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El 13 de abril del 2020 se conmemoró el aniversario número 119 del nacimiento de Jacques Lacan. Médico psiquiatra y psicoanalista francés, fue una figura fundamental de la cultura francesa del siglo XX. Renovó la lectura de Freud y sus trabajos impactaron en diversas disciplinas, desde el análisis literario hasta la teoría política contemporánea. El joven Lacan, interesado aún por la psiquiatría, centró sus primeros trabajos en las condiciones del padecimiento subjetivo, como lo atestigua su tesis, finalizada en 1932, De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad. A pesar de su inicial formación psiquiátrica, desembocó en el campo del psicoanálisis, nueva disciplina inaugurada por Sigmund Freud hacia fines del siglo XIX. Pero ¿en qué consistió el principal aporte de Lacan a la tradición psicoanalítica?
Desde la década de 1950, su proyecto fue propiamente un retorno a Freud. Podemos afirmar que si hablamos de un retorno es porque Lacan consideraba que sus contemporáneos se habían desviado de la experiencia inaugurada por el padre del psicoanálisis: el descubrimiento del inconsciente. Con el objetivo de redefinir la investigación y la práctica del psicoanálisis, Lacan elevó su crítica, principalmente, contra la escuela psicoanalítica denominada psicología del yo. Esta corriente ponía el acento sobre una noción del yo procedente de la elaboración freudiana de la segunda tópica, establecida a partir del texto El Yo y el Ello. La perspectiva terapéutica de esta corriente tenía como objetivo la adaptación del paciente a la realidad, tomando como modelo, por la vía de la identificación, el yo del analista como modelo y medida de lo real.
El peligro percibido por Lacan en esta forma de concebir el psicoanálisis –centrado en el Yo y sus mecanismos de defensa– radica en el olvido de la dimensión propia de la experiencia analítica: el sujeto del inconsciente. Ahora bien, Lacan no considera el inconsciente como una interioridad en cuyas profundidades encontraríamos contenidos, energías, pulsiones innatas que pugnan por la expresión, en un movimiento que va del interior al exterior determinando la conducta del sujeto. Por el contrario, Lacan restituye la dimensión lenguajera del inconsciente, estructurado como un lenguaje, un texto a descifrar.
Antes que buscar la verdad del sujeto en la inexistente profundidad de la mente, lo que se busca es explorar la palabra, dado que en ella se teje la verdad enigmática del deseo. Contrariamente a la idea del inconsciente como algo profundo, Lacan subraya la dimensión superficial del mismo. Esto es así porque el inconsciente se articula en el discurso, en nuestras palabras, en nuestros dichos. En esa superficie se manifiestan las discontinuidades del lapsus, los sueños, los deslices, los titubeos, las vacilaciones, los olvidos. Es decir, el inconsciente no tiene el estatuto de un objeto, sino que es un fenómeno de lenguaje: el inconsciente es aquello que cojea en el lenguaje.
Para proponer esta reformulación del inconsciente, Lacan se nutre de varias disciplinas. Por ejemplo, la lingüística, la lógica, las matemáticas, incluso la cibernética. Desde esos insumos conceptuales reinventa el psicoanálisis, operando varias transformaciones en la lingüística saussuriana, al afirmar, por ejemplo, la primacía del significante sobre el significado, es decir, de la materialidad sobre el sentido. Para nuestro autor, la significación es producto de la combinatoria de los significantes, de su articulación, y no de una relación estable, fijada de antemano, entre la materia verbal y la cosa referida.
Por esta vía, Lacan piensa los vínculos del sujeto con el significante. Cabe aclarar que esta noción, en psicoanálisis, no se reduce simplemente a los términos de la lengua con los cuales nos comunicamos y nos entendemos, sino que alude a lo que posibilita que una persona se convierta en sujeto del lenguaje, habitante de un mundo con sentido. Es decir, para el advenimiento de un sujeto es necesario que haya significantes que estén en una relación de anterioridad con respecto a cualquier individuo en particular. Esto significa que el lenguaje nos preexiste, no solo cronológica, sino estructuralmente. Antes de nuestra venida al mundo, ya está allí, en su lugar, a nuestra espera, por ejemplo, bajo el nombre propio que nos asignan. El Otro –con mayúscula– es la manera en que Lacan piensa este lugar donde se encuentra el tesoro significante, lugar de la palabra propiamente dicha y como estando siempre ya en su lugar. Este Otro no es una persona, es una función que va a estar encarnada para cada sujeto, de una manera particular, por aquellas figuras primordiales, de los primeros cuidados, que nos alojan y nos sumergen en el baño del lenguaje. Asimismo, el Otro cumple la función de garante, como red que nos sostiene en alguna identidad –siempre fantasmática–, en una historia. En suma, en un linaje. Por ejemplo, cuando el niño reconoce con júbilo su imagen en el espejo y vuelve la mirada hacia la madre en busca de una confirmación.
De este modo, el lenguaje no es un patrimonio o bien inalienable del Yo, sino que remite siempre a la intersubjetividad (del sujeto al Otro). En ese sentido podría decirse que el Yo no es dueño del lenguaje, sino más bien esclavo de un discurso que proviene de afuera. Este carácter impropio del lenguaje puede constatarse allí donde la intención discursiva del individuo tropieza, en las fracturas del discurso, cuando nuestra supuesta autonomía se ve ultrajada y arrojada a los malentendidos. Somos hablados, pensados, gozados por un discurso que nos viene de lejos. En este sentido, el inconsciente es ese Otro lugar donde habita un saber que ningún sujeto puede asumir como siendo enteramente suyo.
Sin embargo, esto no significa que el Otro, como lugar de la palabra, presente el carácter de una totalidad, un saber absoluto y completo. Es importante aclarar que, para Lacan, el Otro, en la medida en que también habita la estructura del lenguaje, se encuentra asimismo barrado, dividido, habitado por una falta. Aunque el sujeto le adjudique un saber al Otro, el fondo de la cuestión es que ya no hay garantías: el Otro no es la última instancia de un Tribunal supremo, no porta ningún saber definitivo sobre mi deseo.
Si para Freud el deseo remite a la idea de un empuje, de un ir hacia, en suma a una búsqueda de las huellas que quedan de aquellas primeras satisfacciones de las necesidades (el encuentro con el pecho materno que viene a calmar la urgencia del infante), para Lacan, por el contrario, el deseo es ya siempre deseo del Otro. Esto quiere decir que el deseo en Lacan tiene como condición otro deseo. En otras palabras, mi deseo es ser deseado por un otro, causar el deseo en el otro. Esto implica que el sujeto entra al campo del deseo como objeto deseante.
Se trata de una dialéctica donde el deseo no asume la forma de un mero capricho, sino que sus coordenadas están marcadas por el deseo del Otro. Es decir, las coordenadas de mi deseo están ya ahí, antes de que venga al mundo, en las expectativas de mis padres, de la comunidad, de mi barrio. La idea es que nuestra inserción en el mundo cultural implica un deseo ajeno que me aloje, me otorgue alguna identidad, por precaria que sea.
Desde este punto de vista, el sentido del análisis lacaniano apunta no al descubrimiento de una verdad definitiva sobre mi identidad, sino que supone un riesgo, el riesgo de asumir que los mandatos que provienen del Otro, los deseos inmemoriales que me constituyen, no tienen la última palabra. El psicoanálisis lacaniano no postula que el lenguaje posea nuestra verdad, a la manera de una palabra oculta que espera la revelación de su sentido. No hay manera de afirmarse en un ser definitivo a través del lenguaje. Esto es así en la medida en que un significante, por sí solo, no quiere decir nada, ni podría coincidir consigo mismo, ya que toda significación remite a otra significación, toda palabra a otra palabra, sin agotarse jamás en un referente último. El sentido de la articulación significante se desliza infinitamente, es algo que huye de nuestras manos cada vez que intentamos atraparlo: el deseo está en fuga. Esto es lo que se expresa en la pregunta: ¿qué me quieres decir con eso que me dices? La pregunta por el deseo, por el sentido, quiere decir que no somos amos del lenguaje ni el lenguaje contiene nuestro último secreto, sino que estamos arrojados en él, atravesados por sus posibilidades, habitando en sus intervalos. De este modo, la experiencia analítica es el lugar donde el inconsciente reintroduce el problema de la verdad para el sujeto hablante. Pero se trata de una verdad que no es única y eterna, no es una verdad exacta, no se trata de una coincidencia entre lo dicho y el mundo. Se trataría más bien de una verdad que se efectúa más allá de la intención de quién habla. En síntesis, para el psicoanálisis la verdad se medio-dice, es una verdad que se dice a medias.