Recordada maestra
Hace 172 años nacía doña Rosa Peña de González, recordada educacionista nacida en Asunción, el 30 de agosto de 1843. Estudió en Buenos Aires, en el Colegio de Huérfanos de la Merced, donde obtuvo su título de profesora normal. Ejerció el magisterio en la Argentina y regresó al Paraguay al finalizar la Guerra de la Triple Alianza para sumarse a la reconstrucción nacional.
Se casó con Juan Gualberto González, quien luego ejerció la primera magistratura por el periodo 1890/94. Mediante su esfuerzo se crearon numerosas escuelas y el asilo nacional. Rosa Peña –quien había propiciado la vuelta al país de las prestigiosas maestras compatriotas Celsa y Adela Speratti– falleció en Buenos Aires, el 8 de noviembre de 1899, pero sus restos reposan en su tierra natal.
Jardines para la Virgen
En agosto de 1929, a través de la ley n.° 1074, se expropió la manzana formada por las calles Palma, 25 de Diciembre (actual Chile), Estrella y 25 de Noviembre (actual Nuestra Señora de la Asunción) para ubicar en ella los jardines que rodean al Oratorio de la Virgen de la Asunción y Panteón Nacional de los Héroes. Los edificios que estaban en dicho terreno –entre ellos la casa que perteneció a Francisco Solano López– fueron demolidos en la posguerra del Chaco, cuando se decidió terminar la construcción del Panteón Nacional de los Héroes.
Buen maestro, mejor alumno
Durante la Guerra de la Triple Alianza se dio un caso muy particular en que el maestro comprobó en su propio cuerpo y pagó con su vida la eficiencia de sus enseñanzas. El ingeniero militar Juan Carlos Villagrán Cabrita ―nacido en Montevideo e integrante del Ejército brasileño―, entre 1851 y 1853 fue miembro de una misión militar en el Paraguay, y actuó como instructor de Artillería en el Ejército paraguayo. Uno de sus alumnos más destacados fue José María Bruguez. Falleció durante la Guerra de la Triple Alianza, a consecuencia de un certero disparo de cañón, dirigido por Bruguez, en momentos que redactaba su informe acerca de la batalla de Itapirú.
Justicia por mano propia
El duelo o lance caballeresco no era otra cosa que el ejercicio privado de la justicia a cargo de los contendientes. Era tomarse justicia por mano propia. Por eso era combatido y perseguido. Se hacía en parajes ocultos o a horas determinadas, no habituales para otras actividades, generalmente poco antes de amanecer. Esa fue la razón por la que las autoridades persiguieron el ejercicio de los lances caballerescos. Los mismos códigos civiles tenían previstas severas penas a los infractores, pero, como hecha la ley, hecha la trampa, los contendientes tomaban sus recaudos para burlarla.
En los duelos realizados en Asunción, generalmente en la zona de Tacumbú, entonces un paraje alejado de la ciudad, se suscribían las actas fechándolas “al otro lado del Pilcomayo”. Aun así, hasta no mucho tiempo –sino después de un cambio de mentalidad de la gente– era habitual retarse a duelo. O batirse.
No hicieron mella en su ejercicio ni la prensa negativa ni el escarnio público o el ridículo. Ni siquiera la amenaza penal o la pérdida de cargos en la función pública, o la posibilidad de un extrañamiento a través de destierros o exilios eliminaron la práctica.
El problema no era con la justicia ni contra la justicia. Era con el espíritu de la época. El honor era cosa seria y superlativa. Todo caballero que se precie se veía obligado a defender y restablecer su honor lesionado. Solo él y nadie más.
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