Entre el paraíso y el infierno

Cada persona es única e irrepetible, y como tal observa la realidad desde una perspectiva particular. Como cada individuo es un observador diferente de la realidad, es normal que sobre la misma realidad haya opiniones distintas. Es lógico y bueno que eso ocurra. La diversidad nos permite contrastar nuestras opiniones y posturas sobre las cosas, y nos ayuda a llegar a la verdad. Por eso es que nadie debe atribuirse el monopolio de la verdad. Cualquier atribución de la verdad conduce a la violencia, porque quien se cree dueño de la verdad siempre trata de imponerla.

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Esto último es lo que venimos observando con creciente preocupación en nuestra Sociedad. Partiendo de una distorsionada interpretación de lo que es vivir en democracia, abusamos de nuestra libertad de expresión para arremeter irresponsablemente contra la libertad de pensamiento y opinión de los demás. El diálogo prácticamente perdió vigencia en muchos ámbitos. La simple exposición pública de opiniones o posturas personales sobre cualquier tema, en lugar de generar debates sensatos y constructivos, desata oleadas inexplicables de improperios, ofensas y ataques dirigidos, no a aportar riqueza y claridad a la discusión, sino directamente a destruir al que opina diferente. Y en esto todos somos responsables: los intolerantes, y quienes con nuestra indiferencia aceptamos como normal la intolerancia.

Eso es preocupante, porque por más potencial e individualidades capaces, positivas y visionarias que tenga una sociedad, difícilmente podrá alcanzar un futuro promisorio si sus componentes, en vez de integrarse y potenciarse unos a otros, se destrozan entre sí; menos aún si lo hacen inspirados en los malos ejemplos de muchos de sus líderes políticos.

¿Por qué hay tanta crispación en nuestra sociedad? ¿Por qué los espacios radiales de micrófono abierto y los comentarios en internet sobre publicaciones digitales están llenos de insultos y descalificaciones personales y casi vacíos de argumentos que sustenten opiniones diferentes? ¿Por qué en vez de escuchar, respetar, considerar la opinión ajena; plantear argumentos que contribuyan a enriquecer las discusiones, y proponer ideas que ayuden a resolver problemas que afectan a la sociedad, muchos optan directamente por el atajo arrogante de la descalificación de la opinión, y del innecesario e injustificado insulto a la persona que la expresa?

Es probable que la principal causa de esta situación sea nuestra falta de educación, que cuando pretendemos infructuosamente taparla con la insolencia, la evidenciamos aún más. Otra razón es nuestra cobardía, que nada tiene que ver con el valor de nuestros antepasados. Nos sentimos importantes y omnipotentes denostando contra todo el mundo, atrincherados detrás de un teclado o un teléfono; y más arrojados aún, cuando lo hacemos por medio de un perfil falso o una llamada anónima. Pensamos que es mejor así, porque nos creemos inteligentes. ¿Para qué vamos a complicarnos identificándonos o presentando una denuncia formal, asumiendo innecesariamente la responsabilidad que ello implica? Nuestra temeridad nos lleva a arremeter con todo y contra todos inspirándonos, hasta sin darnos cuenta, en la frenética convicción heredada de la dictadura, de que toda idea contraria a la nuestra debe ser destrozada, y quien opine diferente debe ser masacrado, para que aprenda de una vez a no pensar; y si lo hace, para que ni se le ocurra en adelante contradecirnos; menos aún expresando públicamente su pensamiento.

Algo parecido ocurre en la política. Lamentablemente aquella popular receta criolla de introducción al discurso político, transmitida de generación en generación por políticos mediocres: “eja’o liberálpe terã colorádope, asegún la nde color”, sigue gozando de actualísima vigencia. La carencia absoluta de propuestas, y la mediocridad que impide a un orador hilar tres palabras medianamente razonables, coherentes y recatadas para cuestionar con altura alguna propuesta del adversario, no constituyen motivos de preocupación y menos aún de insomnio para un eventual candidato. Para eso están los asesores, quienes le proveerán un vademécum de improperios, ofensas y todo tipo de vocablos denigrantes, que expresados con el entusiasmo adecuado, y si es posible a los gritos, lograrán el deseado efecto de enfervorizar a sus adeptos y deprimir al adversario. Este lenguaje servirá además, como clara advertencia a cualquier otro mortal decente y celoso de su buen nombre, honor y reputación, para que ni se le ocurra pensar incursionar en la política con la peligrosa intención de buscar el bien común o algo que se le parezca.

Es increíble la energía que malgastamos todos los días en la descalificación infundada, en el insulto innecesario, en el manoseo injustificado, y en la manifestación recurrente de expresiones apocalípticas, humillantes, pesimistas y destructivas. Si es así como pensamos resolver los problemas que nos afectan como sociedad, estamos definitivamente perdidos.

Pero si esa misma energía la aplicáramos a la crítica constructiva, a la denuncia responsable, al reclamo firme pero respetuoso, a la opinión decente y fundada, a la búsqueda del diálogo y a la propuesta creativa conducente a alguna solución, sí tendríamos asegurado un futuro mucho mejor.

Nuestro país puede ser un paraíso o un infierno. Eso depende de nosotros. (*) Miembro del Equipo Nacional de Estrategia País (ENEP)

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