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Kertész, que falleció hace unos días, recibió el Nobel de la Paz, en 2002; a tiempo, pues, para disfrutar de la distinción y la recompensa, hecho feliz que trajo a mi memoria otro caso, similar pero de signo opuesto: el Nobel que unos años después, en 2007, le fue negado a Irena Sendler, prefiriéndose al entonces vicepresidente estadounidense Al Gore, que lo recibió «por sus esfuerzos para construir y diseminar un mayor conocimiento sobre el cambio climático causado por el hombre y poner las bases para la toma de las medidas que sean necesarias para contrarrestar ese cambio», según se pronunció la Academia.
No discutamos los méritos del multimillonario Gore (que predica el ahorro de energía y se hace vegano para desalentar la ganadería, aunque se traslada en su avión privado quemando toneladas de carbono); pero digamos dos palabras –a destiempo– sobre la derrotada Irena.
Polaca, católica y socialista, durante la Segunda Guerra la incluyeron en un pequeño grupo de profesionales médicos para trabajar en el gueto de Varsovia. Como a muchos, a ella llegaron las murmuraciones que corrían acerca del proyecto “solución final” del régimen nazi, de modo que, con algunas colegas, organizaron una solapada evacuación de niños. Todos los días que la enfermera Irena entraba al gueto salía de él con uno o dos chicos, escondidos en mochilas, cajas de herramientas, bolsas de papas, ataúdes y hasta deslizándose por ductos y alcantarillados.
Más, un día aciago sucedió lo inevitable: la Gestapo la sorprendió, la atrapó, la torturó, quebrándole las dos piernas y ambos brazos, procurando información acerca de quiénes y cuántos había sacado del gueto (que fueron más de 2.500). Cada niño había sido cuidadosa y sigilosamente colocado en casas de familias polacas que los aceptaban con pleno conocimiento de su condición y riesgos. Irena soportó el suplicio, no soltó prenda y recibió condena a muerte. Antes del día de la ejecución, un soldado alemán le facilitó la fuga y luego la incluyó en la lista de fusilados.
Como Irena se tomó el trabajo de anotar cada uno de los nombres y origen familiar de los niños evacuados, lista que ocultó dentro de un frasco de vidrio que enterró en el jardín de su casa, acabada la guerra se propuso localizar a los padres, la mayoría de los cuales, por supuesto, había sido exterminada. Esa identidad de cada quien, tan meticulosamente conservada, fue la diligencia que luego hizo posible la recuperación de sus identidades y el reencuentro con sus familiares.
Pero, para que la vida no se tornase tan fácil para ella, otro régimen tiránico se apoderó de Polonia y la persecución prosiguió. Como los comunistas congeniaban tan mal con los socialdemócratas como con los fascistas (conflictos de familia), también la consideraron una sospechosa y la hostigaron como tal. Y como los comunistas polacos también eran antisemitas, prohibieron se investigue y ventile el “asunto judío”. De modo que ella tuvo que continuar trabajando en la clandestinidad y bajo riesgos fáciles de imaginar. Irena Sendler falleció al año siguiente del que se le retaceara el Nobel.
En fin –¿qué más decir?–; a los ambientalistas no nos caía mal el señor Al Gore; pero a los humanistas nos caía mejor el “Ángel del gueto de Varsovia”, que es como se la conoció después a Irena. Aunque, pensándolo mejor, ella no necesitó de ningún galardón relumbrante para dejar inscripto su nombre en lo más empinado de las líneas de la historia de aquel tan terrible siglo XX.
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