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Los liberales mayoritarios eran fuente de insomnio gubernamental desde 1939. El general José Félix Estigarribia los tomó de rehenes con su Carta Política fascista de 1940. Pero solo a algunos, pues la mayoría prefirió renunciar a ser parte de una dictadura. Higinio Morínigo ensayó proscribirlos por decreto en 1942, al acusarlos de legionarios y antiparaguayos, pero solo hasta 1946, al sacar otro y derogando el anterior. Elecciones libres no eran alternativa, porque la victoria liberal era inevitable.
El Decreto N° 12246 del 25 de abril de 1942 es un compendio de los abusos de lenguaje y conceptos aplicados por el fascismo. Proscribió al Partido Liberal con justificaciones adolescentes y hasta el 31 de julio de 1946, ya en Primavera Democrática, los liberales no pudieron defenderse. Cuando lo hicieron, recurrieron al Dr. Luis De Gásperi y en la Plaza de la Libertad (hoy, Independencia) este demolió la argumentación moriniguista:
Al arrojar la inculpación a sus componentes del pasado y del presente, a los muertos y a los vivos, aglutinados en el todo ideal de la asociación, se acusa al Partido de “antiparaguayista y legionario, así por su extranjerismo recalcitrante como por sus métodos inicuos y sus fines protervos”.
Curiosamente, esta delirante acusación de actos criminales heredados a lo largo de varias generaciones, algo totalmente inadmisible hasta en tribunales estalinistas, lleva la firma de dos prominentes profesores de Derecho, rémoras del anterior Gabinete Universitario del Dr. Félix Paiva. Con un cinismo deslumbrante, el decreto acusa al liberalismo de favorecer a Bolivia en la anterior contienda, pasando por alto que no fueron precisamente liberales quienes entregaron varias veces Olimpo, Bahía Negra y parte del Pilcomayo a Bolivia en tratados solemnes.
Si bien el escrito de De Gásperi merece una lectura cuidadosa en toda su extensión, para los efectos de esta nota, basta con citar su desintegración del argumento “nacionalista”, tantas veces repetidas en el estronaje y hasta hoy por sus deudos y favorecedores. Disfrutemos del divertimento degasperiano:
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“En el poder, el Partido Liberal se habría caracterizado por su vasallaje a lo extranjero y su desprecio a lo autóctono”. La acusación es vaga, imprecisa, carente de toda trascendencia en un juicio de este género. ¿Qué es lo autóctono que el partido ha menospreciado? ¿El folclore? Nunca, jamás. ¿El idioma guaraní? Menos. Gondra, Osuna, Fariña Núñez y otros liberales eminentes fueron guaranizantes entusiastas. Nunca nos opusimos –ni aún los hijos de extranjeros– al cultivo de estos aspectos de nuestra sociología. Bilingüe el Paraguay, resulta absurdo ser nativo de él y no dominar ese dulce, aglutinante y cadencioso idioma que parece creado por el amor para expresar en las armoniosas ondulaciones de sus giros la pasión más elevada del alma humana.
¿Qué entenderán nuestros detractores por “vasallaje a lo extranjero? Somos una civilización de trasplante, una cultura europea injertada en el tronco indígena, como una orquídea que floreciese entre dos ramas de un urundey, ¿por qué habríamos de desestimar lo extranjero?
La lengua en que el Poder Ejecutivo querelló al Partido Liberal es la castellana, y este idioma es extranjero. El papel en que el libelo se estampó procede de ultramar y es extranjero. La tinta empleada para dejar en él grabados los sonidos y las articulaciones de las palabras es extranjera. La pluma utilizada para suscribir el documento es foránea y empleada por el libelista a pesar de su xenofobia.
Si mirásemos al pasado, entraríamos en el Reino de Extranjía. Inglés fue el arquitecto y constructor del Palacio de Gobierno, extranjero el arquitecto y constructor de la magnífica cúpula del Panteón de los Héroes, el que concibió el Teatro trunco de López y la Estación del Ferrocarril, ingleses los que trazaron y fijaron la primera vía férrea a Paraguay; los técnicos que en Ybycuí dirigieron la fundición de los cañones y de las balas que durante la Guerra Grande vomitaron fuego en las trincheras de Humaitá y Curuzú hasta que expiró el último soldado que las defendía; austriaco el coronel Wisner de Morgenstern, autor del Mapa General de la República que el Mariscal López hizo levantar en vísperas de la guerra; francés el Coronel Alfredo Du Graty, también contratado por López para explorar la riqueza mineral de nuestro suelo; extranjero el Coronel Thompson que trazó en aquella guerra los planos de las trincheras al pie de las cuales se hacía el juramento de “vencer o morir”; y si contemplásemos nuestro derredor, veríamos que extranjeros son los ingenieros que dirigieron el trazado y la construcción de la ruta Mariscal Estigarribia; extranjeros los que construyeron las obras del Puerto, los que levantaron el edificio del Banco del Paraguay; extranjeros los que instalaron la Compañía Internacional de Teléfonos, extranjeros los concesionarios de la explotación petrolera del Chaco, extranjera la harina con que se amasa el pan que comemos y así es extranjera la mayor parte de los signos del progreso de que nos ufanamos.
Y ya dentro del gobierno nacionalista de Stroessner, casi extranjero era él, hijo de alemán, extranjeras las armas que lo mantenían en el poder, los créditos que le permitían obras públicas, empleo partidario y reelecciones indefinidas. La lógica nunca figuró prominente en el arsenal de argumentos del fascismo criollo.