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En la mañana del 18 de junio de 1815, el general inglés Arthur Wellesley, más conocido como Duque de Wellington, al frente de un ejército de 69.000 ingleses y 25.000 prusianos, se enfrentó a las tropas de Napoleón Bonaparte compuesta por 69.000 franceses. Al final de la jornada, quien había incendiado Europa, desde España hasta Moscú, estaba derrotado. Hecho prisionero marchó al exilio a ese enorme peñasco que sobresale del mar en el Atlántico sur donde terminaría sus días seis años más tarde, solo, enfermo, abandonado de todos. ¡El emperador de casi toda Europa!
Los doscientos años de aquella memorable victoria, se recordó con la solemnidad y el boato que se merecía. Miles de figurantes vistieron de nuevo los uniformes de los ejércitos de Inglaterra, Francia y Prusia, se reconstruyeron armas de la época, actores conocidos interpretaron a los personajes principales y se puso en escena, cuidadosamente coreografiada, la batalla decisiva, con disparos de cañones y de fusiles. El campo volvió a impregnarse de olor a pólvora, aunque esta vez no de sangre.
Dentro de las celebraciones se revivió una antigua tradición que había sido inexplicablemente abandonada. Para celebrar la victoria, el Duque de Wellington había ofrecido un banquete a sus setenta y cinco generales. El banquete se repitió año tras año, con un breve intervalo, siempre con setenta y cinco comensales. Hoy ya no son generales, sino personalidades que se han destacado por algún motivo.
Waterloo (léase “Baterloo” y no a la manera inglesa “Uáterlu” por ser término francovalón) está a no más de 20 kilómetros al sur de Bruselas. Desde la base del pedestal que sostiene el enorme león, al que se llega después de subir casi 300 escalones, lo que se ve es el campo, el espacio vacío, y entre la lejana arboleda algunos edificios históricos, como la granja Hougoumont, donde comenzó la batalla aquel 15 de junio alrededor de las 11.00 de la mañana y otras granjas que sirvieron de cuartel general de Napoleón, de Wellington y otros protagonistas de la batalla. En algunas de ellas hay pequeños museos. Y nada más.
Me impresionó de qué manera un espacio abierto, un espacio vacío, puede estar cargado de tanto significado. Queda a cargo de nuestra imaginación colocar los cañones, la caballería, la carga de infantería y aquel zafarrancho de combate en el que se jugaba la libertad de un continente. Desde lo alto de aquella colina, barrida por un viento helado y la nieve que se arremolina en torno al monumento (estuve en invierno) se vive la certeza de estar en un sitio sagrado.
Esto me vino a la cabeza por oposición a lo que sucede entre nosotros que sentimos especial animadversión hacia los espacios abiertos, hacia los lugares vacíos aun cuando lo que justamente nos sobra es espacio. Al encontrar un espacio así lo primero que se piensa es poner algo, llenarlo de cosas, atiborrarlo de volúmenes sin sentido. Creo que fue Josefina Plá quien habló del “miedo a los espacios vacíos”. Así destruimos nuestros monumentos, nuestros lugares históricos, los sitios que tendrían que ser sagrados no por motivos religiosos, sino porque allí, alguna vez, en algún momento, por algún motivo, se jugó la libertad de todos o bien se sentaron los principios para que nuestra cultura tuviera inicio. Aquí nunca podría existir un Waterloo.
jesus.ruiznestosa@gmail.com