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Estos personajes y “personajas” que cobran un salario público sin cumplir ningún trabajo concreto y que casi forman parte del folclore político vernáculo, tienen existencia terrenal y comprobada, fehacientemente.
Comparando y guardando las distancias, los planilleros son los que en la época del dictador Stroessner eran el contrabando y la corrupción: un mal necesario, una suerte de “precio de la paz” como pretendían justificar los personeros de aquel régimen.
El reparto de tierras públicas a quienes no eran sujetos de la reforma agraria, el contrabando que hacía millonarios a algunos generales de antes y ahora el ejército de planilleros que pueblan alegremente varias instituciones del Estado, se toleran porque son cosas de los “amigos” del poder y sus cómplices.
Con el advenimiento de la democracia, la posibilidad de hacer nombramientos por parte de las autoridades pasó a ser un “derecho adquirido” que perpetúa la contracultura de considerar que quienes acceden a un cargo público tienen, entre otras prerrogativas arbitrarias, la de repartir cargos a correligionarios y amigos, con sueldos pagados por la ciudadanía, sin que exista la obligación de que realmente trabajen para ganarse su salario.
En las instituciones públicas también hay muchísimos casos de gente que cumple horario y labores específicas, pero que no ingresaron por concurso público de méritos y aptitudes. Lo hicieron por ser “recomendado de” tal ministro, intendente o gobernador o “cupo de” tal senador, diputado o concejal.
En el Parlamento, el poder del Estado más expuesto al examen público, hubo en el pasado reciente algunos casos emblemáticos que motivaron que rueden cabezas.
Uno fue el del exdiputado colorado José María Ibáñez, que no solamente pagaba a sus empleados con dinero público sino que también les robaba parte de sus salarios.
El otro caso, durante el anterior periodo legislativo, fue el de la exdiputada Karina Rodríguez, que firmaba las planillas de asistencia por un asesor que trabajaba a distancia.
Estos casos vienen a colación porque tuvieron un alto costo político para sus autores, lo cual no ocurrió en otros muchos, pese a ser tanto o más bochornosos que los mencionados.
Uno de ellos, muy actual, es el del diputado colorado Tomás Rivas, quien continúa hasta ahora en su cargo, como si nada, a pesar de que su caso es igual al del lamentable exdiputado Ibáñez.
Uno de los últimos casos que saltó de planillerismo en la Cámara de Diputados, que se hizo público por publicaciones en la prensa, fue el de la funcionaria VIP del diputado colorado Luis Urbieta. Salta a la vista que una revisión superficial de quienes van a trabajar y quienes no en la Cámara Baja, evidenciará que los casos publicados no son aislados.
También es evidente que la mayoría de los diputados intentará soslayar este tema (de hecho, lo están haciendo) porque son muchos los involucrados y no están dispuestos a ceñirse a la ley, quedándose sin sus planilleros.
El fenómeno existe y los políticos pueden optar por hacer como que no, pensando que no les pasará lo mismo que a Ibáñez, porque sus casos no son tan escandalosos.
Sin embargo, la ciudadanía no es tonta y percibirá que los parlamentarios se mofan de ella. El resultado será que la credibilidad de ese poder del Estado seguirá en el profundo sótano en el que está actualmente.
mcaceres@abc.com.py