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Empecemos por el buque protagónico. Diseñado en las aulas de la meca de la ingeniería mundial, el MIT (Massachusetts Institute of Technology), la melliza tecnológica de Harvard, a orillas del Río Charles, en el suburbio bostoniano de Cambridge, la cañonera Paraguay fue tesis de graduación del ingeniero naval José Bozzano. Los planos fueron llevados a la Génova de Benito Mussolini, en cuyos astilleros se fraguó esta maravilla de la navegación fluvial, que con su gemela, la Humaitá, sirvieron para poner al codiciado río Paraguay lejos de las ambiciones de Bolivia en la Guerra del Chaco. En apariencia, eran apenas buques artillados de transporte de tropas al teatro de operaciones. En realidad, eran fortalezas flotantes, con barreminas y capaces de imponerse incluso a la aviación enemiga.
Las cañoneras, a su vez, habían sido producto de otro milagro, el propiciado por el primer gobernante mundial con un título de posgrado en economía, capaz en cuatro años de domeñar tanto a la inflación endógena como a la deflación exportadora en divisas, el doctor Eligio Ayala, quien harto de tantas revoluciones fue a Europa por una década. En Berlín, primero, y luego en Zürich, a causa de la Gran Guerra, se puso a estudiar la emergente “Ciencia Sombría”. Hay karmas inescapables, de todos modos, porque a su vuelta al Paraguay y antes de completar su segundo año en el Ministerio de Hacienda, ya tuvo que sofocar, sí, otra revolución. Hizo un análisis de las causas y resultados de las guerras intestinas y llegó a esta conclusión de economista: “La caída del Banco Mercantil (1920) fue peor que diez revoluciones”.
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Tampoco es de soslayar el caso único hasta entonces en el Paraguay democrático, constitucional y endeudado post 1870, de haber librado pagos puntuales a los astilleros en decenas de miles de libras esterlinas. Como el tiempo pasa, veinticinco años después, las reparaciones no podían posponerse y tanto el casco, las cadenas de las anclas como las calderas necesitaban ser reconstruidos con urgencia cuando a mediados de septiembre y, luego de un esforzado periplo, el buque se ubicó en fila para entrar en dique seco en la Dársena D bonaerense.
Por suerte, el puerto estaba ajeno a la guerra civil. La Marina no tenía resistencia. O eso pareció en los primeros días del movimiento armado que derrocó y envió a la clandestinidad, temiendo por su ida, el 16 de setiembre de 1955, al mago de la oratoria y artífice del fascista plebiscito de llenar las plazas con agitados adherentes, general Juan Domingo Perón.
Inesperado visitante
El drama se inició a las 6:00 de la mañana del martes 20; en medio de torrencial lluvia, golpearon la puerta de servicio de la Embajada del Paraguay, en cuyo sótano pernoctaban cadetes becados. El espigado solicitante de asilo franqueó con dificultad la diminuta puerta. El agregado de Defensa, Cnel. Demetrio Cardozo, inmediatamente informó al superior jerárquico, embajador Juan R. Chaves, quien no tardó en llegar.
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Ojeroso y aborreciendo caer prisionero, el todavía presidente con paradero desconocido estimó no aconsejable permanecer ahí. Era céntrico, rodeado de edificios altos, nidos potenciales de francotiradores, y muy cerca de avenidas concurridas, punto de encuentro de turbas descontroladas. Consciente de la inmunidad diplomática, Chaves lo llevó a su residencia en el barrio de Núñez, cerca del Estadio de River Plate. En plena anarquía golpista, sin gobierno estable, la invulnerabilidad del santuario era ilusoria para Perón. Ante las exigencias del asilado por mayor seguridad, Chaves concibió trasladarlo a la Dársena D. Un buque de guerra es siempre territorio soberano inviolable del país de bandera.
Perón accedió y arrancó la odisea, sin aspavientos, sorteando charcos y lagunas en un Cadillac diseñado para lujosos pavimentos uniformes. El primer secretario, Rubén Stanley, estaba al volante y aminoró la marcha ante una zanja a todas luces profunda. El grito de “atropelle” del embajador consiguió el efecto contrario. Para las 11:00 horas, luego de un oportuno remolque por mojadura del cable del distribuidor, fatal en carreteras inundadas en tiempos del carburador, el refugiado se encontró con el ansiado refugio.
La misión de rutina se volvió operación de guerra. Pronto, estuvieron rodeados de Infantes de Marina locales, apuntando fusiles y ametralladoras. Desde la Triple Alianza, un militar paraguayo, en tamaña desventaja, no se había dispuesto a disparar contra un militar argentino, seguramente al costo de su vida.
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La tensa situación de fuego a matar nunca estuvo descartada. El peor adversario de Perón era el almirante Isaac “El Negro” Rojas, quien al enterarse de que el “Pocho” tenía auxilio de la bandera paraguaya, había dicho, “húndanlo y después le regalamos dos iguales a Paraguay”. Los detalles de la vida en el barco son narrados magistralmente por Ruiz Olazar, virtuoso periodista entrevistador de los oficiales marinos sorprendidos por la fatídica emergencia.
Desconfianza
Con algo de petulancia, Perón se burló de la juventud del comandante de la cañonera, teniente de Navío César Cortese, de escasos 31 años de edad. Un viaje de mantenimiento, sin armamento, aguas abajo, no requiere de un capitán sénior. Este mismo Perón no tenía déficit en autoconfianza, se ofreció al principio enseñar a Stroessner cómo durar en el Gobierno. Las estadísticas jamás se equivocan, los 9 años de Perón nunca se igualarían a los 35 ininterrumpidos del otro.
Las anécdotas de los protagonistas, no obstante, pasaron a ocupar lugar secundario en comparación con la destreza desplegada por el comandante Cortese, quien supo desde un principio que su autoridad venía de la historia bélica de su patria, a pesar de estar consciente de los precarios medios militares de que disponía para defender la integridad física del General Perón, aunque sólidos fuesen los psicológicos. Antes que las balas paraguayas, a Perón le cobijaba la bandera del país vecino.
Ante el hostigamiento de los argentinos, demostró enseguida estar dispuesto a sacrificarse haciendo respetar la soberanía. Y fue persuasivo. Nunca lograron intimidarlo. Cuando un oficial, enviado del almirante Rojas, quiso atropellar el navío con infantes de Marina y armamento de guerra, Cortese les conminó a dejar sus fusiles en pabellón si querían negociar. Y le obedecieron.
El diálogo inicial
–¡Dónde está el comandante! –Perón preguntó:
–¡Dónde está el comandante!
–¡Soy yo, mi general!, contestó Cortese.
–¿Usted es? Pero usted es muy joven. ¿Está seguro que puede manejar la situación?, dijo en su acostumbrado tono de mando como si su autoridad no hubiera desaparecido.
–Yo cumplo órdenes, mi general, y tengo instrucciones de recibirle, le contestó el militar paraguayo, quien le preguntó enseguida si estaba armado.
El presidente le contestó que sí y Cortese le señaló, con impresionante sangre fría, que tenía que entregarle su arma.
–Pero, ¿usted es el comandante?, volvió a repetir en un tono más bien de protesta.
–Sí. Yo soy, le reiteró el comandante del buque, esbozando una sonrisa para darle confianza. Perón reportó una valija y dijo que también contenía algo, buscando evitar una revisión.
–Usted entenderá. Estoy en una circunstancia muy difícil y, usted sabe, tengo documentos confidenciales y efectos personales.
Cortese lo acompañó luego y lo acomodó en su propio camarote, el mejor lugar del buque de hierro puro, al que se le había extraído su artillería y sus proyectiles de guerra. Habían sido desmontados en el puerto de Zárate para que pudiera entrar en reparaciones. (Extractos del libro Atrapen a Perón).
El frente diplomático
El otro aspecto resaltante fue la extrema habilidad diplomática paraguaya para lograr un desenlace favorable al derecho internacional, enfrentada nada menos que a la Argentina, cancerbera de su única vía de supervivencia económica, sin cuya autorización para utilizar los puertos y ríos interiores, el país no podía recibir siquiera combustibles o harina para el pan diario.
Las ínfulas guerreras porteñas eran patentes. La eliminación física de Perón nunca fue desestimada. Por ello, el Paraguay solicitó confidencialmente y logró cobertura aérea brasileña, de ser necesaria, para hacer respetar el derecho de asilo, aquél inaugurado cuando el Dr. Rodríguez de Francia libró a Artigas de una muerte segura a manos de sus exaliados, en 1820.
Neutralizado y renunciante Perón, el gobierno militar argentino ansiaba legitimarse y eso se lograba por el reconocimiento de sus pares. Paraguay quería intercambiar reconocimiento por salvoconducto. Y eso había que negociar. Para ello hacen falta diplomáticos curtidos y líneas claras. No fue fácil.
En el fondo, a Perón le salvaron sus inversiones en buena voluntad paraguaya. Vino con los trofeos de guerra de la Triple Alianza a devolvérselos a su aliado Federico Chaves, pero como él ya había sido derrocado por Stroessner, la jugada le salió incluso mejor. Prestigió el acto inaugural del gobierno de éste, en agosto de 1954, desplegó los trofeos ante el paroxismo patriótico de la multitud y a los pocos meses llegaron a nombre de Evita abundantes y deliciosos pandulces de Navidad y juguetes para los chicos. Nada hace más felices a los padres que unos niños contentos. Perón, el general honorario paraguayo, no tendría refugio tan hospitalario en otro lugar.
Epílogo
El vicealmirante Cortese recordó en detalle la aventura que le tocó vivir. Sabía que Perón no iba a ser huésped fácil. Podía exponerse saliendo a cubierta, podía también intentar quitarse su propia vida. Al barco sin reserva de combustible y falto de mantenimiento luego, los anfitriones obligaron a bambolearse en las sudestadas del Plata, tal vez en la esperanza de que zozobre. Embarcarlo a Perón en el hidroavión fue también peripecia que casi fracasó.
Acostumbrados a la condición de dignatario del general refugiado, todos cooperaron para hacer más llevaderas las dos álgidas semanas del refugio naviero de Perón. Hasta un marinerito de inclinaciones artísticas le cantaba y contaba chistes para tratar de alegrar su sombría existencia. Se trataba de José Olitte. Las noticias radiales de la región no eran alentadoras. Empero, en todo momento el gran protagonista fue el joven comandante, el capitán teniente de navío César Cortese, quien, en paz interior por haber finalmente narrado su historia, falleció al tercer día de concluida la entrevista final. Ruiz Olazar le rindió en el texto un emocionado homenaje.
Más info
Atrapen a Perón, de Hugo Ruiz Olazar puede ser adquirido de Amazon.com en su formato digital y también físico. Además se pueden obtener en las librerías de Asunción: El Lector, Servilibro, Librería De la Paz, Quijote y con el autor en el Edificio Inter Express de Herrera esquina Yegros.