes ciudades como Londres, Nueva York y Moscú.

Sin duda en una guerra con bombas-H las grandes ciudades quedarían destruidas. Pero ese sería solo uno de los menores desastres que tendríamos que enfrentar. Si todos en Londres, Nueva York y Moscú fueran exterminados, el mundo podría, al cabo de unos pocos siglos, recuperarse del golpe.

Pero ahora sabemos, después de la prueba de Bikini, que las bombas nucleares pueden expandir gradualmente su potencial de destrucción abarcando una superficie mucho más amplia de lo que se había pensado.

Se asegura, con fundada autoridad, que puede fabricarse ahora una bomba 2500 veces más potente que la que destruyó Hiroshima. Si tal bomba explotara bajo agua o cerca de una superficie, enviaría partículas radiactivas a la capa superior del aire. Descenderían gradualmente e irían llegando a la superficie de la tierra como mortífero polvo o lluvia. Ese fue el polvo que afectó a los pescadores japoneses y a los peces que capturaron.

Nadie conoce la amplitud con que podrían esparcirse esas letales partículas radioactivas, pero las más autorizadas voces son unánimes en que una guerra con bombas-H podría ser el fin de la especie humana. Se teme que, de utilizarse muchas bombas-H, habría una muerte universal, inmediata solo para una minoría, y para la mayoría en forma de lenta tortura hecha de enfermedad y desintegración.

Eminentes científicos y autoridades en estrategia militar han formulado advertencias. Ninguno de ellos dirá que pueden asegurar los peores escenarios. Todos dirán que tales escenarios son posibles y que nadie puede garantizar que no se hagan realidad.

No hemos encontrado aún que las opiniones de los expertos en estos asuntos dependan en ningún grado de sus posiciones políticas ni de sus prejuicios. Solo dependen, hasta donde nuestras investigaciones nos revelan, del grado de conocimiento de cada experto. Hemos descubierto que quienes más saben son los más pesimistas.

He aquí, pues, el problema que presentamos, crudo, horrible, ineludible: ¿vamos a poner fin a la especie humana; o renunciará la humanidad a la guerra?

La gente no se plantea esta alternativa porque es muy difícil abolir la guerra.

La abolición de la guerra exigiría desagradables limitaciones de la soberanía nacional. Pero lo que impide quizá comprender la situación más que cualquier otra cosa es que el término «humanidad» suena vago y abstracto. La gente apenas se imagina que el peligro es para ellos y para sus propios hijos y sus nietos, no para una humanidad vagamente imaginada, abstracta.

Apenas se imaginan que son ellos, cada uno de ellos, individualmente, y aquellos a los que aman, quienes corren peligro inminente de perecer del modo más angustioso. Y por eso creen que quizá deba permitirse que la guerra continúe siempre que sean prohibidas las armas modernas.

Esa esperanza es ilusoria. Cualesquiera acuerdos que se alcancen en tiempos de paz para no utilizar bombas-H, no se respetarán en tiempos de guerra, y ambas partes se pondrán a fabricar bombas-H en cuanto estalle una guerra, porque si uno de los bandos fabricase bombas y el otro no lo hiciera, quien las fabricase resultaría inevitablemente victorioso.

Aunque un acuerdo para renunciar a las armas nucleares como parte de una reducción general de armamentos no equivalga a una solución definitiva, serviría para conseguir ciertos objetivos importantes.

En primer lugar, cualquier acuerdo entre el Este y el Oeste será bueno en la medida en que disminuya la tensión. En segundo lugar, la abolición de las armas termonucleares, si cada parte creyera que la otra cumple lo pactado con honestidad, disminuiría el temor a un ataque repentino al estilo de Pearl Harbour, que en la actualidad mantiene a ambas partes en un estado constante de tensión. Debemos, por lo tanto, dar la bienvenida a un acuerdo, aunque solo sea un primer paso.

La mayoría de nosotros no somos neutrales en nuestros sentimientos, pero, como seres humanos, tenemos que recordar que, si las diferencias entre el Este y el Oeste se han de decidir de forma que den satisfacción a cualquiera, sea comunista o anticomunista, sea asiático, europeo o norteamericano, sea blanco o negro, tales diferencias no deben ser decididas mediante la guerra. Deseamos que se entienda esto tanto en el Este como en el Oeste.

Tenemos ante nosotros, si queremos, la posibilidad de un avance continuo en felicidad, conocimiento y sabiduría. ¿Elegiremos la muerte solo porque no somos capaces de olvidar nuestras disputas? Hacemos este llamado como seres humanos a todos los seres humanos: recuerden su condición humana y olviden lo demás. Si pueden hacerlo, el camino al paraíso sigue abierto; si no pueden, está frente a ustedes el riesgo de la muerte universal.

Resolución

Invitamos a este Congreso, y a través del mismo a los científicos del mundo y al público en general, a suscribir la siguiente resolución:

Dado que en cualquier futura guerra mundial se emplearían con certeza armas nucleares y que tales armas amenazan la supervivencia de la humanidad, instamos a los gobiernos del mundo a entender y reconocer públicamente que no podrán lograr sus propósitos por medio de una guerra mundial y, en consecuencia, a encontrar medios pacíficos para la resolución de todos los motivos de disputa entre ellos.

Profesor Bertrand Russell

Profesor Albert Einstein

Profesor Max Born

Profesor P. W. Bridgman

Profesor L. Infeld

Profesor F. Joliot Curie

Profesor Linus Pauling

Profesor Hideki Yukawa

Profesor H. J. Muller

Profesor C. F. Powell

Profesor Joseph Rotblat

Londres, 9 de julio de 1955».

juliansorel20@gmail.com

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