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En la misma naturaleza observable, tan cotidiana y vulgar como pueden ser los tomates, los científicos no pueden explicarnos por qué siendo mucho más pequeños que nosotros, tienen muchos más genes que los seres humanos. Se sabe que un tomate tiene treinta mil genes, mientras que nosotros tenemos entre veinte y treinta mil como máximo. Eso no es misterio, es sencillamente una de nuestras incontables ignorancias.
Podemos esperar que en el correr de los años la humanidad vaya conquistando muchas más metas en los conocimientos y eliminando muchas ignorancias.
No podemos imaginar cómo serán los hombres y mujeres dentro de un millón de años, y si entre ellos y nosotros habrá más diferencias que las que hay entre nosotros y los antropoides prehomínidos, quizás ellos tendrán un desarrollo cerebral excepcional y el misterio y la mística les serán normalmente accesibles, pero nuestra situación es que vivimos inmersos en ignorancias y entre misterios.
Admirando el universo me pregunto: ¿Por qué existe cuanto existe? Los científicos intentan explicarnos su teoría del Big-Bang, pero con esa teoría hipotética en todo caso nos están diciendo cómo empezó lo que existe, pero el “por qué” empezó y por qué existe no me lo saben explicar. Si les pregunto algo más cercano: ¿Por qué existo yo? me dirán cómo fui concebido en la entraña de mi madre por el amor de mi padre y su íntima comunicación, pero ciertamente no me explican por qué fui yo el que fui concebido, es decir, por que ese esperma concreto, entre los muchos comunicados, fecundó ese óvulo concreto de los muchos activados y no otro, porque ese esperma y ese óvulo constituyeron mis primeras células y que yo haya venido a la vida, y no otro, que ciertamente no sería yo. Ante el misterio de la existencia personal, el profeta Isaías le encontró una explicación mística: “Desde el vientre de mi madre, Dios me eligió”.
Además de las ignorancias, los misterios también nos rodean. ¿Qué hacer ante los misterios? Ante la dificultad de penetrarlos, lo más frecuente es dejarlos a un lado, salvo cuando en ciertos momentos de la vida nos asaltan preguntas de filósofos y místicos. La educación que formalmente ha decidido prescindir de la dimensión espiritual del ser humano, con más impotencia prefiere ignorar los misterios, porque aunque sean parte de vivencias e inquietudes de todo ser humano, los educadores no saben cómo asomarse a ellos y cómo compartir la aproximación a ellos con los educandos.
Estamos ante el profundo desafío de qué conocimientos y habilidades del pensamiento queremos que desarrollen los hijos y estudiantes.
Benjamín Bloom, fallecido en 1999, creó una brillante clasificación de las habilidades del pensamiento y sus niveles. Su “taxonomía” de las habilidades de pensamiento (1956) sigue siendo un instrumento extraordinariamente valioso para orientarse en cómo desarrollar las habilidades de pensamiento en la educación formal. Bloom distingue seis niveles en esas habilidades. Del nivel más bajo al más alto van en este orden: conocimiento, comprensión, aplicación, análisis, síntesis y evaluación.
Hay buenos profesores que saben cómo usar esta clasificación, con sus respectivos contenidos en cada uno de los niveles, y logran éxitos significativos en la enseñanza y aprendizaje para saber pensar, pero también hay que reconocer que la mayoría de nuestros educadores profesionales, también en universidades, se contentan con lograr en sus alumnos solamente el primer nivel de habilidades de pensamiento: el conocimiento, entendido como recoger información y traerla a la memoria.
¿Qué pasaría si en nuestro país ese 56% de nuestra población que tiene menos de treinta años tuvieran al cien por cien los seis niveles de habilidades del pensamiento, que Bloom propone para todo sistema educativo? Ese sería nuestro despegue definitivo del subdesarrollo. Y con ese equipaje, el fascinante horizonte de los misterios tal vez estaría más cerca.
jmonterotirado@gmail.com