Turismo es violencia

Desde la otra cara del reparto de ganancias entre los empresarios –esa oscura trastienda del trabajo precario que no sale en la selfi– hasta la venta a sectores más pudientes de lo que son los lugares de vida de muchos, el turismo es pura violencia.

Turismo es violencia
Turismo es violenciaArchivo, ABC Color

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«Viajar, sí, hay que viajar, habría que viajar, pero, sobre todo, no hacer turismo» (Marc Augé, El viaje imposible)

Me gustaría no tener que escribir esto, pero nadie más lo hará. Por otra parte, lo que escribo yo carece de la repercusión del tipo de producto que paso a analizar, gracias a lo cual, para tranquilidad de mi conciencia –en el fondo soy eso que se llama una «buena persona», aunque nadie lo sepa– no hará mella. Voy a hablar de los efectos de la lógica mercantil en la ciudad y en sus habitantes, y a ilustrar esa lógica y sus efectos con dos modelos de negocio hoy en auge.

Acabo de leer una breve nota en el diario español El País (1) aparecida en mi timeline de tuiter por esos misterios de los timelines de tuiter. A primera vista ingenua, banal, alegrona, de obvio carácter publicitario con lista de locales amigos incluida, no es del todo irrelevante si se considera que integra un fenómeno global que en países marcados por desigualdades socioeconómicas profundas adopta formas preocupantes, fenómeno que, por ser el ejemplo que tengo a mano desde mi observatorio cotidiano, ilustraré con el caso paraguayo. Tomaré prestado el neologismo que la socióloga británica Ruth Glass acuñó en la década de 1950 y lo llamaré «gentrificación» en un sentido muy lato para extender su alcance más allá de lo estrictamente inmobiliario y abarcar, además, tanto los cambios que en el paisaje urbano y las relaciones interpersonales imprime el mercado cuanto la forma en la que productos y discursos como los que aquí comentaré invisibilizan a los sujetos menos favorecidos y más afectados por esos cambios.

La gentrificación es el reemplazo de unos grupos sociales por otros con mejores ingresos y más capacidad de consumo en un territorio. Su relación con el turismo ha quedado cada vez más clara desde que en la década de 1990 se empezaron a promocionar las ciudades como destinos para unas clases medias ávidas de sentir la «vida urbana», y la economía centrada en aplicaciones para móviles y la creciente demanda de «experiencias locales» permiten en la actualidad a este modelo de negocio imponer sus ritmos sobre los de los habitantes de muchas ciudades. Coherentemente con esto, la nota aparecida en mi timeline y publicada hace dos o tres semanas vende a un público global el centro y algunas otras zonas –así, el Mercado 4– de la capital paraguaya como espacios de consumo limpiándolas eficazmente para ello de realidad: en una Asunción feliz, irreconocible, «se multiplican las tentaciones gastronómicas», las vistas a la bahía (desde la Chacarita, barrio marginal, amargo, duro y pobre si los hay) son «excelentes», la «naturaleza subtropical», «omnipresente», la «riqueza cultural» –ah, ese mantra que se repite hace décadas–, «fascinante y desconocida», aunque «poco a poco los viajeros descubren su belleza» (y la noche está en lugares de moda, y la cultura también. Etcétera, etcétera).

Como decía, la nota puede parecer banal (podría estar en el folleto de una agencia de viajes –debería estarlo: sería lo honesto). Pero bajo su risueña superficie, el turismo es una de las batallas más cruentas en la lucha de clases. Desde la otra cara del reparto de ganancias entre los empresarios, esa oscura trastienda del trabajo precario que no sale en la selfi, hasta la venta a sectores más pudientes de lo que son los lugares de vida de muchos, el turismo es pura violencia. Su discurso y su estética invisibilizan el lado menos glamoroso –los bajos salarios, las jornadas de trabajo interminables– de su mecánica laboral, pero, sobre todo, el turismo forma parte del brutal proceso de expulsión de grupos sociales del centro físico de las ciudades, por un lado –la gentrificación stricto sensu–, y del imaginario colectivo sobre las mismas, por otro –la gentrificación en el sentido lato que decía supra–: doble expulsión, pues, geográfica y simbólica, que se consuma limpiamente con pocas denuncias, menos análisis y muchas complicidades.

Estos procesos de invasión del espacio físico y del espacio simbólico por el capital suponen el desplazamiento material en las ciudades de unos grupos sociales por otros con mayores ingresos y la expulsión de ciertos tipos de personas –con su fisonomía, su historia, su modo de hablar, relacionarse y vivir (ya simplemente poco atractivos, «feos», ya, en los casos más terribles, como el de Asunción, infernales)– de la imagen de las ciudades. Hablo, pues, de personas doblemente expulsadas: desplazadas geográficamente de sus lugares de vida y borradas gradualmente del espacio de reconocimiento intersubjetivo que son los discursos sobre esos lugares. El paisaje urbano cede paso a poblaciones nuevas y más interesantes para las industrias en auge, arrinconando con múltiples estrategias –desventajas laborales o comerciales, presiones inmobiliarias, etcétera– a las más antiguas o (disyunción inclusiva) menos pudientes. Paralelamente, las destinatarias del discurso sobre las ciudades serán cada vez más las primeras, lo cual supone la exclusión de las segundas de la vida política, tanto en un sentido, si se quiere, etimológico –el «ninguneo» en los debates públicos sobre los asuntos de la «polis», digamos– cuanto en el sentido de su deslegitimación, como estorbos para el imperativo mercantil de «reflejar» a esa nueva audiencia con imágenes idealizadas y aptas, por ende, para su reconocimiento narcisista como grupo, «generación», «sociedad», etcétera.

Esta exclusión de los sectores menos interesantes para la industria del conjunto de los destinatarios de los discursos sobre la vida de la ciudad suele lograrla la mera obediencia a las leyes de un mercado que exige segmentar audiencias y confirmar ideas ya aceptadas por el segmento de audiencia elegido. En esto cumplen un papel (y tampoco lo dice nadie, por lo cual también procedo a hacerlo yo) las plataformas de diseño de información tomada de diversas fuentes (plataformas que son la cara glamorosa, por seguir con los paralelos turísticos, de la oscura trastienda de los reporteros sin carisma, premios ni reconocimientos a cuyo rudo trabajo unos hipsters mucho más cool y aplaudidos aplican «innovadoramente» en sus bonitos coworkings diseños atractivos, léxico pequebú y viejas técnicas –scrollytelling, etcétera– de publicidad). Para cumplir sus fines comerciales (que la pionera, la mexicana Pictoline, justo es reconocérselo, nunca ocultó) de adaptar noticias a tendencias actuales de consumo, utilizan, como se hace en márketing, información brindada por las interacciones en línea para segmentar eficazmente su audiencia –algo que en el caso de la émula paraguaya de dicha empresa mexicana, curiosamente, se designa (al tiempo que se disfraza) con el paradójico eufemismo de «crear comunidad»–, adoptando sesgos notoriamente clasistas al hacerlo. Por eso el lenguaje estético, visual, verbal de esos sitios no refleja, como proclaman, a la juventud –suelen tener muchos seguidores de más edad–, sino a la burguesía: si predican la inclusión de modo explícito, perpetúan la exclusión tácitamente en las formas.

Estos dos modelos de negocio –el turismo y las plataformas como Pictoline y sus versiones paraguayas y de otros países– siguen la misma lógica mercantil. En el caso de las segundas, confirman, como decía, las ideas ya aceptadas por su target, desalentando perspectivas problemáticas y complejas, porque viven de explotar la creciente necesidad de los usuarios de proyectar una imagen en las redes a fin de fomentar el consumo simbólico –compartir, likear, retuitear– de sus productos como herramientas para la proyección de esa imagen, imagen que, a fuer de tal y con sus características asociadas de identidad y pertenencia, solo puede definirse por exclusión. El desplazamiento de unos sectores por otros avanza también aquí de modo en apariencia banal, inofensivo: gracias a la popularidad de esos diseños y la dependencia creciente de las redes sociales, la plataforma cobra importancia y la pequeña burguesía progresista gana espacios como única destinataria del discurso sobre asuntos que «conciernen a todos» y única interlocutora en el diálogo público.

Con mecanismos de romantización, falsificación, distorsión, omisión se consuma la expulsión de los sectores populares del espacio urbano y de sus representaciones. Doble gentrificación, en sentido geográfico y en tanto supresión de formas de apropiarse del espacio, de convivir y de vivir: atropello, en suma, que se perpetra en el ámbito de las subjetividades. La colonización del espacio que la gentrificación supone conlleva esta exclusión del discurso (verbal, visual, narrativo) como parte fundamental del proceso de dominación simbólica de unas clases sobre otras.

El despliegue territorial de las políticas neoliberales no se presenta siempre de modo abierto como tal: el packaging amistoso, progresista, del estilo declarado o los temas explícitos de un producto puede encubrir lo reaccionario del mensaje implícito más profundamente en su forma. El tono friendly de la nota turística publicada en estos días en El País –tan friendly como el aspecto progresista de nuestra versión local de Pictoline– maquilla su falsificación de la realidad de muchos y su invisibilización de los aspectos y de las personas invendibles del infierno asunceno, pero no impide que sean una bofetada.

El estilo infantil de la nota de El País y la infantilización de la audiencia de Pictoline y sus émulos –estrategia publicitaria esta de la puerilidad que, como se sabe en mercadotecnia, no se dirige a la juventud sino a las clases medias– refuerzan procesos de gentrificación en el sentido lato aquí empleado. No son, en absoluto, casos aislados. Con formas, imágenes, palabras, colores, desde muchos lugares se reproduce la tramposa idealización del infierno ajeno para vender como pintoresca a los turistas la desgracia de los más manteniendo sana la buena consciencia de los menos. A los luminosos boliches en los cuales, según la nota de El País, palpita la radiante y (qué ironía) «diversa» vida nocturna de Asunción, la verdadera noche –ese abismo que se traga tantas almas– nunca entra: no puede costear el derecho de admisión y permanencia. Se queda afuera. Merodea en torno pidiendo monedas –caterva de niños yonquis en pos del chespi que apague su cerebro para soñar por un rato que escapan de sus vidas de mierda– y se va apagando ante sus puertas.

Notas

(1) «Un día en Asunción, la animada y desconocida capital de Paraguay», El País, 17/12/2019 (https://elviajero.elpais.com/elviajero/2019/03/14/actualidad/1552560451_506296.html).

montserrat.alvarez@abc.com.py

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