Un oratorio en la cañada

Al despuntar los años 60, la actual avenida Molas López no había abandonado su condición de cañada. Al amparo de los densos matorrales y zanjones, la emergente dictadura stronista provocó una tragedia. Pero el milagro del Curuzú Cadete lo redimió en un sitio de peregrinación.

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El 7 de diciembre de 1962, la vieja cañada que unía las avenidas Artigas con Aviadores del Chaco mantenía su condición de atravesar un tranquilo despoblado en los suburbios de Asunción, dentro del distrito de Trinidad.

La antigua casa quinta del expresidente Felipe Molas López, cuyo nombre bautizó la avenida, vegetaba en forma silenciosa entre los vestigios de su chacra y tambo de lecheras.

La vida en Trinidad seguía siendo la de pocos vecinos, calles que surcan arenales y cruzadas por manantiales, zanjones con toscas esculpidas por la erosión. Apenas habían pasado ocho años de la muerte del expresidente Molas López, el mismo lapso que Alfredo Stroessner llevaba en el poder desde 1954, año en el que se dieron ambos acontecimientos.

“Mi tío Felipe (Molas López) tenía vacas lecheras que daban 25 l cada una. Íbamos y veníamos de aquí desde las inmediaciones de la iglesia de Trinidad a la quinta. Tío Felipe tenía un caballo Poyu, un alazán que resaltaba en la quinta con sus vacas lecheras. Una se la regaló a mi familia, pero como los 25 l eran demasiado, teníamos que repartir por el barrio”, recuerda los años de su juventud e infancia Víctor Morel Martínez, hijo de Rosalba, una de las hermanas del expresidente.

La quinta Molas López era siempre para los pobladores una referencia y, para los familiares y descendientes, un sitio obligado de visitas dominicales cuando el patriarca aún vivía. Atrás tenía sus plantaciones de mandioca y pacurí, con su lugar de pastura para las holandas que habían sido traídas del Uruguay. “Era un lugar exclusivo de las vacas y allí había un tambo de ordeñe”, insiste.

En ese ambiente ocurrió un martirio en vísperas de la celebración de la Inmaculada Concepción. El cadete Alberto Anastasio Benítez fue hallado muerto al día siguiente, en una propiedad contigua a la quinta Molas López.

“A mi hermano el cadete Alberto Anastacio Benítez lo mataron el 7 de diciembre de 1962. Él tenía 18 años y yo apenas dos. No llegué a conocerlo, pero después me comentaron la historia y con el transcurso del tiempo me fui enterando de lo que había pasado”, recuerda Domingo Gilberto Benítez Agustti, de 57 años.

Alberto Anastasio nació el 22 de noviembre de 1944 y era el tercero de entre 14 hermanos: 10 varones y cuatro mujeres, hijos de Dora Juliana Agustti de Benítez y el mayor Anastasio Benítez Mieres; todos oriundos de Trinidad, y residentes en el km 5 y Vía Férrea.

“El 8 de diciembre, día de la festividad de la Virgen de Caacupé, unos niños de la zona hallaron entre la tupida vegetación de Villa Guaraní el cuerpo inerte de un joven colgado de su corbata a la rama de un árbol de tataré. Semiarrodillado, con el rostro sereno y sonriente, no era otro sino el cadete Benítez, asesinado en la tarde del 7”, dice un texto rescatado de ABC Color del 7 de diciembre de 2003.

“Lo encontraron colgado de un árbol de tataré, cuyos restos están dentro del oratorio. Dice la gente, que estaba atado con una corbata, pero no era la de él. Se supo con el tiempo que tenía las iniciales BAR (Baltasar Ángel Romero), porque él tenía las iniciales AAB”, añade el hermano.

Baltasar Ángel Romero vive aún y es capitán de navío. “Nunca llegamos a hablar con él. Había manifestado que iba a hablar cuando estuviera como agregado militar en otro país, pero nunca lo hizo”, continúa Domingo, sentado en una silla, mirando hacia los dos oratorios del complejo Curuzú Cadete de hoy.

El lugar del martirio del joven estudiante del Liceo Militar Acosta Ñu se convirtió pronto en un lugar de peregrinación. La historia comenzó con un niño con dificultad motriz llamado Luisito, quien vino desde el interior, se encomendó y se sanó. “Entonces, papá compró este lugar por el que pagaba mensualmente y mandó construir ese oratorio antiguo. Después, todo el sector era solo una cabriada de madera”.

Como el cuerpo del cadete estaba semiarrodillado, desde el punto en el que estaban sus pies y rodillas empezó a brotar agua; era una naciente. “La gente se peleaba por el agua, hasta que una vez explotó. Se sacó entonces la arena y se le puso un brocal. El pozo original aún tiene una boca muy pequeña que está rodeada de un brocal más grande. Cada 7 de diciembre, el agua se termina por un ratito, por la cantidad de gente que acude, pero enseguida vuelve a brotar”, expresa.

En el predio se hallan el antiguo oratorio, el pozo y una nueva capilla cubierta de placas, en las que se leen solo palabras de agradecimientos por los milagros que han recibido miles y miles de personas.

El nuevo oratorio fue construido en agradecimiento por el entonces futbolista Rubén Maldonado. Cuenta el custodio del lugar que el jugador del Olimpia se había encomendado a él y viajó, sin permiso de su club, a Italia, donde pudo jugar durante nueve años. También, le había hecho un pedido no menos importante: que su hijo sanara de una enfermedad. “Dios le hizo el milagro y lo sanó. El cadete Benítez es un intercesor”, aclara el hermano, al completar el relato de cómo se construyó el nuevo sitio de oración.

Junto con las placas conviven flores, kepis, amuletos, reliquias y diversos objetos que demuestran gratitud y devoción hacia el mártir. “La gente trae sus promesas, le piden algo y al poco tiempo regresan con bancos, placas, construcciones, flores, velas. Todo lo que hay aquí es símbolo de agradecimiento. No tenemos un registro de todo lo que se trae, pero absolutamente todo está guardado aquí”, relata. 

Entre los tantos milagros, difíciles de recordar por la cantidad, Domingo rescata el hecho de que su hermano ayudó a sanar a una persona que padecía cáncer y vive cerca del club Trinidense. “Se casó con la hija de Rody Segovia, quien era folclorista. Por eso, cada 8 de diciembre vienen a homenajearle a las cuatro de la tarde, con banda de música, bailarinas, cantantes, en nombre de Dios y la Virgen, y recordándole a Alberto”.

Al sitio acude gente de varias partes del mundo: España, Alemania, Brasil, Argentina, y de todos los rincones del país. Llegan militares, desde cadetes hasta generales. También, todos los jugadores de los clubes acuden a encomendarse. Tanto los de Nueva Estrella, de Limpio, como los de Sol de Campo Grande, llegaron con sus peticiones y lograron convertirse en campeones.

“Un paraguayo que vino de Australia a pagar su promesa porque se sanó fue lo que más me impresionó entre los testimonios, por la distancia y el lugar hasta donde llega el conocimiento acerca de él”.

Ocurrida la tragedia en 1962, ante la presión popular por la muerte del cadete Alberto Anastasio Benítez había que hallar chivos expiatorios. “Por este hecho fueron condenados a muerte el capitán Napoleón Ortigoza; su chofer, el sargento (Escolástico) Ovando, y otro chofer, Domingo Brítez. Con posterioridad, gracias a un sacerdote franciscano, José Arketa, la pena fue modificada: Ortigoza, a 25 años de cárcel, y Ovando, a 15 años. La Policía involucró a otros capitanes: Hernán Falcón e Hilario Ortellado; este salió en libertad ocho años después. Domingo Brítez murió en prisión”, dice Alcibiades González Delvalle (ABC Color, 6 de diciembre de 1994).

“Se cuenta que la orden para Brítez era que muera en prisión, por lo que no le daban ni su medicación ni alimentos”, refiere Domingo.

También recuerda que se supo después que su padre, el mayor Anastasio Benítez, quien era segundo comando del RI 14, había casi acertado en esa época al Cap. Patricio Colmán, porque torturó a uno de los hermanos del cadete, Teresio Benítez: “Mi padre fue castigado al Estado Mayor, se le sacó del segundo comando y también se le sacó al Cnel. Enrique García de Zúñiga, quien era el comando del RI 14”.

Entonces, se cuenta que el cadete Alberto Benítez había comentado esto en el Liceo Militar Acosta Ñu y, cuando llegó a oídos de Stroessner, este le ordenó al jefe de Policía, Ramón Duarte Vera, y al comisario de Trinidad, Raúl Riveros Taponier, quien era ayudante de Édgar L. Insfrán, que consiguieran información sobre un supuesto complot.

“Sáquenle información a ese cadete, a ver si su padre no está metido en algo en contra mía”, habría sido la orden de Alfredo Stroessner, y por eso terminó torturado y asesinado el cadete Benítez. “Mi padre, el mayor Anastasio Benítez, fue un héroe de la Guerra del Chaco, pero eso nunca se mencionó”, se lamenta Domingo.

Tras la muerte del cadete Alberto Benítez, tanto la salud de su padre como la de su madre se fueron deteriorando. El militar falleció en 1977, y doña Dora, en 1993.

Sus hermanos también consideran que reciben bendiciones y favores a través del cadete Benítez. “Hacemos los pedidos en la familia y nos hace caso. Él es un intercesor y Dios es el que hace el milagro. Le pedimos sanación, siempre”, insiste.

También recuerda que su madre se sentaba y rezaba ante el viejo oratorio. “No pasaba un día sin que viniera bien temprano. La traían mis hermanos y la llevaban a la noche. Yo mismo soy un testimonio de sanación, pues tuve un aneurisma cerebral hace un año; tengo medicamentos, pero nunca me operé. Y miren cómo estoy”.

En la familia, los hijos saben que la que siempre hablaba con su hijo y se le aparecía era a doña Dora. Ella era muy prudente y solo decía que Alberto venía en sus sueños a hablarle, al igual que a su padre, el mayor Anastasio Benítez.

Aunque Domingo solo haya visto el rostro de su hermano en fotografías, asegura que en sus sueños se le apareció. “Como no lo llegué a conocer y tanto quería saber cómo era, se me presentó en mis sueños y me dijo que él era el cadete. Me tocó y, cuando desperté, sentí que estaba allí conmigo”.  

pgomez@abc.com.py

Fotos: ABC Color/Celso Ríos/Virgilio Vera/Diego Fleitas.

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