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–¿Cómo empezó esta historia de ustedes, una familia norteamericana en los setenta, detrás de los guayakíes que terminan cultivando soja?
–Esto empezó en los años 50 cuando mi papá, que era de origen noruego, después de pelear en la Segunda Guerra Mundial se asentó en Estados Unidos.
–¿Quién era su padre?
–Se llamaba Rolf. Él estuvo en Pearl Harbour y peleó en aquellas batallas feroces contra los japoneses por las islas del Pacífico. Sobrevivió con ayuda de la providencia pero quedó muy afectado. Se volvió alcohólico. Por suerte tuvo un encuentro profundo con Dios que le cambió su paradigma. Con el tiempo se hizo pastor evangélico. Se casó con mi madre, Irene Larson, una maestra de escuela de Dakota del Norte. Ella murió hace unos días a los 91 años. Mi hermana mayor nació en Wisconsin en 1956 y yo en Bolivia en 1958. Un año después ya nos instalamos en Paraguay. Mi padre y mi madre se interesaron en la suerte de los aché. Conocieron los relatos de otro misionero del Guairá sobre sus padecimientos en la zona de Caazapá, donde eran utilizados como esclavos. Lo que más les impactaba es que usaban niños como sirvientes, les alarmaban los asesinatos y las muertes masivas por enfermedades. Nos asentamos primero en (Mauricio José) Troche, luego en Fassardi y finalmente en Itakyry, Alto Paraná. En el 70, mi padre escuchó que había un grupo no contactado viviendo en el bosque, al sur de Alto Paraná. Nos mudamos a una región boscosa en el 71. Tomaba tres días llegar desde Ciudad del Este. Llevó cinco años establecer un contacto amistoso con ellos a través de un guía. Este guía todavía vive en nuestra comunidad.
–¿Cómo se llama?
–Lorenzo Krachogy. En el séptimo contacto ellos decidieron salir de la selva para instalarse en Puerto Barra que era el nombre de un obraje. A partir del 74, con la avalancha de Itaipú sobrevino la venta masiva de tierras a los brasiguayos, pero también a españoles, portugueses, alemanes. Ellos ya no tenían corredores para cazar y recolectar. Flacos y desnutridos abandonaban el bosque para no morir de inanición. Los blancos los perseguían con perros. Era de terror. Los consideraban animales salvajes. Para los perros eran como una presa más.
–La flecha de los aché también era temible.
–Estaban obligados a defenderse. Aparecieron algunos granjeros, obrajeros víctimas de sus flechas. Especialmente en la parte norte del Alto Paraná, Caaguazú, Canindeyú hubo muchas hostilidades de ambos lados, con muchas más víctimas indígenas que blancos. Ellos no entendían las reglas del mundo de afuera y la posibilidad de mal entenderse. Terminar muerto era una posibilidad alta para ambas partes.
–¿Cómo los convencieron?
–Les dejábamos regalos en el bosque: ollas, machetes, hachas, cualquier cosa que demostraba nuestra intención amistosa, no para atropellar, engañarlos o matarlos. No éramos más que tres: mi papá, el guía y yo. También se iba un colaborador de muchos años, Alejo Benítez. La comunidad de Puerto Barra empezó con 28 personas. Al principio plantábamos mandioca, maíz, poroto, caña dulce, productos para el autoconsumo; más tarde, cultivo para renta. Con el tiempo se incorporó tecnología, el tractor. Con el crecimiento demográfico se fue plantando una cantidad mayor. Entre el 82 y 83 se inició la plantación de soja. Hoy son 200 personas, casi 50 familias, con un área agrícola de 270 hectáreas, aproximadamente 30 para autoconsumo. Se cultiva yerba (mate) bajo sombra y en forma convencional. Tienen su propio tambo, cría de cerdos. Hay pasturas, potreros, piscicultura y apicultura de bosque, una huerta.
–¿Cuántas hectáreas tienen y cómo consiguieron las tierras?
–Las dos primeras propiedades, 241 hectáreas compró papá. Transfirió a nombre de la comunidad. Después, la multinacional italiana Agropeco SA les donó 380 hectáreas. Después de muchas negociaciones con el INDI se consiguió la última parcela totalizando cuatro propiedades. Hoy tienen 821 hectáreas. Desde 2013 hacemos una celebración con todos los aché. Rotamos cada año de comunidad. Esta vez nos toca a nosotros en Puerto Barra. Mi esposa, Rosalba López, está en la parte organizativa. Ella lleva adelante la parte educativa escolar. Es la única supervisión étnica para cuatro departamentos.
–¿Este fenómeno se repite en las otras comunidades?
–Varía de una comunidad a otra. Depende del acompañamiento y de los procesos que ha atravesado cada comunidad. Algunas vienen de la triste experiencia del genocidio en los años setenta, en la Reserva Nacional Guayakí en Cerro Morotí, que está en Caaguazú, entre Cecilio Báez y San Joaquín.
–¿Genocidio?
–Sí. El genocidio fue brutal. Murieron más de 500 por asesinatos, enfermedades... Unos misioneros americanos salvaron la vida de muchos de ellos. Llegaron en el momento más crítico cuando morían entre 60 y 80 personas por semana. Entre el 72 y 74 fueron los años más terribles. En Puerto Barra, los aché no pasaron por esa tragedia, ese punto tan negro de la historia de los aché. Todos los demás están procurando desarrollarse dentro de su contexto.
–¿Por qué les cuesta a los indígenas desarrollarse si tienen abundante tierra?
–Ellos no tienen acceso a crédito. No pueden poner su tierra en garantía, lo que es muy bueno porque nadie les puede arrebatar. En contrapartida, no hay mecanismo para empoderarlos para que ellos puedan prosperar. Ellos ya quieren participar también del mundo más complejo y más grande. Es el gran desafío.
–Los indios de Norteamérica son grandes empresarios.
–En Puerto Barra se busca aprovechar las ventajas utilizando la tecnología apropiada. Ellos están abiertos a innovar. La cultura no es estática y ellos lo saben. Todos los seres evolucionamos. Pero esa dimensión y su momento lo tienen que decidir ellos.
–¿Cuál es su opinión del papel del INDI?
–Hay muchas comunidades que tienen tituladas sus tierras gracias a la gestión del INDI. Eso es positivo. Pero qué lindo sería si se pudiera potenciar un poco el papel de esta institución para dar seguimiento a las necesidades de las comunidades, especialmente en producción y desarrollo.
–De unos años a esta parte hay manifestaciones de repudio por la celebración del 12 de Octubre, aniversario del Descubrimiento de América. ¿Qué dicen ellos?
–Están en su derecho de marchar y protestar todo lo que quieran porque después de 500 años los pueblos originarios tienen en la mochila muchísimas frustraciones. Lógico, en este mundo complejo que vivimos, con tantas corrientes y tantos intereses creados a veces se les utiliza también en su nobleza, su ingenuidad.
–Sobre todo en su pobreza.
–A los que no tienen para comer y dar de comer a su familia, donde ya no hay reserva para la dignidad, les cuesta entender las complejidades del mundo y los intereses que se juegan. No pueden decidir por sí mismos con el estómago vacío. Felizmente, de los 118 a 120 mil indígenas, la mayoría vive todavía en sus comunidades. Es un síntoma saludable. Pocos son los urbanos. Muchas veces se generaliza por unos pocos que aparecen de tanto en tanto como pordioseros ante las cámaras en la capital.
–Ese experimento que tienen ahí, ¿ese es el camino a seguir?
–Yo no me atrevo a decir que este es el camino pero Puerto Barra no es un ensayo. Es una experiencia propia del pueblo Aché. Ellos han demostrado que se puede hacer eso. Yo creo que los pueblos aborígenes que sueñan con algo mejor y buscan en su propio entorno cultural y sistema de trabajo un mejor nivel de vida podrían encontrar más apoyo en las instituciones gubernamentales, ONG y toda la gente de bien que se interesa en su suerte. Hasta podrían tributar el día de mañana como corresponde, ¿por qué no?
–Y ¿los no contactados?
–¿Por qué no se puede preservar un área de bosques? Yo estoy totalmente de acuerdo. Hay que respetarlos. Ellos fueron los primeros dueños del territorio. Se han depredado millones de hectáreas. Me parece legítimo que se pueda preservar ese pequeño territorio que todavía les queda.
–¿Qué profesión?
–Soy pastor misionero, tengo 57 años, soy consultor y experiencia en desarrollo comunitario. Soy un asesor miembro de la comunidad Aché en temas concernientes a su desarrollo.
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