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«Los grandes fisonomistas –los coleccionistas son fisonomistas del extenso mundo de las cosas– se vuelven adivinos del destino». Walter Benjamin, Imágenes que piensan
Una colección privada adquiere carta de ciudadanía cuando se expone a la mirada pública. Es lo que ha sucedido con la Colección Mendonca, de cuyo acervo Ticio Escobar realizó una ajustada y oportuna selección, abierta al público en el CAV/Museo del Barro bajo el título «El exilio». Inaugurada en diciembre, y tras el paréntesis forzoso impuesto por la pandemia, la muestra reactivó hace unas semanas sus visitas.
Si bien hay otras colecciones particulares de arte muy importantes en Paraguay, esta es la única que ha focalizado su interés específicamente en la producción contemporánea, aunque también incluye, a modo de márgenes de referencia, algunas piezas modernas. A lo largo de veinte años Daniel Mendonca fue reuniendo un volumen de obras que responde no solo a su intuición, su gusto o sus impulsos, sino a una idea de país. Por eso, para entender esta colección hay que conocer también el perfil del coleccionista: es un atento observador del acontecer político, social y económico del Paraguay y del curso de su historia, un jurista comprometido con la democratización y el constitucionalismo, un conocedor de los mecanismos jurídicos y políticos del poder, un analista de la realidad nacional. Asimismo, su vida personal ha estado fuertemente marcada por el arte, casi como un designio de familia. Desde esta posición se acerca a la praxis artística y se involucra en ella.
La colección se estructura sobre dos ejes. El primero, temporal, se despliega entre 1970 y nuestros días. Pero este eje es flexible y puede, ocasionalmente, retroceder hasta los años 60, a los momentos o actitudes de la modernidad que prefiguran lo contemporáneo (1). Sin embargo, y como queda manifiesto en la exposición, este programa es sacudido por el curador, quien instala un gesto anacrónico al incluir en la muestra piezas europeas decimonónicas, así como imágenes de santería popular de comienzos del siglo XX, todas de propiedad del coleccionista, que –en rigor– no son parte de la colección, son previas a ella, pero la bordean, estableciendo cruces conceptuales y formales con las obras contemporáneas. Por eso Ticio Escobar señala en su texto curatorial que «más que intentar marcar los contornos de una época (la actual), la colección entiende lo contemporáneo como un enfoque». El segundo eje define una espacialidad restringida al ámbito del Paraguay. Esta es la escena de la colección, compuesta por unas 400 obras de artistas paraguayos y extranjeros producidas en el país.
Sin pretensión de totalidad, pero con un horizonte amplio, el coleccionista fue constituyendo constelaciones significativas ligadas tanto al devenir histórico del Paraguay (la guerra de la Triple Alianza, la guerra del Chaco, la dictadura de Stroessner) como a cuestiones actuales acuciantes (violencia política, inequidad social, asuntos indígenas, perspectiva de género, diversidad sexual, problemática identitaria), incluyendo lo trágico y la expresión catártica, sin dejar de lado el humor y cierta irreverencia lúdica. Si bien las condiciones formales son un componente importante, a la hora de decidir una adquisición no es el criterio estético el que prevalece sino la potencia expresiva de la obra, su intensidad, su capacidad de remover prejuicios, generar inestabilidad y convocar sentidos plurales.
La Colección Mendonca es fruto de un sistema de relaciones en el cual el vínculo directo con los artistas ocupa un lugar privilegiado. El coleccionista sigue de cerca su proceso creativo mediante la visita a los talleres o la comunicación frecuente. Esto alimenta una práctica de encargos que se sustenta en el diálogo y da origen a obras surgidas de la reflexión compartida y el análisis. Es decir, no es un coleccionista pasivo que se limita a elegir lo disponible en el mercado; por el contrario, busca, investiga, explora, desafía a los artistas con sus pedidos (aquí los límites se expanden y ya serpentean la clínica y la curaduría).
Otro vínculo importante es el establecido con las principales galerías de Asunción –cuyos depósitos el coleccionista recorre periódicamente, además de asistir puntualmente a las exhibiciones–, así como el intercambio permanente con críticos y curadores. Pero, más allá de todo este circuito, un espeso background respalda cada adquisición, un sustrato que se arraiga en la infancia del coleccionista (en las clases de arte de su madre o los paseos que con ella hacía por los anticuarios y mercados de pulgas), en su estancia juvenil en Buenos Aires, en las prolongadas estadías anuales en Europa, en los reiterados viajes a los grandes centros de arte, en la avidez por las publicaciones especializadas. Cada obra que ingresa a la colección pasa por un tamiz contextual que la confronta con otras de las más diversas procedencias y temporalidades.
La Colección Mendonca ofrece, en cierta medida, una cartografía del arte contemporáneo paraguayo. El coleccionista ha hecho un mapeo de líneas, tendencias, indagaciones, para crear una narrativa interna dúctil, susceptible de ser abordada de distintas maneras, que actúa como la urdimbre en tensión que sostiene la trama del tejido. «Cuido mucho el hilo conductor –dice–. Hay un razonamiento oculto. Dejo a la vista la conclusión pero el observador debe encontrar las premisas» (conclusión siempre transitoria, hay que decirlo).
Como toda colección rica en contenidos y experiencias formales, y con un corpus que crece sin pausa, esta puede ser fuente de complejas exploraciones discursivas, actuando como un reservorio simbólico listo para ser activado en cualquier momento y en diferentes direcciones. Aquí vale la pena traer a colación un concepto finamente desglosado en una reciente conversación online, ampliamente difundida, entre Ticio Escobar y la psicoanalista brasileña Suely Rolnik: los gérmenes de futuro. Esta idea, que da cuenta de la latencia de significados dispuestos a «florecer» en algún porvenir, bien podría ser aplicada a una colección como esta, que se comporta como un organismo vivo capaz de procesar reservas de subjetividad, de acumular fórmulas provisionales pero efectivas para mirar el pasado, afrontar sus heridas y vislumbrar el futuro. O que, como decía Walter Benjamin de la narración (y una colección es también eso, una narración y muchas narraciones juntas), «es como esas semillas que quedaron encerradas durante miles de años en las cámaras herméticas de las pirámides y que hasta hoy conservan su poder de germinar» (2).
En ese cuerpo-madre, la colección, que muta y se recompone constantemente (cada elemento nuevo altera su equilibrio eventual), las emergencias y las rarezas son bienvenidas, así como los ensayos truncos y las experimentaciones fallidas: obras que no responden a un canon, que rubrican una búsqueda quizás infructuosa pero fértil en pulsiones. Aquí el paradigma de calidad (orientador crucial de toda incorporación) queda relegado en función de una vigilia alerta que registra hasta los mínimos movimientos. Porque una colección puede ser también repertorio de pequeños latidos. Y operar, incluso, como archivo.
Salir a escena
Ticio Escobar asienta su curaduría en la figura del exilio, imagen que se desprende del propio procedimiento de producción de la muestra (el desplazamiento de las obras desde la residencia Mendonca hasta el museo) y que remite a la condición misma del arte: «El término latino exsilium deriva del arcaico exsul, que incorpora también las connotaciones del verbo “ambular”: designa no solo la gravedad de lo que ha sido arrancado de su suelo, sino también la dinámica del devenir, de lo que se mueve y circula para renovar sus sentidos y ampliar el ámbito de su difusión y el alcance de sus signos y sus imágenes» (3). Este desarraigo, para citar la palabra que usa Escobar, marca el inicio de un camino de institucionalización de la colección, cuya comparecencia en el espacio museal ensancha sus contornos (de por sí móviles) y termina consumando un deseo y dando satisfacción a una necesidad profunda que se halla en la base de la conducta de todo coleccionista que se precie: mostrar lo colectado (un mostrar siempre fragmentario, que corre a la zaga del impulso acumulador).
En el conjunto expuesto hay obras que por primera vez son presentadas al público, en tanto otras fueron parte de exhibiciones individuales o colectivas, incluso bienales internacionales. Sin embargo, el diagrama curatorial reconfigura sus códigos y exacerba sus significados al contraponerlas en las salas y articular una nueva escritura.
«El gran error es pensar que solo se mira con los ojos. Se mira con todo el cuerpo», decía Didi-Huberman en una de las tantas entrevistas que suele conceder. De ahí la importancia del recorrido, de poder deambular (para volver al término «exilio») entre las piezas, de establecer una conexión corporal con ellas. En este sentido, la expografía –realizada por Osvaldo Salerno– se hace decisiva: es el hilo de Ariadna pero también la mano que nos empuja al abismo. Aturdidos, quizás, por una estridencia cromática que rememora los colores del hogar (la residencia-útero diseñada para albergar las obras, muy alejada del «cubo blanco»), quedamos en el estado perfecto para contemplar-leer-asimilar la muestra: vulnerables. El itinerario es accidentado, hecho a veces de cortes abruptos y otras de deslizamientos plácidos. Las piezas, ubicadas a diferentes alturas y de modo inesperado, exigen una coreografía especial de parte del espectador.
El carácter contemporáneo de la colección no solo no impide la presencia de obras tardo-modernas, como las categoriza Escobar, sino que la estimula, en un juego de filiaciones y contrastes que enriquecen la muestra. Esta maniobra llega al extremo –como mencionamos al principio– con la inclusión de mármoles italianos y franceses del siglo XIX. La exposición se abre con estas piezas, un grupo de nueve bustos femeninos que, retrospectivamente, interpelan la percepción contemporánea. Pero lo hacen con la elegancia de una belleza que se retrae, discreta, generando un dispositivo alegórico centrado en la mirada. Hay algo de murmullo, de gossip, de complicidad retórica en esos rostros contenidos, pudorosos, temerosos acaso, estratégicamente dispuestos, de ojos bien abiertos, reflexivos unos, pícaros o escrutadores otros, pero siempre muy expresivos, que parecen anticipar, en sus variadas direcciones, los múltiples e imprevisibles derroteros de la imagen.
Si coleccionar era un programa político para Juansilvano Godoi, como afirma Roberto Amigo al referirse al primer coleccionista paraguayo cuya labor daría luego nacimiento al Museo Nacional de Bellas Artes (4), los afanes de Daniel Mendonca esbozan un proyecto cultural que, desde el presente, bosqueja los paisajes venideros.
Notas
(1) Hay, incluso, en la colección un Bestard de los años 50 y varias piezas de Julián de la Herrería cuyos valores formales contienen notas de contemporaneidad.
(2) Walter Benjamin, «Le conteur», en Éxpérience et pauvreté, París, Payot & Rivages, 2011, p. 72. Traducción de la autora.
(3) Ticio Escobar, «El devenir de la colección», en catálogo El exilio. La Colección Mendonca en el museo, Asunción, CAV/Museo del Barro, 2019, p. 9.
(4) Roberto Amigo, La Colección Godoy. Catálogo razonado. Museo Nacional de Bellas Artes, Asunción, Secretaría Nacional de Cultura, 2014, p. 13.