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El parque florido donde suelen citarse son los programas de radio y TV, donde barajan e intercambian chismes, relatos, anécdotas, fake news, interpretación de versiones y cálculos especulativos de matemática electoral. Los análisis en profundidad no se escuchan mucho en ellos porque el tiempo nunca es suficiente. Menos tiempo les resta todavía para enhebrar algún hilo en la aguja de tejer la teoría política. En cuando a la política internacional, no les atrae; ocasionalmente se limitan el comentar los cacareos más o menos escandalosos de los gallineros del vecindario.
Periodistas avezados son también buenos maquilladores de candidatos; diestros en peinarlos, perfumarlos y limpiarles las uñas para presentarlos al público. En circunstancias distintas, podrían hacerles muy difícil la vida; incluso aquí, en el Paraguay, donde este empeño es más arduo porque, en general, el político no gana ni pierde reputación.
Lo que más frecuentemente comparten el periodista y el político son las entrevistas, imprescindibles para ambos. Alguien resumió la interviú (como se decía antes) como una conversación íntima en la que el periodista intenta explotar la locuacidad del político y, éste, la credulidad del aquél. La táctica más recurrida del entrevistado, en estos casos, consiste en anticiparse a cualquier hecho negativo o dato criticable; entonces, el entrevistado comenzará por mostrarse más inflexible en la condena y, crítico, el doble. Sabe que nada hay que desoriente más al periodista en tren de obtener una nota fustigadora que el hecho de que su entrevistado resulte más cuestionador que él.
Si un político está siempre a la disposición para brindar notas, se torna muy popular en las salas de redacción y de producción. Pero el hablador incrementa estadísticamente sus posibilidades de pifiar, dando ocasión a los depredadores, que no suelen desaprovechar. Los que soslayan la regla de oro que aconseja que cuando nada tengamos que decir sobre algo, no lo digamos, son presas fáciles. Mas, al parecer, desaprovechar una oportunidad de hacerse oír en asuntos públicos es una privación muy penosa. A muchos, esta abstinencia les resulta más pesada de sostener que la castidad perpetua del beato Sebastián de Aparicio, que cuando se sentía incitado por el demonio de la carne se iba a acostar desnudo sobre un hormiguero.
En los últimos tiempos, presenciamos periodistas deviniendo políticos y políticos metiéndose a practicar periodismo; a mi criterio, hasta ahora y en general, ambos lo logran lucidamente, por cuanto los primeros ganan elecciones y los segundos conquistan lectores y oyentes. Estas transmutaciones exitosas nos permiten suponer que, quizás, el periodismo y la política son tan parecidos que constituyen oficios naturalmente conmutables.
No obstante, desde hace mucho, en todas partes, se escucha a gente escéptica asegurar que nada de lo que dicen los políticos ni lo que publican los periodistas es digno de crédito. De los primeros decía un escrito escocés: “En política, un caballero hará tranquilamente cosas por las cuales, en la vida ordinaria, él mismo arrojaría por las escaleras abajo a quien las hiciese”. Otro dicho anónimo asegura que lo mejor que hacen los periodistas es bajar de las colinas cuando la batalla ha terminado y rematar a los heridos.
En la vida cotidiana, sin embargo, estas opiniones no invalidan la atención general que continúan mereciendo unos y otros. Tal vez esta paradoja se explique por el acostumbramiento del público a esos defectos, de tal suerte que, si por azar los corrigieran, se apagaría su atractivo. “Creo que hay virtudes y valores auténticos en los políticos y en los periodistas de política –me decía alguien–, pero no conviene revelarlas porque podrían quedar completamente desacreditados”.
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