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Llovían folletos y revistas que ofertaban los más variados artículos. Si algo había que interesara a la firma, se enviaba una carta con el invariable encabezamiento: “Debemos vuestra dirección...”
Por ahí cayó en mis manos una colorida revista que ofrecía una serie fantástica –por lo menos a mí me pareció fantástica– de productos de comunicación. Me quedé hechizado por uno de ellos y envié la carta a Motorola, en Estados Unidos, en la que pedía detalles con viva muestra de interés por adquirirlo. Escribir en el papel con logo de la empresa me pareció una forma segura para recibir respuesta. Hice más: Firmé Alcibiades González Delvalle, Gerente.
Pasaron los meses y ya me había olvidado de mi “vivo interés” hasta que una mañana aparece un caballero pidiendo hablar con el gerente. Se presentó como representante regional de Motorola. Gill Peris le hizo pasar junto a Marcos Melanto Samaniego. Cualquiera que le haya conocido a este señor se acordará de su sonrisa. Una sonrisa que se volvía siniestra cuando se trataba de acompañarla a una ironía feroz, de la que era adicto. Enseguida fue llamado Gill Peris. No hice mucho esfuerzo para entender que estaban tratando mi carta. No se me ocurrió otra idea que salir corriendo, bajar por la calle 15 de Agosto y perderme en la Chacarita para siempre. Cuando intenté hacerlo me paralizó la voz de mi jefe que desde la puerta de la gerencia me gritó: “Quédese”. Nunca lo había escuchado así ni nunca había visto tanto fuego en la mirada. Me quedé clavado al piso a la espera de que por lo menos me fusilaran. Finalmente, el señor Samaniego, el visitante y Gill Peris, salieron conversando amablemente. Al pasar delante de mí, rumbo a la salida, el representante de Motorola me pasó la mano con un “mucho gusto señor gerente”. Un coro de risas de los demás empleados llenó el salón.
Me sentía terriblemente incómodo que todavía no dispusieran de mi vida. Al cabo de no sé cuánto tiempo –tal vez fueran solamente minutos– el gerente me ordena pasar a su despacho. Me recibe con la carta que yo había firmado. “Ahora me entero –me dice con su sonrisa copiada de Lucifer– que he sido sustituido por un ordenanza. Tuvo usted suerte de haberse encontrado con una persona bondadosa. Si no, tendría que usted haberle pagado su pasaje y viático. ¿Con qué dinero? Trabajando 100 años no le alcanzaría aún para hacerlo. Retírese”.
Mi jefe me comunicó que la empresa decidió trasladarme a otra dependencia. Estaba ubicada en Presidente Franco casi Montevideo. Se trataba del depósito donde se almacenaban cueros vacunos para la exportación. Me ordenó que “ya mismo” me presente al encargado, el señor Decoud, un luqueño a quien conocí en la Administración Paraguaya de Alcoholes (APAL) donde yo era botellero, o sea, lavador de botellas.
Apenas hube llegado mi nuevo jefe me ordena alzar –junto con otros obreros– una inmensa cantidad de cueros en un enorme camión. Yo era muy flaco y no eran muchos los cueros que cabían sobre mis espaldas. No soporté ni una semana y me retiré de la empresa.
Cuando estaba en la oficina de Benjamín Aceval y 15 de Agosto miraba con suspiros el edificio del diario “El País”, a media cuadra, antecesor de “Ultima Hora”. Ya soñaba –mi defecto de siempre– con ser periodista.
El representante regional de Motorola aprovechó muy bien su tiempo en Asunción. Acopió informes que posibilitaron la venida de la empresa al Paraguay.
Pasaron los años, no muchos, y al fin había encontrado el oficio que me calzaba. Llegué a trabajar en “El País”, sección policiales, donde tuve un nuevo encuentro con Marcos Melanto Samaniego. Un encuentro de novela que lo relataré en un próximo artículo.