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Cualquier falsificación de la realidad, pasada o presente, resulta perniciosa para la clase trabajadora en su lucha por mejorar sus condiciones de existencia materiales y culturales. La clase dominante posee plena conciencia de esto. De ahí su empeño para imponer al resto de la sociedad –por medio de una poderosa superestructura– los valores y la visión del mundo que mejor sirven a la perpetuación de sus privilegios. Marx y Engels ya lo dijeron en 1845: «Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante» (1).
Pero el estudio de la historia se basa en hechos; no admite deformaciones y requiere rigor científico. Por eso, no se pueden combatir mitos creando otros mitos.
Un mito que lamentablemente fue asumido por parte de los que se reivindican a sí mismos de «izquierda» y hasta marxistas, es el supuesto «igualitarismo social» que imperó durante la dictadura del doctor José Gaspar Rodríguez de Francia [1814-1840]. El 20 de setiembre se cumplieron 179 años de la muerte del tan venerado como temido Karai Guasu, pero es evidente que el mejunje de realidad y ficción que ronda su figura sigue más vivo nunca.
Lo notable es que el mote de «nivelador» y los análisis que aseguran que en Paraguay «se diluyeron las clases sociales» entre 1813 y 1840 fueron funcionales a las dos corrientes de interpretación histórica tradicionales –y que a su tiempo llegaron a adquirir estatus «oficial»–: el liberalismo y el nacionalismo burgués, en todas sus variantes. Los primeros lo utilizaron para denostar la figura del doctor Francia; los segundos, para rendirle pleitesía.
Pero lo que comenzó como exageración, en algunos casos degeneró en delirio. Sobre todo cuando algunos autores sostienen que El Supremo no fue solo un «jacobino», esto es, un revolucionario ilustrado radical, sino que defendió un proyecto «protosocialista». En otras palabras, Francia se habría adelantado al menos 35 años al propio Manifiesto Comunista.
Pues bien, mientras más rápido estas premisas sean descartadas por quienes reivindican el marxismo, o al menos se consideran «de izquierda», más pronto estaremos en condiciones de comprender cabalmente ese capítulo de nuestra historia desde una óptica materialista y dialéctica.
Ni Francia era igualitarista ni las clases sociales se «diluyeron» durante su mandato. No por un problema moral u otro motivo esencialmente subjetivo. No por alguna razón que ataña estrictamente al individuo llamado José Gaspar de Francia. No fue igualitarista –y mucho menos «protosocialista»– porque al Dictador le tocó vivir y gobernar la naciente República en una época histórica en la que ni lo uno ni lo otro estaba planteado objetivamente.
Es imperioso entender que el doctor Francia, como individuo, fue una pieza importante de un proceso socioeconómico-político mucho mayor que él: la época de las revoluciones burguesas, que en América Latina se expresó como una secuencia continental de revoluciones anticoloniales, es decir, esencialmente políticas que, según cada caso, fueron más o menos avanzadas en el terreno social. El Dictador paraguayo fue fruto de ese contexto histórico, no al revés.
Y es innegable que, por razones externas e internas ajenas a su voluntad, el doctor Francia fue mucho más allá de lo que aparentemente pretendía: nacionalización de las tierras; política de arrendamientos a precios módicos para un sector de labradores; monopolio estatal del comercio de los principales rubros de exportación, etc. Todas medidas ciertamente progresivas y muy avanzadas en el contexto regional.
El propio historiador brasileño Francisco Doratioto, insospechado «francista», admite que: «El Estado guaraní era dueño, a mediados del siglo XIX, de casi 90% del territorio nacional y prácticamente controlaba las actividades económicas, pues cerca de 80% del comercio interno y externo era de propiedad estatal» (2).
Pero las confiscaciones de una parte de la antigua y tradicional clase propietaria y las consecuentes nacionalizaciones no eliminaron la sociedad de clases ni la economía mercantil. Al contrario, opino que sentaron las bases para una posible dinámica de desarrollo capitalista más acelerado. Y, como sostenía Lenin: «No puede haber igualitarismo en la producción mercantil» (3).
Así, la primera premisa que planteo al lector o lectora es: el doctor Francia tenía un proyecto burgués –por supuesto aplicado a las condiciones concretas del caso paraguayo, que heredó de la Colonia fuerzas productivas muy atrasadas–, de ninguna manera «socialista».
Tampoco «igualitarista». Precisamente por tratarse de un proyecto que, en dinámica, apuntaba a instaurar –aunque aquello demorase décadas– el modo de producción capitalista como hegemónico.
No debemos perder de vista que, por su propia naturaleza de clase, ninguna revolución burguesa aspiró jamás a una completa democratización de la sociedad. Ni mucho menos pretendió ningún tipo de «igualitarismo». Cuando los revolucionarios burgueses de los siglos XVIII y XIX, incluso los más radicales, luchaban por la libertad, se trataba de libertad para su clase, para ellos y los suyos; nunca para las clases explotadas ni para los oprimidos.
Hubo episodios excepcionales y relativamente cortos en los que sectores de la pequeña burguesía dirigieron el proceso, en general con más osadía que la gran burguesía, pero incluso en esos casos lo hicieron al servicio de un proyecto capitalista. Esto se debió a que, históricamente, la pequeña burguesía no tuvo, tiene ni tendrá un papel independiente, ni económico ni político, en la lucha de clases. Simplemente porque no es una clase fundamental en la sociedad burguesa.
Por otro lado, algunas revoluciones burguesas ciertamente engendraron sectores igualitaristas, es decir, que no solo reivindicaron la plenitud de derechos políticos sino que también cuestionaron, de manera pionera, la propiedad privada. Es el caso, por ejemplo, de los diggers (el ala radical de los Niveladores) durante la Revolución Inglesa del siglo XVII; de los indomables Furiosos (enragés)] en medio de la Revolución Francesa –que fueron aplastados por los propios jacobinos–; o bien el caso más emblemático, el de François Babeuf, que en 1796 organizó la fracasada «Conspiración de los Iguales» contra el Directorio que tomó el poder luego de la reacción termidoriana. Babeuf tuvo el mérito de haber superado programáticamente a diggers, jacobinos, hebertistas y enragés –defensores todos de la igualdad en los marcos de la pequeña propiedad– cuando osó propugnar la abolición de la propiedad privada. Babeuf fue guillotinado, pero su ideario sirvió de inspiración para generaciones futuras.
Examinando lo anterior, podría argumentarse que el doctor Francia, aunque de manera individual y utópica, defendía un programa similar. Pero esto tampoco es verdadero. Ninguna de las ideas que señalamos está presente en los escritos del Dictador. Tampoco en su obra.
No solo las clases sociales no se fueron «nivelando» sino que los indígenas reducidos –alrededor del 30% de la población– continuaron segregados en sus pueblos o reducciones, controlados por «corregidores» blancos y sujetos a la obligación de acudir como fuerza de trabajo, en general gratuita, ante cualquier requerimiento del Estado.
Los negros, que representaban alrededor del 10% de la población, en buena medida continuaron sometidos a esclavitud. Otra parte fue desterrada a un paraje llamado Tevego, en el norte del país, un «pueblo de negros» que debía servir de «antemural» frente a las terribles incursiones de los indígenas guaycurúes que atacaban frecuentemente el poblado de Concepción.
De hecho, los esclavos confiscados a los españolistas, a los porteñistas, a los conspiradores locales o a la Iglesia católica no fueron liberados sino que pasaron, todos, a ser propiedad del Estado, que los forzaba a trabajar en las obras públicas y en las Estancias de la República. El propio Dictador –como después la familia López– tenía esclavos domésticos, y no dudaba en atacar a sus enemigos acusándolos de «mulatos».
Si la llamada izquierda no reconoce esto, si no lo explica, simplemente está siendo connivente con estos horrendos tipos de explotación ocurridos durante el siglo XIX. ¿No es esto gravísimo?
Peor aún, este último problema –que hace parte del nocivo culto a la personalidad de los héroes nacionales por parte de la izquierda «patriótica»– abre un flanco completamente indefendible en la polémica entablada con el liberalismo.
Como la izquierda nacionalista se convenció de que su deber es añorar un inexistente paraíso social –«sin pobres ni analfabetos»– en el Paraguay de preguerra, termina sirviendo en bandeja a no pocos liberales la necesaria crítica a la esclavitud negra y hasta a la explotación del indígena. ¡Figurémonos qué paradoja!
Es un hecho innegable que el doctor Francia, un abogado acomodado, fue obligado a atacar los intereses de un sector de la oligarquía tradicional de la ex provincia, sobre todo al que tenía más conexiones con el comercio exterior.
Pero eso no hace del suyo un «gobierno popular», como lo cataloga el nacionalismo llamado de izquierda. Simplemente demuestra que existió una lucha entre facciones burguesas y que el doctor Francia, apoyándose en sectores sociales propietarios pero no tradicionales, tuvo un lado en ese embate.
Por supuesto que es admisible reconocer que, en el siglo XIX, el sector burgués nacionalista y proteccionista, encarnado en El Supremo, era «más progresivo» –en un sentido capitalista– que el antinacional y librecambista. Pero esa premisa no les quita el carácter burgués ni a los unos ni a los otros.
En suma: para polemizar con el liberalismo rancio y antinacional, insisto, no es necesario recrear ningún edén socioeconómico con sede en el Paraguay anterior a 1864. No es necesario exagerar nada ni adorar a los padres del capitalismo nacional. Esto es incompatible con el marxismo, una doctrina científica que no admite ningún tipo de culto a la personalidad. Eso no es marxismo, es estalinismo.
Una postura de ese tipo, además de no tener relación con el método científico del estudio de la historia, nada aporta en el debate con los apologistas de la Triple Alianza.
La discusión de fondo con el liberalismo es más compleja. Es sobre si el período comprendido entre 1813 y 1870 fue progresivo o fue un retroceso en una escala histórica y global.
Lo fundamental, para la izquierda, es demostrar que, en el contexto del siglo XIX, el proyecto burgués de independizar la nación de la metrópoli ibérica y de la submetrópoli porteña, es decir, de romper los lazos coloniales, fortalecer el Estado nacional y, por encima de todo, nacionalizar la tierra, era esencialmente progresivo y, por lo tanto, constituía un modelo que debía ser defendido.
Y el doctor Francia sin duda cumplió un papel central en la ejecución de ese programa democrático y anticolonial. Punto. Lo demás es anacronismo o simplemente falsificación histórica. Pensemos y debatamos.
Notas
(1) C. Marx, F. Engels (1846): La ideología alemana, Barcelona, Grijalbo, 1974, p. 50.
(2) Francisco Doratioto: Maldita Guerra. Nova história da Guerra do Paraguai, São Paulo, Companhia das Letras, 2002, p. 44.
(3) V. I. Lenin (1907): La cuestión agraria, Madrid, Ayuso, 1975, p. 75.