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A los 17 años, luciendo un imponente uniforme verde olivo, cargando una pequeña bolsa con un plato de aluminio, una cuchara, un fusil que no sabía utilizar y los sueños e ilusiones de todo joven que ama a su patria, partió Félix Giménez al Chaco. Se alistó en el Regimiento de Infantería 3 Corrales y luchó en los campos de batalla hasta caer herido. Apenas un mes después de padecer su herida, se anunció el fin de la guerra, en la que murieron millones de compatriotas, entre ellos, algunos de sus amigos.
Cuando lo llamaron, no dudó. Explicó que se fue tranquilo y seguro, a pesar de no haber tenido preparación militar, porque allí lo esperaba su hermano mayor, Ricardo, con quien estuvo los tres años en el Regimiento. Ambos tuvieron la suerte de volver sanos y salvos a su pueblo, donde hicieron su vida, tuvieron hijos con quienes desde temprana edad compartieron sus hazañas. Don Ricardo falleció hace tres años, a los 102 años de edad, lo que fue un duro golpe para Félix.
Hoy pasa sus días en el apacible barrio San Miguel, de su natal Mboi’y, distrito de 25 de Diciembre (departamento de San Pedro), junto a sus dos hijas Antonia y Teodora, y su hijo adoptivo Diego (23), que llegó como “regalo de Dios”, según sus palabras. Pese a tener casi un siglo de vida, don Félix recuerda lo que le tocó vivir en los campos de batalla, aunque se excusó —por la edad— de haber olvidado algunos detalles.
Una vez —comenta— su superior le indicó que suba a un arbusto para observar si había enemigos en el horizonte, pero cada vez que subía a la rama, esta se doblaba debido al peso del soldado. Al tercer intento, el superior decidió cambiar de hombre y, apenas subió su compañero, recibió un tiro y cayó muerto a metros del joven Félix. “Tuve suerte, pero mi camarada no”, lamentó con un hilo de voz, tratando de contener las lágrimas.
“Todos los días habían batallas; la guerra era bastante kyre’y (briosa) y teníamos la orden de ir y pelear, sin importar nada más. Esto muchas veces se hacía difícil porque los soldados paraguayos estábamos debilitados por la escasa alimentación, había veces que comíamos dos galletas, que eran oro para nosotros”, contó. “Muy pocas ocasiones llegaba de sorpresa un camión con comida, a veces estaba muy poco apetecible, pero igualmente representaba todo un festín poder compartir un plato de locro entre compañeros, porque no sabíamos cuándo volveríamos a probar un bocado”, refirió.
El grupo de “los cinco”
Don Félix era parte del grupo de “los cinco Giménez” del Regimiento: José Dolores, Epifanio, Joselino y Ricardo —su hermano—. A él le llamaban “Martínez’i”, para diferenciarlo del resto, ya que entre el polvo, el cansancio, el uniforme y las agresiones ambientales era difícil distinguir a unos de otros.
Este excombatiente, que prepara su cumpleaños con mucha expectativa, comentó que en el batallón eran todos iguales, amigos-hermanos. Muchos no se conocían a pesar de estar todos los días juntos; todos los rostros parecían iguales. A veces uno se encontraba charlando con un extraño, como si este fuera un amigo de toda la vida.
Las dificultades eran muchas, dormían sobre frazadas en el suelo, sin importar lluvia ni frío. En el invierno, usaban las bolsas de arpillera de plástico como poncho. “Heta mba’e ko jahasa” (fueron muchas las penurias que pasamos), recordó.
Además —se quejó—, la calidad del uniforme verde olivo era muy mala, rápidamente se gastaba y debía ingeniarse para remendarlos. El hilo con el que estaban hechos era el problema, no eran resistentes y menos para la zona, reclamó.
Agua, el mayor tesoro
En el árido suelo chaqueño, ya de por sí dificultoso, uno de los aspectos que más marcaron a los soldados paraguayos fue la escasez de agua. Para don Félix aún representa un trauma, pues comenta que, incluso, tuvo que pasar semanas enteras sin beber un trago del vital líquido. Recordó que entonces, obligados a ingeniarse, los soldados masticaban plantas de tuna o, en casos extremos, desenterraban las raíces de caraguatá. Con suerte, lograban extraer algo de los árboles de samu’u que ocasionalmente encontraban en esos parajes.
Al principio, a “Martínez’i” le costó animarse a probar la tuna, pero comenta que uno de sus superiores le decía en guaraní y con tono paternal: “Animate, mi hijo, tenemos que hacer esto para sobrevivir y no te preocupes que la guerra pronto va a terminar”.
Era todo un desafío en el día a día pasar por los arroyos, por donde se veía pasar agua cristalina, de la que tenían prohibido beber por temor a que esté envenenada.
Para don Félix, la guerra terminó cuando recibió un balazo en el brazo izquierdo. Para ser asistido, debió seguir la indicación de su superior, que le dijo: “¿Te animás, mi hijo, a ir 25 metros al ras del suelo y después correr otros 25 metros?”, a lo que el soldado, ya de 20 años entonces, no dudó. En la meta, lo esperaban con una camilla y lo trasladaron a Karandayty (Boquerón), donde lo operó el Dr. Iribas.
Un mes después, recibieron la noticia de que la contienda había terminado. Fue una felicidad inmensa, recordó. Recién después de la guerra empezó a vivir, a salir con amigos y a tener novias, dijo en tono jocoso.
Ahora don Félix se prepara ansioso para festejar sus 100 años de vida; la fiesta será el 22 de febrero en su pueblo. Anunció que, para el asado, sacrificarán dos vacas y que vendrá toda su familia desde distintos puntos del país. Comentó emocionado que ya empezó a hacer las invitaciones hace meses y todos los días da indicaciones a sus hijas en cuanto a la organización, para que nada falte, sobre todo la alegría de la familia, por la que, sin saberlo, muchos años antes luchó para darles paz en una tierra hostil y desconocida, con enemigos desconocidos iguales o más jóvenes que él.
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