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Fue el último despliegue de diplomacia profesional del Paraguay en esa década. A partir de la intrusión militar en asuntos de Gobierno, el 17 de febrero de 1936, las relaciones exteriores quedaron sumidas en un laberinto de desconciertos. Nada lo reflejó mejor que el último par de semanas de las arduas negociaciones de paz con Bolivia, que duraron tanto como la guerra misma.
Empero, no solo los beligerantes eran embrollados. El líder regional, Argentina, tenía presidiendo las deliberaciones a un canciller de ego tan avasallante e insoportable, Carlos Saavedra Lamas, que el acuerdo definitivo aguardó paciente su partida del gobierno, el 21 de febrero de 1938.
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Los Estados Unidos eran todavía segundones, admitían el liderato argentino al punto de que el presidente Franklin Delano Roosevelt lo había demostrado llegando a la Conferencia Interamericana de diciembre de 1936, en Buenos Aires, para ir presentando batalla por la hegemonía regional. Con las dictaduras totalitarias en Europa y la admiración por esa ideología en Sudamérica, revistió urgencia la convicción norteamericana de imponer un acuerdo de paz para evitar predecibles deslices nazi fascistas regionales en caso de una guerra europea.
Estados Unidos tenía una agenda geopolítica, pero sin los intereses inmediatos de los gigantes del Sur que, al margen de acuerdos pacificadores, perseguían concesiones mineras, petroleras o de ferrocarriles en Bolivia. Chile y Perú estaban siempre alertas ante Bolivia porque tenían acuerdos candentes de la Guerra del Pacífico que no querían alterar.
La diplomacia anglosajona fue del todo diferente, el delegado era un pragmático abogado de las grandes ligas neoyorkinas, Spruille Braden, incansable negociador, a quien respaldaba una burocracia eficiente, a cargo del secretario de Estado, Cordell Hull, y del subsecretario para el Hemisferio Occidental, Sumner Welles.
Paraguay y Bolivia abundaban en posiciones extremas y posturas heroicas. Debido a la guerra, sus Gobiernos eran producto de golpes militares, de escasa legitimación, temerosos de exabruptos de una opinión pública excitable. Las posiciones últimas eran mutuamente excluyentes y ningún acuerdo era posible hasta que se apearan de ellas.
Bolivia quería alejar al Ejército contrario de las cercanías de sus yacimientos petrolíferos, entonces explotados por la estatal argentina YPF, luego de la expropiación de los pozos de la Standard Oil. Además, exigía un puerto soberano sobre el río Paraguay y ofrecía hasta la suma de £ 200.000, a cambio del puerto de Bahía Negra, al que llamaban Puerto Pacheco.
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La posición maximalista de Paraguay, personificada por el delegado presidente, Jerónimo Zubizarreta, era mantener soberanía de todo el territorio obtenido en la guerra, conocido como la línea de hitos, y jamás permitir el acceso soberano de Bolivia al río Paraguay. Esas instrucciones las había recibido Zubizarreta por escrito.
Elocuente, aristocráticamente distante, estudioso y conocedor del tema, Zubizarreta mantuvo inalterable su postura. Él era la roca que había que circunvalar para un acuerdo de paz. A principios de 1938, el canciller argentino José María Cantilo presidía las deliberaciones, formales, pero la dirección de facto de las negociaciones migró al norteamericano.
Braden se hizo cargo pues sabía que había que concluir la paz antes de que un golpe militar en cualquiera de los dos países volviese todo a fojas cero. Desde el inicio de las tratativas, los beligerantes ya habían cambiado dos veces de gobernante, vía cuartelazos.
Con premura, dos delegaciones de los países ABCPU se repartieron visitas a Asunción y La Paz. Liderada la primera por el argentino Isidoro Ruiz Moreno, con los delegados de Chile y Perú. El grupo no encontró eco en Asunción y retornó pronto, a manos vacías.
Igual suerte le pintaba al trío en La Paz, liderado por Braden, y compuesto por el brasileño y el uruguayo, hasta que en la víspera de su partida recibió invitación a una fiesta privada donde le esperaba el presidente de la Junta Militar, coronel Germán Busch, para un whisky de trabajo de dos, sin testigos.
Braden extrajo del coronel Busch concesiones valiosas. Bolivia estaba dispuesta a un acceso “psicológico” a la rivera fluvial, al norte pantanoso de Bahía Negra. Mantenía la oferta monetaria, si menester fuera para alejar la futura frontera de los yacimientos petrolíferos. Era la primera fisura en las intransigentes posiciones nacionales. Restaba persuadir al Paraguay de moderar su irreductible postura.
Nadie tenía las riendas claras del poder en Paraguay. El presidente Félix Paiva ni gobernaba ni reinaba, el canciller Cecilio Báez era ninguneado por Zubizarreta, y los comandantes militares, con poder fáctico, se hicieron los desentendidos, parapetados en la seguridad ofrecida por la rigidez de las instrucciones de Zubizarreta. Tal vez la Argentina podía disuadir a Paraguay, pero ni Cantilo ni la Legación en Asunción daban algo más que uno que otro ultimátum, que sonaban más a penultimátum.
El esquema diseñado por Braden contemplaba la concesión por Paraguay de unos 1.500 km2 detrás de la línea de hitos. Bolivia no tendría puerto alguno sobre el río Paraguay. El pago seguía en pie. El bosquejo de plan definitivo tuvo lugar en la sesión secreta del 27 de mayo de 1938. La frontera sería acordada entre el Pilcomayo y Bahía Negra, con posesión de los fortines codiciados por los paraguayos. Zubizarreta mantuvo viva la máquina del NO.
Imperturbable, Braden buscó la manera de seguir y presentar un eventual acuerdo sin las apariencias de concesiones indignas a la otra parte. Recurrió a lo que dijo execrar, un acuerdo secreto, que sería destruido ni bien se firmara y cumpliera. Era el tratado confidencial y verdadero. Habría otro para las plateas.
La ratificación en Bolivia correría por cuenta de la amplia y heterogénea Convención Constituyente, y en Paraguay por un impersonal plebiscito, contra el cual no se pudieran gestar marchas ni turbas estudiantiles. No dejaba de revelar astucia.
Zubizarreta no dio el brazo a torcer. Busch ordenó movilizar tropas sobre la línea de hitos en julio. Braden y el Departamento de Estado concluyeron que, si Zubizarreta era el obstáculo, debía ser removido quirúrgicamente. El operador inicial fue el delegado subalterno, Efraím Cardozo, que vino a Asunción y dictó una conferencia en Guerra y Marina, cuyo ministro era su cuñado, José Bozzano. La tesis de Cardozo era sencilla, o se acuerda la paz o se reanuda la contienda. Paiva ya había sido persuadido, sin informar a Zubizarreta ni a los comandantes de Campo Grande.
Poco después, saltó el as en la manga de Braden, una figura hasta entonces soslayada como remoto ministro plenipotenciario en Washington, el general José Félix Estigarribia. En acuerdo con la Administración Roosevelt, debía irrumpir en las negociaciones bonaerenses, de paso para Asunción, deshacerse de Zubizarreta, asumir control y concluir el tratado. El premio por neutralizar a Zubizarreta sería ayuda económica para el desarrollo del Ex Im Bank, comenzando por un préstamo ya en trámite. De que Estigarribia hacía tiempo estaba en concierto con Braden se reflejó en el repentino protagonismo del joven Cardozo, un estigarribista convicto y confeso.
Estigarribia llegó el 2 de julio y anunció que aceptaba los términos rechazados por Zubizarreta. Cardozo hizo lo mismo simultáneamente, según telegrama de Braden, de ese mismo día: “El delegado paraguayo Cardozo nos ha informado de que está autorizado por el presidente de su país y los militares del gabinete, a aceptar el plan del arbitraje y el plebiscito”. La presentación oral ocurrió a espaldas del delegado presidente.
Nada de esto conmovió a Zubizarreta y tras ásperas discusiones con Estigarribia y Cardozo, telegrafió su renuncia a Paiva, el 6 de julio, afirmando que: “El doctor Cardozo presentó verbalmente sin mi intervención y contra mi parecer a delegados neutrales un plan de arreglo del pleito con Bolivia… La situación que se ha creado me inhabilita para seguir desempeñando la misión en que participo”.
La renuncia de Zubizarreta fue una bomba de estruendo. Bozzano no era el Ejército. El mismo 6 de julio, el ministro del Interior, coronel Ramón L. Paredes, ordenó al jefe de Policía, teniente coronel Arturo Bray, a abordar un vuelo especial a Buenos Aires, con la misión de manifestar al doctor Zubizarreta que las Fuerzas Armadas le ratificaban su confianza, instándole a retirar su renuncia; si el doctor Zubizarreta la condicionaba a la separación de Cardozo como miembro de la delegación, el Gobierno accedería de inmediato a esa exigencia.
El comandante en jefe putativo, Paiva, ahí mismo, dictó un telegrama cifrado al dimitente: “Ejército y Armada le piden suspenda ejecución y publicidad renuncia hasta llegada jefe militar que irá en avión viernes”.
La misión resultó infructuosa. Bray culpó a la testaruda etnia vasca del renunciante. Zubizarreta sabía que llevaba las de perder. Al volver, Bray hizo una confesión: “Ni ellos ni yo caímos entonces en la cuenta de haber sido víctimas de un timo descomunal”. Estigarribia estaba respaldado en Estados Unidos, potencia hegemónica regional desde la conclusión de ese tratado, con un desesperado pedido pendiente de préstamo del Gobierno de Paiva.
El Ejército fue madrugado y quedó paralizado. Tuvo que padecer que Estigarribia diera la impresión de que lo representaba en la firma del acuerdo. Los militares creyeron tener un as infalible en Zubizarreta, pero se dejaron estar. No controlaron las negociaciones y permitieron a Estigarribia secuestrar la representación oficial paraguaya con su sola presencia.
En su primera actuación como mesiánico, Estigarribia desplegó un folclórico mbarete. Ser plenipotenciario ante Estados Unidos lo autorizaba a estar en las deliberaciones, pero careció de nombramiento formal a la delegación y de los conocimientos para presidirla. Sin embargo, en la foto oficial de la firma, aparece radiante en su uniforme, algo fuera de lugar en una ceremonia diplomática republicana.
De todos modos, el propio Cardozo le confirmó al historiador norteamericano Leslie Rout que: “El general Estigarribia solo tenía su gran autoridad moral. Cuando llegó a Buenos Aires de Washington. Él no ostentaba poder alguno sobre la delegación paraguaya”.
Sin sobresaltos, el tratado público se oficializó el 21 de julio de 1938. Bolivia lo ratificó en su Convención Constituyente, descrita por un diario paceño como semejante a “un conglomerado de escolares impacientes, atropellados y personalistas”. El voto fue de 102 y 9 en contra. El Paraguay convocó al plebiscito y el resultado fue abrumador, 135.385 por el Sí; 13.204, No y solo 559 NS/NC. En democracia o dictadura, un gobierno paraguayo jamás había perdido en elecciones.
Arbitraje preordenado
Permanecía el trepidante temor de los mediadores de que uno de los beligerantes revelara que el verdadero tratado ya había sido firmado en la madrugada del 9 de julio, con dos textos: uno ostensible, a ser publicitado, y el otro que no solo debía permanecer secreto, sino que los tres originales firmados debían ser destruidos como rastros del engaño.
Se estimaba que la guerra solo acabaría si ambos países se presentaran ante su ciudadanía como ganadores, sin dar la impresión de que los términos del acuerdo se dictaron desde el otro lado. Las concesiones de ambas partes debían parecer un accidente. La etapa más enojosa, la del reparto territorial, debía disfrazarse como provenientes de arbitraje.
Los límites definitivos fueron señalados de antemano. Cada país tenía la libertad de repudiar el arbitraje si no se ceñía a lo señalado en el mapa secreto. Paraguay debía disimular las concesiones territoriales y hacerlas aparecer como lo que no fue, fruto de un arbitraje de buena fe.
Se fue armando la estratagema, a la que se bautizó con una rebuscada expresión latina, Arbitraje Ex Aequo et Bono, equitativo y bueno. Para ello, Bolivia ya había renunciado a su puerto sobre el río Paraguay. Su contrincante desistió del límite al río Parapití. Y lo principal, el Paraguay aceptaba entregar territorio conquistado, retrocediendo de la línea de hitos.
Los mediadores dibujaron el mapa de la línea limítrofe disputada a la que, luego de “profundos estudios”, iban a acordar los presidentes árbitros, quienes, sabedores de la superchería, delegaron sus poderes en los embajadores presentes en Buenos Aires. El mapa y el texto secreto finalizado fueron perfeccionados entre el 8 y la madrugada del 9 de julio. En el cansador tramo final, el boliviano anunció que se retiraba y lo firmaría por la mañana. Braden y compañía no le dejaron salir, por temor a cambios de última hora. Díez de Medina permaneció y junto a Báez, estamparon su firma al tratado oficialmente inexistente.
El desafío fue mantener el secreto. Para vaciar cualquier infidencia, los protagonistas recurrieron a solemnes embustes. Cantilo, de imprevisor, casi reveló el asunto, el 17 de julio. Estigarribia lo interrumpió y, de pie, declamó con vehemencia que su nación no sería parte de acuerdo secreto alguno, dado que esas componendas “son repugnantes al sentimiento público en el Paraguay”.
El acta de la sesión también anotó que, “el embajador Braden dijo que su Gobierno tiene una política firme de nunca firmar tratado alguno que tenga alguna sección secreta, y como los Estados Unidos tienen la intención de firmar este tratado, el mismo no puede tener cláusulas secretas”.
El secreto sobrevivió tal mejor que el de la Triple Alianza. Una sólida síntesis de esas bizantinas negociaciones la dio el veterano boliviano Roberto Querejazu Calvo, décadas más tarde: “Mediante el tratado, se simuló someter al arbitraje de los presidentes de la Argentina, Brasil, Chile, Estados Unidos, Perú y Uruguay, como a árbitros de equidad, una faja de 41.500 kilómetros cuadrados, extendida desde el río Pilcomayo hasta el río Paraguay, a la altura que ocupaban los ejércitos al terminar la guerra”.
Curiosa guerra, sin vencedor ni vencido aparente, aunque el Estado paraguayo se quedó con casi todo el territorio conquistado por las armas. La victoria en el frente tuvo costo económico sideral y político abismal. El Paraguay había sido arrastrado a la guerra en tanto democracia institucional imperfecta, pero funcional. La terminó degradado en dictadura populista y rapaz. La pretendida solución al decadente liberalismo, que administraba pobreza con libertades, fue la involución a régimen autoritario represivo. Cambió el sistema, siguió la pobreza.