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Como llegan las fiestas de diciembre, vamos a contar la historia de dos hermanos nacidos la víspera de Navidad y la víspera de Año Nuevo: Berthold y Emanuel Lasker. Los dos, en su apogeo, estuvieron entre los veinte principales ajedrecistas del mundo, y los dos desposaron notables escritoras. El mayor, Berthold, nació en Nochevieja, el 31 de diciembre de 1860; el menor, Emanuel, nació en Nochebuena, el 24 de diciembre de 1868. A los dos los vio nacer Berlinchen, el «pequeño Berlín», entonces en la provincia prusiana de Brandenburgo –y hoy Barlinek, en Polonia–, uno de esos pueblos aparentemente aburridos para nuestra impaciencia actual pero cuya fuerza se desborda en la algarabía de las fiestas, el bullicio de los días de mercado, las antiguas alegrías esenciales.
La primera esposa de Berthold fue la célebre poeta Else Lasker-Schüler. La única esposa de Emanuel fue Martha, Martha Bamberger por nacimiento, Martha Cohn por matrimonio y L. Marco por el seudónimo con el que firmaba sus textos satíricos en el Berliner Morgenpost y el Simplicissimus. Martha, duende de la comedia, fue una dotada humorista que compartió con Emanuel una larga vida de alegría y unión. Else, figura trágica, dio a Berthold ardientes años de intensidad y conflicto, y la melancolía de un distante final.
Berthold abrió y cerró la década de 1880 ganando torneos, en 1881 con Tarrasch y en 1890 con Emanuel, que se convertiría en campeón mundial durante veintisiete años. Emanuel y Martha partieron juntos al exilio y permanecieron unidos hasta el fin. Murieron en Nueva York, Emanuel primero –Martha no tardó en seguirlo–, en el Hospital Monte Sinaí en 1941. Ya no era campeón mundial; había perdido el título contra un genio mucho más joven con el que se encontró por primera vez cuando en 1906, como distinguido matemático, no como refugiado, visitó Estados Unidos y una noche, en el Club de Ajedrez de Manhattan, jugó con ese chico todavía desconocido, apuesto y moreno, de diecisiete años. Era 1906; aún no existían la Gran Guerra, la subida al poder del partido nacionalsocialista ni el exilio: solo la magia del tablero, imago mundi, y el maestro prusiano había tendido la mano con asombro al joven vencedor llegado del sur, de la isla de Cuba. Se llamaba Capablanca.
Esta es, como puede verse, una historia de tableros y de mesas de clubes y cafés. Berthold, jugador de cafés por temperamento, en sus días de estudiante de medicina había llevado a Emanuel a conocer la emoción de las apuestas en las mesas de Berlín, entonces llenas de buenos ajedrecistas.
Aquella Berlín mutó con el nuevo siglo. En 1910 –el año en el que «todos los armazones empiezan a crujir», dirá Gottfried Benn–, Kurt Hiller abrió el Neopatetisches Cabaret y apareció la histórica revista Der Sturm, de cuyo fundador, Georg Lewin, a.K.a. Herwarth Walden, con el que se había casado tras divorciarse de Berthold en 1903, Else se divorció en 1911, poco antes de conocer al gran escritor –y médico, como Berthold– que acabamos de citar, Gottfried Benn.
Y como esta es una historia mutante, ese animado universo berlinés del alba del joven siglo XX también se apagó. Meses después de que Else recibiera el premio Kleist en 1932, un grupo de nazis le dio una horrible golpiza. Else huyó del país. Berthold ya había muerto, en 1927. Al año siguiente, 1933, Emanuel y Martha, confiscados todos sus ahorros, tuvieron que partir para errar por Suiza, Inglaterra, Rusia y recalar, al cabo, en Nueva York. Pero ya al llegar la Navidad de 1919, con la gripe española sembrando la muerte luego del ahogamiento en sangre de la revolución espartaquista en enero, las sombras pesaban más que la luz.
Esta es una historia de fantasmas, donde todo lo sólido se desvanece en el aire. Los viejos tiempos en los que en las mesas del Café Bauer y el Kaiserhof jugaban maestros como Von Bardeleben, Tarrasch, Cohn o el brillante estudiante de medicina Berthold, cuando aún no era el doctor Lasker, cuando arrastraba al adolescente Emanuel al entusiasmo insomne de las tertulias, las calles y las ideas y cuando, en sus Dreihundert Schachpartien (Trescientas partidas de ajedrez, 1925), Tarrasch escribía sobre él que era un «jugador genial, pero por desgracia no reconocido en su justo valor debido a su carácter nervioso», habían quedado atrás, como un lejano recuerdo. Hemos querido celebrarlos hoy, ahora que llegan las fiestas de diciembre en las que nacieron Berthold y Emanuel, porque solo perece lo que se olvida.
juliansorel20@gmail.com