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«Buenos Aires se ve
tan susceptible
Ese destino de furia es
lo que en sus caras persiste»
Gustavo Cerati, En la ciudad de la furia
Hoy, a una semana de distancia, los últimos días del pasado mes de septiembre en Paraguay se revelan retrospectivamente como un compendio trino de paradojas socioculturales. El viernes 27, una protesta frente a la Catedral de Asunción nos recordó, una vez más, que, con su acoso demostrado contra la alumna Belén Whittingslow calificado por la fiscala del caso de simple «galanteo», el profesor de la Universidad Católica y miembro del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados Cristian Kriskovich sigue impune. El sábado 28 se publicó la noticia de que un tribunal de Paraguarí le ahorró la cárcel a un hombre que ha abusado sexualmente de su hijastra desde que la niña tenía siete años hasta que tuvo nueve y de que el juez celebró que le hubiera eyaculado en la boca sin penetrarla porque la ausencia de penetración permitía «apostar» por él, «un buen tipo, preparado, mitã’i porã». El domingo 29, un grupo autodenominado provida y profamilia atacó a pedradas a los participantes de una marcha por los derechos de las personas LGBTI en la ciudad de Hernandarias. En la ciudad de la furia. Hernandarias se ve…
«…tan susceptible
Ese destino de furia es
lo que en sus caras persiste…»
La joven Belén Whittingslow está asilada en Uruguay, donde su celular, al ser peritado, dio a las autoridades uruguayas pruebas fehacientes de que Kriskovich la acosaba y de que, luego de amenazarla, la implicó en un caso de compra de notas, por lo cual en ese país es considerada víctima de acoso sexual y de acoso judicial. Los grupos provida y profamilia no atacan a pedradas a Kriskovich. Un juez llama «buen tipo» (¿qué sentirá la niña ante esas palabras?) al hombre que obligaba a su hijastra de 7 años a practicarle felaciones y que le eyaculaba encima. Los grupos cuyo lema es «Con mis hijos no te metas» no atacan al juez ni al padrastro a pedradas. Para prohibir la marcha del domingo 29 con un decreto, el intendente de Hernandarias declaró a esa ciudad provida y profamilia; el artículo 32 de la Constitución le impidió prohibir la marcha, pero no impidió los ataques a los participantes, cuyos rostros ensangrentados a pedradas vimos, como vimos, impotentes, los crucifijos que enarbolaban ante ellos, las banderas quemadas, la camioneta que intentaba atropellarlos, los golpes, las humillaciones.
Todas estas formas de opresión y discriminación forman parte de una misma estructura, a un tiempo cultural y política, institucional y cotidiana, pública y privada, estatal y callejera, que dan a unos ventaja sobre otros y desmantelan así las ficciones democráticas. Pero hoy, por mero pretexto de las efemérides, tomaremos como indirecto núcleo de estas líneas los hechos del último domingo de septiembre, los ocurridos exactamente una semana atrás. Pretexto de las efemérides porque este año se cumple un siglo desde que la República de Weimar sucedió al Segundo Imperio alemán en 1919 y abrió un tiempo de visibilidades y conquistas, diversión y libertad, y medio siglo desde que una violenta redada policial en el Stonewall Inn de Nueva York en 1969 dio paso a luchas de millones de personas por sus derechos en todo el mundo.
Hay una historia, cuyo inicio podrían ser los juicios de Oscar Wilde, que atraviesa el fugaz esplendor de las noches de Weimar, pronto sepultadas bajo paladas de patriótico barro del Reich, para tomar forma organizada en los años que siguieron a la revuelta de Stonewall: la historia de la lucha de las personas LGBT por el reconocimiento, que es la de un inevitable cuestionamiento a lo «natural» (como si en la cultura humana –valga la redundancia– algo fuera natural).
Hoy la mayoría de los activistas LGBT se ocupa principal o únicamente de los derechos de las personas LGBT, pero en la era Stonewall apoyaban con igual fuerza otras luchas, como las de los Black Panthers. Hoy destila nacionalismo incluso parte de la izquierda, pero en la era Stonewall los grupos LGBT estadounidenses integraban el Frente de Liberación Gay, llamado así por el de Vietnam. Y si encuentro esas revueltas neoyorquinas simbólicamente adecuadas como hito de inicio de un movimiento político que fue radical porque empezó a criticar a toda la sociedad en conjunto, y no solo en cuanto a los derechos de un colectivo, es porque esa radicalidad se adecua bien a lo mejor de la tradición revolucionaria asociada a una clientela de clase trabajadora y variopinto origen étnico como la del Stonewall Inn, por más que esa diversidad étnica y esa mayoría trabajadora no se suelan mencionar en las adecentadas versiones nostálgicas de los hechos.
Los años de la República de Weimar fueron los de la primera revista homosexual conocida, Der Eigene, del damenklub Violetta, donde se imprimía la revista lésbica Die Freudin, del primer bar travesti de Berlín, Eldorado, del Instituto de Investigación Sexual fundado –hace este año también un siglo, en 1919– por Hirschfeld, de la película –que también cumple un siglo este año– de Richard Oswald Anders als die Andern, de 1919, en la que Conrad Veidt (ese espectral Cesare del Gabinete del doctor Caligari) interpreta al primer protagonista gay en la historia del cine. En 1933, con los nazis en el poder, esas revistas fueron prohibidas; esos lugares, cerrados; el archivo del Instituto de Hirschfeld, quemado; el debate sobre los parágrafos 175 y 218, que penaban, respectivamente, las relaciones eróticas entre miembros del mismo sexo y el aborto, clausurado. Las tensiones con los sectores más conservadores de la sociedad alemana fueron parte de la República de Weimar, pero el clima del Reich dio a esos sectores la ventaja absoluta. (Y, sobre el punto, dicho de paso, mucho se ha hablado y se habla del holocausto judío –se pretende incluso que sea único, el peor, sin parangón, pretensión de una mezquindad y una insolidaridad monstruosas–, y demasiado poco del de los gitanos, los homosexuales, etcétera, lo que no es por mera casualidad. Pero esto es tema para otro artículo.)
Nunca está de más recordar la dimensión política de la sexualidad y los inevitables efectos que en la sexualidad tiene la política cuando, como ha ocurrido hace hoy una semana en la ciudad paraguaya de Hernandarias, por adoptar un carácter coercitivo la imposición de lo «natural» se desmiente a sí misma, y esa «normalidad» que necesita someter con violencia se revela, en su violencia, anómala. Violencia cobarde, que con el respaldo de la autoridad y el consenso niega al otro, cuando lo valiente es saludar al otro, como valiente también es saberse otro: «Mi hombría», dijo Pedro Lemebel, «es aceptarme diferente».