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El auge del neoliberalismo desde la última década del siglo XX –y su correlato en el terreno metodológico, la microhistoria– consolidó, sobre todo en medios académicos, una premisa que sus ideólogos afirman irrefutable: el Imperio británico, aunque hegemónico en el siglo XIX, no tuvo interés en la Guerra contra Paraguay y, consecuentemente, mantuvo en ella una «estricta neutralidad».
Esta polémica es ineludible. No se puede estudiar una guerra solo en su esfera local, aunque algunos especialistas, para salir del paso en esta discusión, repitan el mantra «la guerra fue regional». Ese reduccionismo es grave. Primero, porque no explica nada: es obvio que hasta cierto punto toda guerra es regional. Segundo, porque desde el siglo XVI no cabe ignorar la existencia de una economía y una política a escala mundial que inciden con mayor o menor fuerza en las peculiaridades regionales que son parte de esa totalidad.
Con este enfoque metodológico, sostengo que la tesis de la neutralidad británica es falsa.
No pasa de ser una interpretación –como tal, derivada de determinada visión ideológico-política del mundo– que omite de manera inaceptable hechos documentados.
A esta altura, es posible que algún lector se sienta tentado a asociarme con posiciones similares a las del escritor brasileño Júlio José Chiavenato u otros revisionistas; o bien con la literatura nacionalista o ciertos caricaturistas del marxismo adictos al chauvinismo y al culto a la personalidad de los héroes patrios. Sería una conclusión apresurada e injusta.
Para despejar el terreno, conviene esclarecer que mi único acuerdo con algunos autores revisionistas es la necesidad de denunciar los crímenes de la Triple Alianza contra una nación históricamente oprimida, y de desentrañar la política de Gran Bretaña ante la Guerra Grande. Es todo. No comulgo con exageraciones ni esquemas interpretativos que remitan a teorías de la conspiración, siempre simplificadoras, para explicar las causas de la Guerra.
Digo más: cualquier planteamiento que sugiera que los gobernantes de los países aliados no tenían intereses propios o que actuaban como simples marionetas animadas desde Londres supone un reduccionismo que abre flancos imposibles de defender seriamente en el debate con los apologistas de la Triple Alianza. Nada más alejado de mis intenciones que expiar las atrocidades perpetradas por los gobiernos «civilizadores» de Paraguay.
Delimitado lo anterior, dediquémonos al debate de fondo.
La autodenominada Nueva Historiografía, que encontró en el historiador brasileño Francisco Doratioto uno de sus voceros más calificados, sostiene que el Imperio británico fue neutral durante el conflicto (1). Es más, que incluso se opuso a la Guerra.
En realidad, la tesis de Doratioto no es original. Se apoya en postulados de historiadores británicos –como Desmond Platt, Edward N. Tate o Leslie Bethell– que aseguran que el Imperio británico tuvo una política de «no interferencia» en Latinoamérica durante el siglo XIX. Sí, lo que leyeron.
No negamos a nadie el derecho de interpretar los hechos como le plazca. En ese proceso, puede incluso deformarlos. Pero eso no los cambiará; los hechos suelen ser testarudos.
Y los hechos muestran que Londres no fue indiferente ni neutral en la Guerra contra Paraguay. Ni sus banqueros ni su gobierno ni su parlamento.
El general prusiano Clausewitz escribió que «la guerra es la continuación de la política por otros medios». Y, citando a Lenin, agrego que «la política es la expresión concentrada de la economía».
Llevar estas premisas al terreno bélico implica estudiar la posición política de la clase dominante británica –y, por ende, de sus gobiernos y su Estado– antes y durante las acciones militares.
Entre 1860 y 1865, la Corte de Río de Janeiro recibió 12.191.900 libras esterlinas de la banca inglesa por intermedio de la Casa Rothschild (2). Un monto que representaba el 51% del total del comercio exterior brasileño hacia 1860. En ese periodo, el comercio exterior paraguayo apenas superaba las 560.000 libras. Pedro II transfirió parte de esos recursos a sus aliados argentinos y uruguayos en forma de préstamos. Esto está documentado.
El gobierno de Mitre recibió 1,25 millones de libras en 1866 y 1,95 millones de libras en 1868 de la Baring Brothers para costear la invasión de Paraguay (3). Estos empréstitos se sumaron a los 2,6 millones de libras de deudas anteriormente asumidas con banqueros londinenses (4).
Estos datos deberían ser concluyentes. En la guerra entre Paraguay y la Triple Alianza, el capital británico financió exclusivamente a un bando: la Triple Alianza. Este es el hecho fundamental que materializa la posición política del Imperio británico.
Pero además de la financiación existen otros hechos: 1) el rosario de informes hostiles a Paraguay firmados por los agentes diplomáticos ingleses en el Plata; 2) que Londres –por intermedio de su representante E. Thornton– expresara al canciller paraguayo en diciembre de 1864 que el Imperio de Brasil tenía «el derecho de pedir satisfacción por las ofensas que tuvieron que aguantar sus súbditos» en territorio oriental, justificando así la agresión brasileña a Uruguay a sabiendas de que Solano López había advertido que sería considerada casus belli por Paraguay; 3) que Thornton no solo participara de reuniones del gabinete de Mitre sobre el problema uruguayo al lado del diplomático brasileño Saraiva sino que además estuviera presente en la sesión secreta del Congreso argentino que ratificó el Tratado secreto de la Triple Alianza; 4) los reclamos de Cándido Bareiro, representante paraguayo en Europa, al gobierno inglés por la violación de la proclamada «neutralidad» –envío de armas, construcción de buques de guerra, transporte de material bélico en navíos con bandera británica a través del Río de la Plata para pertrechar a los Aliados, etc. (5)–. Si a la financiación agregamos estos elementos en el análisis, las medidas de la diplomacia –esto es, del gobierno británico– se muestran claramente favorables a la causa aliada.
La injerencia inglesa no es, por supuesto, la única explicación de la Guerra Grande. Lo que sostengo es que no se puede afirmar que Londres fuera neutral en ese conflicto. Los hechos desmienten esta premisa.
Como no es posible ignorar tamaña evidencia, la Nueva Historiografía apela a un subterfugio: que ni los empréstitos ni los movimientos de los diplomáticos ingleses en la región tenían relación con la política oficial británica.
En este sentido, Doratioto escribe: «el capital no tiene ideología y busca la mejor remuneración asociada al menor riesgo». Y remata: «en cuanto a Inglaterra, hay que distinguir su gobierno de sus banqueros. El gobierno inglés se mantuvo neutral en el conflicto […]».
Pues bien, ahora sí entramos en el debate interpretativo.
No podía existir una separación taxativa entre gobiernos –el gabinete británico– y capital –los banqueros de Londres–.
En cualquier Estado burgués, desde el más adelantado hasta el más atrasado, los gobiernos actúan al servicio de los capitalistas o, más precisamente, de sectores de capitalistas.
Marx y Engels definieron en 1848 que «el gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa» (6). En una sociedad dividida en clases sociales con intereses antagónicos no existen capitalistas «apolíticos» o sin ideología, como no existe un aparato de Estado «neutro». No son los gobiernos los que dictan el pensamiento o las acciones de los capitalistas: son los capitalistas, o los sectores de capitalistas que monopolizan el poder, los que determinan la política interna y externa de los Estados en todos los terrenos.
Por lo tanto, el divorcio entre gobiernos y capitalistas es falaz.
Evidentemente, un banquero o cualquier otro capitalista siempre buscará el mayor lucro. Pero sería absurdo suponer que esa búsqueda no sigue criterios políticos. ¿Es serio creer que en una guerra los banqueros financiarán un bando al que políticamente sean contrarios, o que, a la inversa, se privarán de financiar al bando con el que identifican políticamente sus intereses actuales o potenciales?
Que los banqueros ingleses no le prestaran al Estado paraguayo y sí a los Aliados tiene una explicación política, no meramente basada en cálculos de mayor o menor riesgo financiero.
Por ejemplo, en marzo de 1865 el Congreso paraguayo dio la potestad a Solano López para contratar préstamos de hasta 25.000.000 de pesos fuertes en plazas internacionales, ofreciendo como garantía yerbales y tierras públicas. Cándido Bareiro fue autorizado a negociar financiación de hasta 4.000.000 de pesos fuertes en Europa (7). Ningún banquero «apolítico» le prestó un penique. Si se debió a la percepción de que prestar a Paraguay era una inversión más «arriesgada», ¿cómo se explica que en 1871 y 1872, con el país destruido y dos tercios de su población perdidos, casas bancarias británicas sí aceptaran conceder créditos a los gobiernos paraguayos de posguerra? ¿Acaso desde la perspectiva de un banquero londinense en el fantasmagórico Paraguay de 1871 existían mejores garantías materiales de «cumplir el compromiso» que en 1865? Si quienes opinan que nadie en su sano juicio hubiera prestado dinero a Paraguay en 1865 fueran consecuentes con su propio razonamiento, estarían obligados a concluir que los banqueros que lo hicieron en 1871 se habían escapado de un manicomio.
El gobierno y la diplomacia británicos pudieron declararse oficialmente neutrales. Pero lo que importa es que, en la práctica, no lo fueron. Dieron cobertura política a los banqueros y otros capitalistas ingleses –a ambos lados del Atlántico– que brindaron recursos materiales indispensables a los Aliados.
¿Por qué el capitalismo británico colaboró con la derrota de Paraguay? Evidentemente, no porque el Paraguay del 1864 fuera una gran «potencia industrial» o estuviera en vías de serlo. No porque la economía paraguaya fuera una amenaza para la industria o el comercio inglés que señoreaban la región. Esos son desvaríos nacionalistas.
La explicación es que la Guerra significó un choque entre dos modelos de acumulación capitalista –no entre el capitalismo y un supuesto protosocialismo «antiimperialista», como sugiere un extraviado sector de la «izquierda»–.
Un modelo se asentaba en el laissez faire y endiosaba las inversiones extranjeras como motor del progreso económico. El otro, aunque dominado por las dictaduras de Francia y de los dos López, era un modelo políticamente independiente, proteccionista, estatista.
Es sabido que, desde la crisis terminal y posterior desintegración de los imperios ibéricos, Londres impulsó el primer modelo, basado en el librecambio y en el sacrosanto principio de la libre iniciativa privada. Consecuentemente, en la segunda mitad del siglo XIX el capital británico tenía más intereses en Brasil –entonces tercer mercado consumidor de productos ingleses– y Buenos Aires que en el pequeño y «cerrado» Paraguay. Las burguesías de esos países eran las principales socias (menores) del Reino Unido en la región. No la de Paraguay.
Esas dos potencias regionales tenían sus propias querellas históricas con nuestro país: límites, libre navegación y rechazo de los «monopolios estatales».
Destruido Paraguay, el capital británico –en la medida que las caóticas circunstancias permitían– penetró en el país vencido. Pero, principalmente, afianzó los preexistentes lazos de dependencia en Brasil y Argentina, las exhaustas naciones vencedoras. En los años siguientes, el endeudamiento y las inversiones provenientes de Londres crecieron exponencialmente en esos Estados (8).
Si la responsabilidad principal por la deflagración de la guerra y, sobre todo, por su continuación hasta la completa destrucción de Paraguay es de los gobiernos de Pedro II, Bartolomé Mitre y Venancio Flores, que obedecieron a sus propios intereses, es también un hecho demostrado que no llevaron adelante esa empresa con el poderoso Imperio británico «en contra».
Todo lo contrario. El hecho comprobado es que el financiamiento inglés –que garantizó buena parte del esfuerzo de guerra aliado– y otros aportes se otorgaron a un único lado beligerante con el conocimiento y beneplácito más o menos disimulados del gobierno de Su Majestad. Y eso es lo opuesto a la neutralidad británica que los apóstoles de la pretendida «última palabra» en el estudio de la Guerra predican.
Que los escribas liberales o neoliberales intenten salvar la ropa a los imperios de ayer y hoy es natural y comprensible. Pero no es tarea de la izquierda, y mucho menos del marxismo, facilitárselo asumiendo imprecisiones fácticas propias del nacionalismo.
Notas
(1) Francisco Doratioto: Maldita Guerra. Sao Paulo, Companhia das Letras, 2002.
2) Anderson Caputo: «Origem e história da dívida pública no Brasil até 1963», en Caputo, Oliveira de Carvalho, Ladeira de Medeiros (org.), Dívida pública: a experiência brasileira, Brasilia, Secretaria do Tesouro Nacional: Banco Mundial, 2009, pp. 42-45.
3) Leslie Bethell: «O imperialismo britânico e a Guerra do Paraguai», Estudos Avançados, Universidad de São Paulo, 1995, vol. 9, n. 24, p. 275.
4) Diego A. Brun: «La Guerra del Paraguay: tres modelos explicativos», Revista Paraguaya de Sociología, Asunción, Cepes, 1989, vol. 26, n. 74, p. 187.
5) El tráfico de armas –siempre para los Aliados– también se realizó vía Francia y Bélgica. Y siempre contó con la «vista gorda» de Londres y de esos gobiernos europeos.
(6) K. Marx, F. Engels: Manifiesto del Partido Comunista, 1848.
(7) Documento oficial del 15 de marzo de 1865. Disponible en: <http://bibliotecanacional.gov.py/bn_documento/documento-oficial-del-15-de-marzo-de-1865/, consultado el 02/10/2019.
(8) Durante el periodo imperial de Brasil (1824-1888) fueron contratados en Londres 15 empréstitos; el 40% se acordó entre 1865 y 1888. Ese año, la propia diplomacia británica en Río de Janeiro afirmaba que Brasil era el mayor deudor de Sudamérica, estimando su deuda total en £ 72.097.230.
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