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Para aquellos que pretendan asociar el método marxista –el que nosotros aplicamos– con el nacionalismo burgués paraguayo o el revisionismo histórico argentino, es necesario aclarar lo que, según nuestra opinión, no está en debate:
1) Una combinación excepcional de factores externos e internos hizo que las tareas propias de la revolución democrático-burguesa anticolonial –sin llegar a ser social, como en Haití– avanzasen relativamente más que en otras áreas de la región.
La incipiente burguesía paraguaya, para defenderse y aumentar su acumulación, implementó una política agraria basada en: nacionalización del 90% de las tierras y concesión de arrendamientos a costos moderados para el campesinado pobre y mestizo; control estatal de los principales rubros de exportación y regulación pública del mercado interno; fortalecimiento de las fuerzas armadas para la defensa de la independencia nacional y, evidentemente, para su propia protección.
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Pero ese progreso, que experimentó un salto a partir de la década de 1850, se hizo sobre la base de fuerzas productivas muy atrasadas en relación a sus poderosos vecinos. Sin negar el mérito de los avances materializados por medio de una política estatista y proteccionista, no adherimos al mito del Paraguay-potencia económica y militar. Por el contrario, consideramos que Paraguay, a pesar de esos adelantos, mantuvo el carácter de nación oprimida, heredado del periodo colonial.
2) No es admisible el culto a la personalidad del doctor Francia y de los dos López, considerados «héroes de la Patria» y, en ciertos medios de izquierdas, promotores de un supuesto proyecto «protosocialista». Esto es un delirio causado por la fiebre nacionalista que, lamentablemente, contagió a buena parte de los llamados «sectores progresistas». Desvarío que el marxismo no puede endosar.
Si bien identificamos que el modelo estatista se demostró superior al modelo librecambista que se ejecutó en el resto del Río de la Plata y el entonces Imperio del Brasil, no debe solaparse que el doctor Francia y los López impulsaron ese modelo no para mejorar las condiciones de vida de las clases explotadas –sus gobiernos mantuvieron la sujeción del indígena, el «enganche» de los peones en los yerbales y la esclavitud negra– sino para el beneficio de la embrionaria burguesía nacional.
El régimen político que sostuvo esos avances (capitalistas) no solo se valió de esos modos de producción (precapitalistas), sino que se consolidó en forma de dictaduras unipersonales, basadas en un fortalecimiento creciente del militarismo.
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En síntesis, rechazamos la concepción del Paraguay de preguerra como un «paraíso social» para el común. Ni protosocialismo francista ni antimperialismo lopista: ambas son lecturas anacrónicas. Nuestra historia entre 1811 y 1870 es la de un capitalismo «en formación», que partió de muy atrás.
El Estado nacional estaba al servicio del fortalecimiento de una burguesía que explotaba sin miramientos la fuerza de trabajo local pero que, por su propia conveniencia y fragilidad, mantuvo un modelo independiente –que no debe ser entendido como enteramente «aislado»–, estatista, proteccionista, opuesto al modelo del laissez-faire que señoreaba en la región.
Despejado el terreno de esos posibles malentendidos, planteamos lo que, entre otros temas, sí está en debate: 1) el carácter de la guerra; 2) la discusión sobre si existió o no un genocidio; 3) la supuesta «neutralidad» británica.
La polémica fundamental reside en la definición de la naturaleza de la guerra, porque no todas las guerras son iguales: ¿fue civilizadora o reaccionaria –más precisamente, de conquista de una nación oprimida–?; ¿el objetivo político –traducido en el terreno militar– de la Triple Alianza era liberar al pueblo paraguayo de la opresión, o «destruir los monopolios» y acabar de facto con la independencia política del Estado paraguayo, aunque eso significara el exterminio de una nacionalidad que defendió su soberanía y su modo de vida?
Para nosotros, fue una guerra de conquista y exterminio de una nacionalidad oprimida. Los gobiernos aliados jamás se interesaron por la suerte del pueblo paraguayo sino en imponer, por la fuerza, el libre cambio en beneficio de sus respectivas burguesías, que a su vez eran socias menores del Reino Unido, potencia hegemónica de la época.
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El propio general Mitre reconoció esto último en un artículo escrito el 10 de diciembre de 1869 en el contexto de una polémica pública: «Los soldados aliados, y muy particularmente los argentinos, no han ido al Paraguay a derribar una tiranía […sino] a reivindicar la libre navegación de los ríos, a reconquistar sus fronteras de hecho y de derecho […] y lo mismo habríamos ido si en vez de un gobierno monstruoso y tiránico como el de López, hubiéramos sido insultados por un gobierno más liberal y más civilizado [...] No se va a matar a balazos a un pueblo, no se va a incendiar sus hogares, no se va a regar de sangre su territorio, dando por razón de tal guerra que se va a derribar una tiranía a despecho de sus propios hijos que la sostienen o la soportan» (1).
Como dirían los juristas: a confesión de parte, relevo de prueba.
Cabe comprender que, si el choque fue entre un modelo estatista-proteccionista y otro librecambista y sujeto al capital extranjero, entonces la causa paraguaya fue la causa de una nación oprimida que luchó por su derecho a existir.
Ahora bien, comprender la causa de Paraguay no significa respaldar su dirección político-militar, encarnada en Solano López y su séquito de «cien ciudadanos propietarios». Si existe un «héroe» en esa guerra, fue el pueblo paraguayo, y no su clase dominante.
Pasemos a discutir el problema del genocidio. Los números son siempre polémicos, pero si asumimos las cifras que ofrece el historiador brasileño Francisco Doratioto, el Imperio brasileño movilizó 1,52% de su población total; la Confederación Argentina, 1,72%; y Uruguay, 2,23% (2). Estas proporciones, en la actualidad, equivaldrían a una invasión de más de cuatro millones de soldados al Paraguay. Sin contar que las tropas aliadas estaban equipadas con el armamento más moderno y, sobre todo, contaban con la poderosa flota acorazada imperial.
El Ejército paraguayo enfrentó esa fuerza colosal con fusiles de chispa, cañones lisos y una «flota de guerra» compuesta por buques mercantes con casco de madera. ¿A qué «terrible amenaza» se refieren los historiadores liberales cuando repiten que la Triple Alianza no hizo más que «defenderse» de ese Paraguay casi desarmado?
En el caso paraguayo, al menos a partir de 1866, el conflicto derivó en una guerra total: significó la movilización de todos los recursos de la nación para repeler a los invasores. Y el resultado responde la cuestión sobre si hubo o no «genocidio»: en 1870, entre 60 y 69% de su población, estimada en 450.000 personas antes del inicio de las hostilidades, había desaparecido (3). En contraste, los tres países aliados perdieron 0,64% de su población total (4). En otros términos, más del 80% de la mortalidad cupo al pueblo paraguayo.
¿Cómo calificar semejante grado de mortandad, que el propio historiador liberal Thomas Whigham admite que representa «un porcentaje enorme, prácticamente sin precedentes en la historia de una nación moderna» (5)?
Por nuestra parte, no encontramos mejor definición que la de genocidio. Aunque esto está en discusión. Los historiadores liberales, sobre todo brasileños, no lo admiten o prefieren categorías más suaves. Pero esto es completamente normal. Esperar el reconocimiento de que existió un genocidio, por parte de los Estados brasileño o argentino y sus escribas, sería tan ingenuo como esperar que los turcos asumieran el genocidio contra el pueblo armenio.
Muchos historiadores liberales sostienen que no es adecuado usar el término «genocidio» porque, por más que ese haya sido el resultado de la guerra, semejante grado de mortandad no fue una acción «deliberada» por parte de los Aliados. En otras palabras, admiten que existió un exterminio descomunal, pero tiemblan a la hora de llamar a las cosas por su nombre.
Si aceptamos como evidencia la carta que Caxias escribió a Pedro II en 1867 diciéndole que, para terminar la guerra, sería necesario «convertir en humo y polvo [a] toda la población paraguaya […] para matar al feto del vientre de la mujer [...]» (6). O si consideramos lo que escribió Sarmiento a la señora Mary Mann en 1869: «no crea que soy cruel. Es providencial que un tirano haya hecho morir a todo ese pueblo guaraní. Era preciso purgar la tierra de esa excrecencia humana» (7), ¿cómo es posible asegurar, de plano, que no existió ninguna acción «deliberada» de prolongar la guerra hasta concretar ese «expurgo»?
Doratioto dice que el elevado número de muertes se debió principalmente «[…] al hambre, enfermedades o cansancio como consecuencia de la marcha forzada de civiles para el interior» (8). Este argumento es repetido por otros académicos. Pero, incluso si ese fuera el caso, ¿es posible separar esas penurias de la existencia misma de la guerra? ¿Acaso sugieren que aquello podría haber ocurrido sin que existiese una guerra total en el país?
El genocidio es un hecho incuestionable. Cualquier pretensión de negar este crimen contra la humanidad con el argumento de que no fue encontrada documentación oficial con órdenes explícitas de aniquilar a la población civil, a la luz de los hechos, no pasa de un abuso de la paciencia y, sobre todo, de una inaceptable subestimación de la inteligencia de cualquier individuo crítico.
Finalmente, sobre el asunto de la injerencia británica, no comprendemos a aquellos que la niegan con el argumento de que «no existen evidencias». Si extremáramos este método, empirista e inductivo hasta la médula, es posible imaginar que la «estricta neutralidad» británica solo podría ponerse en tela de juicio si, en algún archivo londinense, apareciese una foto de la propia reina Victoria tomando el té con Pedro II, Mitre y Venancio Flores, mientras contemplan un mapa del Paraguay.
Pero incluso si asumiéramos este neopositivismo y autocercenáramos cualquier tipo de deducción, existen «pruebas» suficientes de que el Reino Unido no fue neutral. Ni sus banqueros ni su gobierno ni su parlamento.
Como planteamos en otra edición de este suplemento: 1) Entre 1860 y 1865, la monarquía brasileña recibió 12.191.900 libras esterlinas de Casa Rothschild, principalmente para costear la guerra; 2) El gobierno de Mitre recibió 1,25 millones de libras en 1866 y 1,95 millones de libras en 1868 de la Baring Brothers para el mismo fin; 3) Existen registros de reclamos de Cándido Bareiro, representante paraguayo en Europa, al gobierno inglés por la violación de la «neutralidad» –envío de armas, construcción de buques de guerra, transporte de material bélico en navíos con bandera británica para pertrechar a los Aliados, etc.–; 4) Si a la financiación –a un único beligerante– agregamos la inocultable simpatía y las medidas de la diplomacia –esto es, del gobierno británico–, que se mostraron claramente favorables a la causa aliada, ¿de qué «falta de pruebas» nos hablan?
Evidentemente, la injerencia inglesa no es la única explicación de la Guerra Grande. Lo que afirmamos es que no se puede decir que el Imperio británico fuera neutral en ese conflicto. Y esto no supone sostener que los gobernantes de los países aliados no tenían intereses propios o que actuaban como simples marionetas animadas desde Londres, mucho menos los exime de sus crímenes. Una cosa no excluye la otra.
Una última reflexión. La recordación de los 150 años debe servir para extraer lecciones de la historia, no para demostraciones patrióticas ni para alardear de una supuesta «integración regional» posterior a la «redemocratización», que no existió debido a que persistieron las asimetrías en el Cono Sur. Paraguay fue destruido hace un siglo y medio. Esa derrota condicionó su desarrollo histórico. Su carácter de nación oprimida fue reforzado: no solo por la explotación del imperialismo hegemónico, sino también por las burguesías más poderosas de la región. La penetración territorial por medio del agronegocio y el saqueo escandaloso en el caso de las hidroeléctricas son solo una muestra de este problema.
Esta realidad requiere, por parte de la clase trabajadora brasileña, argentina, uruguaya y, por qué no, latinoamericana, una apropiación del estudio de este episodio histórico para expresar plena solidaridad con el pueblo paraguayo. Por otra parte, exige de la clase trabajadora paraguaya identificar en sus hermanos de clase de los países que compusieron la Triple Alianza no potenciales enemigos –porque la Guerra Grande no fue obra de esos pueblos sino de sus clases dominantes–, sino aliados en la lucha común por la segunda independencia –tarea inseparable de la liberación social– en su propio país y en el resto de Latinoamérica.
Notas
(1) Mitre, Bartolomé; Gómez, Juan. Polémica de la Triple Alianza: correspondencia entre el Gral. Mitre y el Dr. Juan Carlos Gómez. La Plata: Imprenta La Mañana, 1897, pp. 4-5.
(2) Doratioto, Francisco. Maldita Guerra: Nova história da Guerra do Paraguai. São Paulo: Companhia das Letras, 2002, pp. 458-462.
(3) Whigham, Thomas; Potthast, Barbara. «The Paraguayan Rosetta Stone: New Insights into the Demographics of the Paraguayan War, 1864-1870». Latin American Research Review, vol. 34, n 1, 1999, pp. 174-186.
(4) Doratioto, Francisco. Maldita Guerra..., pp. 91, 458, 461, 462.
(5) Holocausto paraguayo en la Guerra del 70. ABC Color. Disponible en: http://www.abc.com.py/articulos/holocausto-paraguayo-en-guerra-del-70-24852.html.
(6) Pomer, León. La guerra del Paraguay: Estado, política y negocios. Buenos Aires: Colihue, 2008, pp. 230-231.
(7) Baratta, María V. «Representaciones del Paraguay en Argentina durante la Guerra de la Triple Alianza [1864-1870]». Revista Sures. Foz do Iguaçu: UNILA, n 4, 2014, p. 50. Mary Mann fue la traductora al inglés de Facundo.
(8) Doratioto, Francisco. Maldita Guerra..., p. 456.