La colina del Mangrullo siempre dominó la vida asuncena, y la barriada de su entorno se desarrolló en las primeras décadas del siglo XX, venciendo profundos zanjones, arenales y alcores que formaban verdaderas cataratas en días de lluvia.
“Por el sur –de la ciudad– era aventurado pasar los zanjones y arroyuelos de la calle Humaitá, y por el oeste, el arroyo Jaén, el puente colgante que había en la calle Colón y las barriadas de Cachinga completaban el cuadro de aldea”, rescata Gustavo Laterza Rivarola en su último libro: Asunción y su comarca, citando a Luis del Campo para pintar los suburbios de la ciudad hacia 1920.
El Mangrullo era la parte más alta de Asunción que avistaban desde el río los conquistadores a su llegada, como parte de ese gran “anfiteatro” que abría su escenario sobre la bahía. Bello y misterioso lugar en el que se abrieron las “puertas del Purgatorio” a fines del siglo XIX y principios del siglo pasado, hoy se ha convertido en uno de los principales pulmones de la capital.
Pero todavía hoy “dicen que la desaparecida estatua del ciervo, que se encontraba en el parque Carlos A. López (nombre que tomó en 1935), vuelve a medianoche a pasear libremente por el barrio y, también, que en tal o cual casa hay fantasmas. Puede ser. Por lo menos, las hermanas Pequeña y Marilé Canela aseguran que ningún barrio de Asunción tiene tantos póra como Sajonia”, cuenta Juan Manuel Prieto en su libro La ciudad en que vivimos.
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Al finalizar la Guerra contra la Triple Alianza, los brasileños que ocupaban Asunción convirtieron la cima en un cementerio y lo bautizaron como Mangrullo. Entonces empezaron a tejerse todo tipo de historias y sobrevino una colección de anécdotas que quedaron en los archivos.
En 1876, el periódico Los Debates menciona: “Tuvimos ocasión de ver el hermoso cementerio del Mangrullo. Está perfectamente atendido y francamente al ver tan lindo recinto, idílico, casi da deseos de morirse para ir a vivir allí...”.
La sección De la Prensa de Ayer, de ABC Color, que rescata hechos de 100 años atrás (no se indica el medio), reproduce lo que titula como un extraño duelo: “Ayer acompañaban el cadáver de un payaguá 11 o 12 personas de la misma tribu al cementerio del Mangrullo. Las demostraciones de dolor eran furiosos gritos, risotadas, acompañadas de sendos tragos de caña. Llamaron mucho la atención de los transeúntes”. Por esa época (1876) –acota el suelto– una tribu payaguá tenía sus toldos muy cerca de la bahía de la capital, donde se hallan hoy las instalaciones del Club Mbiguá.
En 1878, otro párrafo dice: “Nos complacemos, también la población, porque nos han escuchado en la Junta Administrativa. Se ha empezado a limpiar el cementerio del Mangrullo, que anteriormente se hallaba casi abandonado, con altas malezas y suciedad. Por lo menos, lo que no cuesta hacer tenemos que hacer”.
Según Luis Verón, una canción muy popular en la Asunción de hace 100 años era La Magdalena, interpretada a pedido de los asistentes a las fiestas, pero cada vez que era ejecutada sucedían hechos extraños e inexplicables, hasta macabros a los músicos que osaban tocarla. Incluso, la propia Iglesia prohibió su difusión por considerarla perniciosa.
El poeta y colega periodista Mario Rubén Álvarez echa más luz sobre La Magdalena y recoge una historia contada por el musicólogo Juan Max Boettner, quien se basó en el testimonio de Pablo Pedro Maldonado. Este –refiere Álvarez– le escribió una carta al musicólogo en 1956, comentando lo siguiente: “(Unos compañeros míos) venían de tocar en un baile, un poco alegres, y encontraron en el camino un grupo de cruces y resolvieron darles una serenata a esos seres. Empezaron a tocar La Magdalena. Así estaban cuando notaron la presencia de una mujer que venía llorando. Con gran desconsuelo les pidió que fueran a tocar a su casa, pues se le había muerto un hijito. Ellos accedieron y la mujer, caminando adelante, los guiaba. De repente, sin darse cuenta, se encontraron en las puertas del cementerio El Mangrullo. Había desaparecido la mujer. Esto le pasó al violinista Isidro Benítez, jurando desde entonces no tocar más La Magdalena”.
Álvarez menciona que “La Magdalena era una polca de autor anónimo. Su fama de convocar a los espíritus que adquirían forma humana la condenó al silencio, primero, y al olvido, después. Hoy pertenece al folclore extinto”.
Una historia reciente que pasó por 1982 y corre de boca en boca en el barrio alude a la hija de un joyero que siempre iba a patinar al parque Carlos A. López, llevando un par de estos calzados. Allí conoció a una chica con la que siempre charlaba y patinaba. Un buen día le pidió prestado los patines y, luego, no la vio más. Pero como le había dado la dirección de su casa, fue a buscarla. Cuando llega y pregunta por la joven, la madre le dice que había fallecido hacía siete años. El caso conmocionó al barrio Cachinga, pues la afectada hasta recibió tratamiento sicológico y tuvo que mudarse del barrio.
Sor Germana y Gastón Gadín
Una publicación del diario El Cívico, del 5 de febrero de 1900, fue recabada por Rosanna Vera Alegre, quien investiga cómo Asunción recibió el siglo XX: “Sor Germana. Después de una larga y penosa enfermedad, entregó su alma a Dios la virtuosa hija de San Vicente de Paul, con cuyo nombre encabezamos estas líneas. Sor Germana, como superiora del Hospital de Caridad, ha prestado importantísimos servicios a dicho establecimiento. La Sociedad de Beneficencia y Patronato de la Infancia, a cuyo cargo este se encuentra, invita a las personas que desean acompañar los restos mortales de la extinta, mañana, a las 7 a. m., al cementerio del Mangrullo”.
También comenta la joven historiadora que el Dr. Juan Vicente Estigarribia, médico personal del Dr. Francia, que estuvo en el Hospital Potrero, murió en 1869, en Cnel. Oviedo y, luego, sus restos fueron traslados al cementerio del Mangrullo en la posguerra.
En el antiguo camposanto también fueron enterrados tras su fusilamiento el parricida Gastón Gadín y Cipriano León; los últimos condenados a muerte en nuestro país, en 1915. Luego del fusilamiento que tuvo lugar en la Plaza de Armas, frente a la Catedral, el carrito enfiló por la calle Colón y, luego, la avenida 15 de Mayo (Carlos A. López) hasta la necrópolis.
Años después, cuando la necrópolis fue clausurada en 1918 –aunque definitivamente en 1926– y las tumbas llevadas al Cementerio del Sur para convertir el sitio en un parque (obra del intendente Bruno Guggiari), cuentan que los restos de Gastón Gadín fueron hallados sin cabeza, pues esta habría sido llevada por estudiantes de medicina en el anfiteatro del Hospital de Clínicas.
La vida en Cachinga
En ese entorno precisamente, hacia el río, se mantienen núcleos de poblaciones en los que los vecinos se muestran orgullosos de estar asentados sobre la antigua Cachinga.
La Prof. Vitalina González de Arce (Nenecha) cuenta que su abuelo Antonino Acosta, a los 16 años, peleó durante la Guerra de la Triple Alianza en Acosta Ñu. Fue uno de los pocos sobrevivientes de Piribebuy y vino a Asunción a los 21 años. Era ahijado del general Bernardino Caballero y dejó 49 hijos en el poblado cordillerano. En la capital se instaló en el antiguo barrio Cachinga y tuvo otros 14 hijos con su esposa. “Se casó muy joven con mi abuela, que le llevaba unos 10 años. Dicen que le dijo al general Bernardino Caballero que demasiado le apuraban las mujeres y ya no sabía qué hacer ni dónde ir. El general, entonces, le dijo que venga a Asunción y se instale acá”.
La profe Nenecha asegura que su abuelo fue enterrado en el cementerio del Mangrullo y, luego, llevado al del Sur. También menciona que sobre la calle Don Bosco, entre una casa de reparación de sillas de ruedas y una gomería, había un pequeño oratorio que resguardaba una cruz y, como empezó a tener devotos, los vecinos gestionaron una capilla sobre la calle Tte. Insfrán.
Se formó una Sociedad de Socorro Mútuo de la Santa Cruz y se levantó la capilla que cada vez fue teniendo más adeptos. Había estacioneros, calesita y romería, hasta que la comisión quedó acéfala y se abandonó el oratorio tras la entrega de los estatutos a los Salesianos del María Auxiliadora.
En la esquina de Alférez Silva y Boungermini, una casa que ocupa la esquina y está pintada de terracota fue el célebre almacén de don Gerónimo Núñez, quien se dedicaba a la venta de agua de un pozo artesiano. Él se sentaba a cobrar mientras la gente aguardaba en la fila con sus baldes cuadrados de lata para llevar el agua sobre sus cabezas, amortiguando con un apyterao.
Don Simeón Torres (87), oriundo de Concepción, recuerda perfectamente aquella escena y comenta que, luego de don Gerónimo, él ocupó el local con la carnicería y almacén de ramos generales La Perla, que surtía a todo el entorno del Litoral’i de la terminal de buses de La Caacupeña, que estaba en la cima de Cachinga. También tenía un barcito que se llenaba de comensales.
En frente estaba la jabonería Lagarto, del italiano don Miguel Pessino y, más abajo, un local de reparación de sombrillas y paraguas de la familia Musmeci.
Eran parientes de Salvador “Turi” Musmeci, el famoso de la Isla Yacyretá, quien vivía sobre la calle Ygatimí en una casa con forma de barco que le había hecho construir el dictador Alfredo Stroessner, quien venía a tomar mate con él.
La historia corría de boca en boca entre los vecinos y recuerda don Simeón: “Cuentan que él le había salvado a Stroessner metiéndolo bajo una canoa durante una revolución y desde esa vez quedaron muy amigos”, recuerda.
Los pobladores de Cachinga no olvidan los orígenes del barrio. Don Santacruz Maciel, frente a su taller de enmarcados y vidrios, recuerda que las calles eran gigantescos zanjones de hasta cinco metros de profundidad. “En el fondo crecían tomates y en los alrededores había sapirangyty (plantación de sapirangy) lleno de pitogüe. Los chicos se iban a cazarlos con honditas y en un día, fácilmente, podían traer unos 100”.
Los tiempos cambiaron y las costumbres del barrio también, pero en la memoria de todos permanecen aquellos inolvidables tiempos en Cachinga.
Fotos: ABC Color/Celso Ríos/ Arcenio Acuña/Javier Cristaldo/Roberto Zarza.