Ni inocentes ni bromistas

El Día de los Santos Inocentes carece de celebración en este país; tal vez por nuestra carencia de inocentes y nuestros pocos santos. O, tal vez, simplemente, porque esta leyenda nunca cobró ímpetu popular. En otros sitios, inicialmente fue una conmemoración religiosa, pero después, ya en la era moderna occidental, degeneró en una especie de día de las bromas, jugándose, obviamente, con la equivocidad del adjetivo “inocente”.

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¿Por qué perdió su carácter de triste evocación de un acontecimiento trágico para devenir en algo tan distinto, tan trivial, como lo de las chanzas? No se sabe. Lo que sí se tiene por seguro, es que aquella terrible matanza jamás sucedió, en realidad.

La leyenda alusiva relata que el rey Herodes fue alertado por unos magos que una estrella anunciaba que en Belén había nacido un primogénito destinado a reemplazarle en el trono de Israel. Con la intención de frustrar el sino, el rey ordenó a sus soldados asesinar a todos los primogénitos belenitas que tuviesen menos de dos años, entre los cuales quedaba incluido Jesús. La orden fue ejecutada eficientemente, aunque el principal se salvó, gracias a que sus padres fueron advertidos por un ángel y pudieron esconderse. Muy malo habrá sido aquel ángel, porque, ya que estaba en esa misión, hubiese avisado también a los demás; pero en fin…

Nadie de los que investigaron esa época logró confirmar la verosimilitud de tal masacre. Asesinar a primogénitos judíos hubiera sido un crimen, una desgracia tan inmensa, que su testimonio se hubiera labrado en piedra. Habría significado una tragedia inconmensurable para aquel pueblo que fundaba la supervivencia de su raza, su cultura y sus creencias en la proliferación de su descendencia; en fin, tan terrible hecho, de haber sucedido, hubiera sido consignado en cuanta crónica testimonial se produjese en lo sucesivo. Pero ninguno la menciona; no se halla una sola línea en la obra de un historiador puntilloso como Flavio Josefo; ningún cronista hebreo, griego o romano anota semejante sacrificio, demasiado brutal, incluso para una época de brutalidades.

Peor aún; ningún evangelista lo hace, excepto Mateo, el único que, solitariamente, relata el cuento. ¿Por qué motivo Mateo lo inventa? Posiblemente, por el mismo que inspiró los demás relatos evangélicos carentes de veracidad. Todos ellos estaban encaminados a dar a Jesús, el héroe de esos cantares, el carácter prodigioso y sobrenatural que necesitaban que proyectase. Pero se abusó tanto de las fantasías, de los relatos ridículos o inverosímiles referidos a Jesús, María y José, que la autoridad sinodal comenzó a expurgarlos ya desde los primeros siglos del cristianismo. Muchas de estas fábulas están contenidas en los llamados “evangelios apócrifos”.

La Iglesia mantuvo siempre el buen criterio de no legitimar oficialmente las narraciones carentes de fundamento histórico, aunque procurando no estorbar los cultos populares. Sabe por experiencia que la fe de la masa parece sólida cuando se manifiesta externamente, pero, en realidad, íntimamente es muy frágil, de modo que, cuanto menos se la altere menos riesgos de que se desmorone se correrán.

No habiendo, por tanto, anónimos inocentes sacrificados, tampoco los hubo santificados. La fecha no pasa de ser una anotación en calendarios y almanaques que recogen tradiciones, creencias y hechos prodigiosos, de esos que, a fuerza de repetirse mil veces, finalmente quedan atornillados en el imaginario colectivo.

En cuanto a gozar de la fecha para gastar chascos, no parece ser lo nuestro. La broma ingeniosa, la inteligente, aquí no abunda. Se diría que no somos ni santos inocentes ni buenos bromistas. Que más bien somos un pueblo que disfruta más de lo trágico que de lo cómico, de los dramas que de las farsas, que admira más a los tipos atrabiliarios, adustos, biliosos, que a los graciosos. Nada más echar una ojeada hacia nuestros héroes políticos y esta sentencia queda firme. Hasta el chiste debe ser moderado; como dice el ñe’ênga: “Anive chembopuka, he’i ipaladar ompeña va’ekue”.

glaterza@abc.com.py

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