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Corresponden a los padres, a la familia, la primera responsabilidad, el derecho y deber inalienables de educar a los hijos. Le han dado a cada hijo e hija la herencia biológica e igualmente tienen que darle la herencia cultural para que desarrollen su vida y puedan convivir en la comunidad familiar y social a las que pertenecen.
Mantener a los hijos en la vida y la cultura y capacitarlos para que crezcan en libertad y autonomía es cada día más difícil y costoso, porque crecen los riesgos en el vivir y se acrecientan las exigencias de la cultura de nuestras comunidades pluriculturales constantemente cambiantes.
Al ser más costoso, madres y padres luchan con denodado trabajo por conseguir los recursos económicos y no tienen tiempo para dedicarse a la educación de los hijos; al ser más compleja y cambiante la cultura, no se encuentran capacitados para introducir a los hijos en los conocimientos y competencias que la sociedad requiere para subsistir y aspirar a una vida de calidad.
Surgieron así en la civilización urbana industrial la necesidad y el apoyo de las instituciones educativas con la educación formal, que ayuda a los padres asumiendo el rol complementario para la educación integral de los hijos. La responsabilidad, el derecho y deber de educarlos siguen siendo prerrogativa de la familia, que en diálogo con las instituciones educativas construyen el proyecto educativo común, compartido por la comunidad educativa institucional.
La Constitución Nacional y la Ley General de Educación reconocen ampliamente la responsabilidad, derecho y deber de los padres, la familia, a la educación de los hijos, así como también reconocen el derecho a las comunidades educativas a participar en la definición de los proyectos educativos del Ministerio y de las instituciones creadas para la educación.
Es más, cuando la Constitución Nacional en el artículo 75 dice que “la educación es responsabilidad de la sociedad y en particular recae en la familia, en el municipio y en el Estado”, está dándole a la “educación familiar” no solo rango de derecho y deber, sino que la está elevando a la categoría de “política de Estado”. He aquí un enorme desafío.
Nuestra Constitución Nacional se sancionó en 1992, estamos en el 2016, es decir, a los veinticuatro años de ser sancionada aún no tenemos una sola ley que ordene este imperativo constitucional sobre la educación familiar. ¿A qué se compromete el Estado a fin de que la educación familiar esté garantizada para todos los niños, niñas, adolescentes y jóvenes? ¿Qué ayudas, qué estrategias, con qué recursos se ayudarán a las familias para que puedan realizar su derecho y deber? ¿Cómo asegurar el derecho de los padres a participar en las instituciones educativas donde se forman sus hijos? etc.
Otros países tienen sus respuestas definidas en diversas leyes, nosotros no. En un Estado social de derecho la política de educación familiar es considerada como una política social prioritaria y las razones para darle prioridad son obvias, sin educación familiar los ciudadanos más débiles y los más importantes para el futuro y la subsistencia de la nación, los niños, se encuentran en riesgo de vida y marginados de la cultura y de la integración efectiva en la sociedad, se les dejan en la debilidad, en la ignorancia, en la impotencia si no reciben la educación familiar.
Una política que abandona los derechos vitales de los niños desde su nacimiento, como es el derecho a la educación, formación y capacitación, es una política de autodestrucción como nación y como pueblo.
Nos quejamos del estado deficiente de nuestra educación formal en todos los niveles y tenemos sobradas razones para la queja, pero nos olvidamos de que no es menos deficiente el estado actual de la educación familiar. No basta tener la ley de la niñez, hacen falta las políticas y la legislación sobre la educación familiar.
jmonterotirado@gmail.com