Las chapuzas centenarias

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SALAMANCA. Hay quienes no creen en las coincidencias. Pero no se puede negar que de pronto confluyen situaciones que parecen buscadas de propósito. Acabo de terminar de leer un libro sobre Madame Elisa Lynch: “Calumnia” (Editorial Taurus, ebook 2011), de dos escritores ingleses: Michael Lillis y Ronan Fanning.

Un juicio no muy literario ni muy estricto me llevó a la conclusión de que es una obra que se puede desguazar en dos partes: la primera, que es la propiamente escrita por los autores ya mencionados, y prescindir de ella. La segunda, a manera de apéndice, trae la “Exposición y protesta” que escribió Madame Lynch estando en Buenos Aires, cuando regresó años después de terminada la guerra. Realizó entonces una fugaz visita a Asunción donde desembarcó el 23 de octubre de 1875 por la mañana y regresó al barco en la madrugada del domingo por indicación del presidente Juan Bautista Gill. Indignada por lo que ella consideró una traición de este, a finales de ese año, en Buenos Aires, escribió este documento que se puede calificar de memorable, sin importar de qué lado de la historia se esté, pues a unos 150 años de aquellos acontecimientos todavía no hemos podido ponernos de acuerdo.

Leer esas páginas que se editaron en la Imprenta Rural de la capital porteña a fines de aquel año nos pone ante la inquietante sensación de que no han pasado 139 años, sino que se están narrando situaciones que se producen en este mismo momento. Para decirlo con mayor crudeza: el tiempo no ha pasado, seguimos siendo los mismos políticos, los mismos intelectuales, los mismos ciudadanos, los mismos militares de aquel entonces. El país, más que estancarse, quedó congelado en un momento de la historia sin que las experiencias vividas, las buenas y las malas, las positivas y las negativas, las alegres y las dolorosas, hayan servido absolutamente para nada.

Hasta aquí la idea que me iba haciendo al leer esas páginas con el deseo de escribir un artículo. Objetivo cumplido. Aquí viene la coincidencia: sorprendido entre el pasado y el presente, entre aquello y esto, entre lo que fue y lo que sigue siendo, descubro que descendientes del Mariscal López han manifestado el derecho que tienen sobre el Palacio de Gobierno. A los incrédulos les digo: sí, tienen ese derecho. ¿Por qué? Porque terminada la guerra, un decreto del presidente Rivarola declaró fuera de la ley a López y sus descendientes. Creyó que con esto quedaba todo solucionado. No, no era suficiente. Para más inri, estaba violando artículos de la Constitución de 1870, los mismos artículos citados por Elisa Lynch en su escrito en el que demuestra conocer nuestras leyes mejor que el propio presidente.

Su presencia en Asunción, en lugar de servir para poner las cosas en claro, con los documentos y, sobre todo, las leyes, sobre la mesa, no logró darle la solución que estaba solicitando la interesada. Nada de esto se hizo. Un grupo de mujeres escribió una carta insultante, acusándola de males sin fin, incluso de la guerra, de los juicios de San Fernando y del robo de joyas, por lo que pedían su inmediata expulsión. Juan Bautista Gill, incapaz de soportar esta presión y mediar entre las partes, ordenó que se embarcara inmediatamente. Cierto es que se ofreció a recibir a Elisa Lynch ¡después de la medianoche! de modo que nadie se enterara que recibía a la “Lady Macbeth del Plata”. Viendo las idas y venidas de los enviados del presidente de la República al que se lo nota acorralado después de haberle prometido a Lynch todo su apoyo, su amistad y su poder para solucionar los problemas, se llega a la conclusión de que las chapuzas de la política de hoy no son nuevas, son nada más que continuación de las chapuzas que ya se cometían hace casi siglo y medio.

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¿Le devolvemos o no el Palacio de Gobierno a los legítimos herederos de su propietario? Se le puede alquilar una oficina al Presidente de la República en algún edificio de los alrededores, pues ya debe estar acostumbrado al barrio. También queda otra opción, que es la que tiene mayores posibilidades: hacer unas cuantas nuevas chapuzas y no dar por terminado el pleito, sino simplemente postergarlo para otro día, para otro año, para otro siglo, del mismo modo que se ha venido haciendo desde entonces. Piénsese cuántos presidentes se han sucedido en el cargo en siglo y medio; trátese de averiguar cuántos de ellos se interesaron por el problema (quizá ni se enteraron) y cuántos de ellos intentaron una solución. Ninguno. En nuestro país, ni siquiera el tiempo fluye.

jesus.ruiznestosa@gmail.com