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Pocas personas habrán tenido una vida tan plena, tan productiva, tan creativa, tan generosa, tan intensa y lo más admirable es que lo hizo confinado, desde muy joven, a una silla de ruedas. Desde esa silla de ruedas, por la fuerza de su voluntad y de su intelecto, viajó no solo por el mundo, sino por todo el universo, tratando de desentrañar sus secretos para compartirlos con toda la humanidad.
Quienes conocen las complejidades de la física moderna dicen que era un genio, el físico más destacado de los últimos tiempos. Yo por mi parte puedo decir que ese universo me parecía completamente incomprensible hasta que leí la más popular de sus obras de divulgación: “La historia del tiempo”.
En ese libro me sedujo desde la introducción, donde compara las explicaciones científicas del inicio del universo con las religiosas, con la gracia y la ecuanimidad de un sabio, y después, capítulo tras capítulo, me guió por el intricado laberinto de una ciencia de élite, convirtiendo lo incomprensible en accesible, lo complicado en sencillo, lo desconcertante en divertido.
Como millones de personas en todo el mundo, lo poco o lo mucho que he llegado a comprender y valorar de la física moderna se lo debo a Stephen Hawking, que no se conformó con ser un genio encerrado en su laboratorio, rodeado de sus pares y discípulos; sino que hizo un esfuerzo sobrehumano para compartir con los profanos, como usted y como yo, lo máximo que estuviera a su alcance enseñar y a nuestro alcance aprender de sus conocimientos.
Hay en la trayectoria de Hawking algo aún más admirable: su ansiedad de vida no se limitó a su ámbito profesional científico. Amó y fue amado. Opinó sobre temas de actualidad. Hasta se permitió el lujo de actuar en películas de cine. Uno podría imaginar que un hombre tan castigado por la enfermedad estaría sumergido en la amargura y sin embargo sus intervenciones públicas estaban siempre llenas de un humor ingenioso y festivo.
Unos botones de muestra: “Solo somos una raza de primates en un planeta menor de una estrella ordinaria, pero podemos entender el universo” o “La próxima vez que hablen con alguien que niegue la existencia del cambio climático, díganle que haga un viaje a Venus. Yo me haré cargo de los gastos” o mejor aún: “Me he dado cuenta que incluso las personas que dicen que todo está predestinado y que no podemos hacer nada para cambiar nuestro destino, siguen mirando a ambos lados antes de cruzar la calle”.
Lo que trato de trasmitir en estas líneas es que Stephen Hawking no es solo notable como el genial científico que sin duda fue; sino tanto o más admirable por habernos regalado con su ejemplo una maravillosa lección de vida… En sus propias palabras: “No le tengo miedo a la muerte, pero yo no tengo prisa en morir. Tengo tantas cosas que quiero hacer antes”.
¿No es maravilloso que esa frase la haya dicho una persona asediada por el dolor, deformada por la enfermedad, que tenía que comunicarse a través de una computadora y que, ciertamente, ya había hecho más que la inmensa mayoría de los seres humanos? Eso es verdadera grandeza de espíritu.