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Roque González Vera viene publicando en ABC Color el caso que podría ser un formidable tema para una comedia, un drama o una tragedia. Da para cualquiera de estos géneros. La corrupción, que se enamoró perdidamente de nuestro país, se vale de mil formas para hacerse sentir cada vez con más fuerza.
El protagonista de la comedia, drama o tragedia, es Francisco “Manito” Feliciano Duarte, demandado, después de muerto, por su yerno Enrique Sarubbi, por una cuestión de tierra en Minga Guazú, Alto Paraná. La causa es por “cumplimiento de contrato”.
El juez, Manuel Geraldo Saifildin Stanley, ante la inasistencia reiterada de Duarte, lo declaró rebelde. Podemos tomar el caso por el lado de la comedia. Se me ocurre pensar que el demandado incumplió la orden judicial porque no estaba presentable para la cita con un juez. No iba a asistir –nunca mejor dicho– con su aspecto cadavérico. Muerto y todo, tiene su dignidad. No va a estar sentado en una oficina judicial con su mortaja que ya ha de estar bastante estropeada por el uso y por el tiempo. Optó por perder el pleito antes que se le vea como nunca nadie lo vio. Alto funcionario del estronismo, acostumbraba a lucir todas las ventajas que da el dinero comenzando por trajes, camisas, calzados, etc., de marcas muy conocidas. Se entiende, entonces, por qué prefirió que el juez lo declarara rebelde. De todos modos, si Su Señoría tanto insistió en tenerle en su despacho, y no lo consiguió, le quedaba el recurso de valerse de la fuerza pública. Todos saben dónde está enterrado “Manito” Duarte.
La historia que nos cuenta Roque, documentadamente, es la siguiente: La finca en cuestión, de 20 hectáreas, valorada en ocho millones de dólares, es propiedad de la inmobiliaria HB S.A., que compró en el 2005 de Higinio Benítez, quien la adquirió de Humberto Zapattini, y este, de Francisco Feliciano Duarte. En enero de este año, Enrique Sarubbi violó el domicilio del propietario. Estuvo acompañado por varias personas y una patrullera policial de Minga Guazú. Dijo ser el dueño de la finca. Exhibió una transferencia judicial emanada del juez de Capiatá, Manuel Geraldo Saifildin Stanley. La tal transferencia tiene su origen en una demanda por cumplimiento de contrato y obligación de hacer escritura pública. La demanda, impulsada por Sarubbi en el año 2013, fue contra el propietario original, Feliciano Duarte, fallecido en junio del 2000.
En el transcurso del proceso, el juez enviaba la citación al domicilio de Duarte, donde su viuda respondía que su marido no se encontraba en esos momentos pero que cuando volviese le entregaría el documento. Nadie sabe cuándo regresará. Es posible que nunca más.
Cuando el abogado, Jorge Barrios, fue preguntado por el periodista por qué Sarubbi no contó al juez que su suegro había muerto, el letrado respondió: “No tenía en sus manos el certificado de defunción de su suegro; por lo tanto, no tenía constancia legal de que hubiera muerto. No tenía un papel que diga que murió”.
¿Y el yerno no se preguntó dónde se encontraba su suegro desde hacía 13 años? Por otro lado, ¿no asistió a su velorio y luego al entierro? Su esposa, la hija del difunto, ¿nunca le comentó, en última instancia, que su padre había fallecido? El certificado de defunción es importante, pero Francisco Feliciano Duarte puede haber demostrado a Su Señoría que estaba muerto. La cosa es que los familiares querían que estuviese vivo por lo menos hasta que la finca pasase a manos del yerno.
¿Ahora ya saben que Feliciano Duarte murió? Es de esperar, entonces, que ya no le fastidien con citaciones judiciales.
Este caso, en manos de un autor de cuentos, terminaría con el muerto sentado en el juzgado frente a Su Señoría. Su calavera, mucho mejor que un certificado, probaría los años que lleva de difunto.
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