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El primer rector
El primer rector de la Universidad Nacional de Asunción fue don Ramón Zubizarreta y Zuloeta. Don Ramón fue un abogado y catedrático nacido en Burgos, España, el 7 de julio de 1840. Doctor en Derecho y Filosofía en las universidades de Madrid, Salamanca y Valladolid, fue expulsado de España por sus ideas políticas; llegó a Buenos Aires en 1870, donde se casó con la dama Catalina Lara Victorica.
Invirtió una pequeña fortuna en proyectos de colonización en la Villa Occidental (hoy Villa Hayes), pero ese proyecto fracasó y la necesidad de liquidar el negocio lo trajo al Paraguay en 1871. Inmediatamente, el Gobierno paraguayo solicitó su colaboración, lo que él aceptó gustoso haciendo del Paraguay su lugar de residencia.
El primer cargo oficial que ocupó fue la Subsecretaría del Ministerio de Guerra y Marina. Luego fue asesor legal de la Municipalidad, hasta ser nombrado fiscal general del Estado, cargo desde el cual defendió al país contra la demanda de Elisa Lynch por las 2000 leguas de yerbales donadas por el mariscal Francisco Solano López.
Contribuyó principalmente a la creación del Colegio Nacional de Asunción, en 1877, en el que tuvo varias cátedras. Ayudó a la fundación de los colegios superiores de Villa Rica, Concepción, Pilar y Encarnación. Verdadero fundador académico de la Universidad Nacional de Asunción, ejerció el rectorado hasta su muerte. Colaboró en la redacción del Código Penal y redactó el Código de Procedimientos Penales. Falleció en Asunción, el 16 de agosto de 1902.
El drama de la sed
Víctor Vara Reyes, un escritor boliviano excombatiente de la Guerra del Chaco, comenta en un libro de su autoria: “...el sol implacable de diciembre hacía transpirar copiosamente, tapándonos los ojos el sudor y acrecentando el tormento de la sed (...) el ansia de buscar agua mueve a todos en direcciones opuestas hacia donde había posibilidad de encontrar tan preciado líquido vital.
“¡Éramos alrededor de 6000 sedientos!”.
“Varios de los compañeros que partieron, no volvieron más a aparecer ni supimos nada de ellos, aun después de pasada la tragedia.
“En busca de ellos y el agua, nos dirigimos hacia un lugar donde algunos comunicaron existir un charco, pero controlado por el enemigo. Empujando a un suboficial que impedía el acceso a la senda que remataba en el charco, avanzamos resueltos. En nuestro mundo interno, una voz nos decía:
“¡Morir antes que sedientos sufrir!”.
“Llegamos al ansiado charco, se hizo un montón informe donde había cadáveres, sangre y fango, debajo de los restos mortales y de las huellas de los pies de los vivos, sacamos algo en nuestras caramañolas, después de llenar la boca, sirviéndonos, ya algo calmados, el líquido resultante, después de hacerlo pasar por el mosquitero, a guisa de colador”.
Testimonio de una tragedia y un milagro
Una protagonista del tornado que asoló la ciudad de Encarnación, el 20 de setiembre de 1926, fue doña Juana Bordenave de Díaz León.
Según un relato suyo, esa noche, viendo que arreciaba el viento y permanecía abierta una persiana del dormitorio –la luz eléctrica no funcionaba–, “traté de alumbrar con una vela. Con ella fui hacia la ventana, que el viento hacía crujir fuertemente, e intenté cerrar la hoja, pero fue imposible. El golpe me hizo retroceder y, ya a oscuras, fui en dirección a la otra pieza, en cuya puerta de comunicación tropezamos con la niñera, que tenía en brazos a mi nene de pocos meses (Juan Díaz Bordenave, de siete meses de edad). En el dormitorio dormía en su cama mi nena, la mayor” (la que después fue la religiosa Lucila Díaz Bordenave, 1924-2002).
“Allí, bajo el marco de la puerta, que es antiguo y, por lo visto después, era además resistente, permanecimos durante un rato que no me es fácil precisar. Llovía a cántaros. El techo de la casa había ya desaparecido. Yo sentía mi rostro y mi cuerpo castigados por algo como pedruscos duros e insistentes. No nos ocurrió nada, sin embargo. Cuando volví en mí, me di cuenta de que estábamos más alto que anteriormente, sobre los escombros y que la niñera, que tenía en brazos a mi nene, tenía las piernas hundidas entre tierra”.
“En el dormitorio dormía mi nena, cuando corrí hacia su cuna, la hallé cubierta de escombros, que se habían amontonado felizmente sobre una chapa de zinc que había caído primeramente, protegiendo su cuerpo contra los golpes de los escombros derrumbados”.
Cuando llegaron a ayudarle, pidió que llevaran a los chicos a la casa de enfrente, pero le respondieron que todas se habían derrumbado.
surucua@abc.com.py