Historia de los Bares: la Posada del León de Oro

Inspirada por la nostalgia de la vida nocturna en estos tiempos de reclusión, estrenamos una nueva serie: la Historia de los Bares –y de los cafés y las tabernas y las tascas y los pubs y los copetines de barrio y todos los antros de mal vivir de ayer y hoy, y de todos los rincones del mundo entero–, para salir de juerga con la imaginación y la memoria. Feliz «cuarentena inteligente».

La Cava Baja en 1934.
La Cava Baja en 1934.urbancidades.wordpress.com

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En su momento de máxima actividad, a mediados del siglo XIX, La Posada del León de Oro era una ya antigua fonda frecuentada tradicionalmente por los labriegos y pastores de los pueblos aledaños que llevaban sus productos a Madrid, por los queseros de Castilla, por los vendedores de miel, por los arrieros, por los charcuteros... por todos aquellos, en fin, que, de paso por la capital, se hospedaban en las afueras, donde era más barato.

Estaba en la Cava Baja, la calle de las posadas históricas de Madrid, cerca de la muralla medieval. Mediado el siglo XII, la Cava Baja era, se cree, un foso defensor. Y cuando la expansión urbanística de Madrid empezó en el siglo XV, y la vieja muralla hacía las veces de muro de carga para las casas que los nuevos moradores levantaban se fue convirtiendo en la calle que hasta hoy existe.

Por allí pasaban muchos viajeros de toda España, en especial gentes del campo madrileño y de Extremadura, Ávila, Segovia, Toledo o Salamanca, campesinos y arrieros que cruzaban el puente de Segovia hacia la capital en carretas y diligencias para realizar sus negocios. Se detenían en posadas y mesones a tratar los precios del trigo y del vino, negociar el valor de las caballerías que en los mercados habrían de feriarse, comer, beber algo de vino y pasar a veces la noche. Siguió este animado tráfico cuando apareció el motor de combustión y las camionetas sustituyeron al tiro animal.

La Cava Baja en 1950
La Cava Baja en 1950

«El tráfago campesino metido en la ciudad lleva y absorbe la vida de esta vía, que tiene el aspecto de la calle Mayor de un pueblo grande de Castilla, y es, sin embargo, tan madrileña que, si faltara, no les parecería que habían llegado a Madrid a los arrieros y labrantines que entran en la corte por la vieja y famosa puente segoviana»: así pintaba la Cava Baja el cronista Pedro de Répide (1882-1948) en su serie de artículos «Las calles de Madrid», que, firmados con el seudónimo de El Ciego de las Vistillas, comenzó a publicar desde 1921 en el periódico La Libertad.

La Cava Baja vio aparecer las primeras fondas, casas de comidas, posadas y tabernas hacia el siglo XVI, y aumentaron en número a partir del siglo XVII. Dieron a la vida madrileña su peculiar sabor hasta la década de 1950, e incluso hasta la de 1960, y conocieron su auge entre la segunda mitad del siglo XIX y los albores del siglo XX.

Iniciado el crepúsculo de aquel universo, pero mucho antes de que esta posada cerrara sus puertas en el año 2001, El León de Oro hizo de escenario de alguna vieja película –así, la comedia Don Lucio y el hermano Pío (1960), o Como el viento solano (1966), de Mario Camus–. Fue Julio Sanz Montero el último posadero de aquella fonda; trabajó durante toda su vida en ella, que resultaría reabierta una década después, aunque ya no la misma, otra ya, con las inevitables novedades y sofisticaciones –actividades culturales, enoteca, etcétera, etcétera– acordes al gusto del público actual.

La Posada del León de Oro en 1897.
La Posada del León de Oro en 1897.

En sus días, sin embargo, sita como estaba a un tiro de piedra de la entonces temible Puerta Cerrada –angosto, oscuro y lóbrego acceso a la ciudad, atestado en aquellos tiempos de asaltantes y de ladrones–, albergó La Posada del León de Oro una viva clientela de campesinos y tratantes de ganado llegados de los pueblos de la periferia, de Toledo, de Guadalajara y de las otras provincias limítrofes, que acudían a la Villa y Corte a hacer sus ventas y negocios y que iban al mercado del Paseo de los Pontones a vender sus caballerías, y agricultores llegados de todos los pueblos de la carretera de Extremadura, y rudos cocheros que hacían retumbar la estrecha vía con el tráfico renqueante de sus carretas y de sus galeras sobre las sufridas piedras, y atareados pueblerinos que también la utilizaban a veces como almacén, y toda una desordenada corte de viandantes imprecisos, hecha de bohemios, de espadachines, de bandidos y de todo aquello que se denominaba «gentes de mal vivir», fantasmas que aún merodean sin miedo por ese barrio, tan peligroso otrora cuando caía la tarde.

juliansorel20@gmail.com

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