David Lloyd George y las elecciones del 15 de noviembre

Su nombre podrá sonar quizás a alguno, pero la vasta mayoría de las personas hoy día no tiene ni la más remota idea de quién era David Lloyd George.

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Sin embargo, si se hacía la misma pregunta allá hacia el año 1925, la respuesta sería inmediata: Lloyd George fue uno de los más grandes primeros ministros de la historia de Gran Bretaña, y quizás, uno de los estadistas más importantes de los últimos doscientos años. No es poca cosa que el sobrenombre de un gobernante sea “El Hombre que Ganó la Guerra” – en este caso, la I Guerra Mundial.

Por otro lado, si uno pregunta cuáles son los grandes partidos políticos de la democracia parlamentaria más antigua del mundo hoy día, tampoco habría dudas: los Conservadores (Tories) y los Laboristas (Labour). Nadie recordará, seguro, al Liberal Party.

Sin embargo, durante casi 100 años, el Liberal Party, empotrándose sobre la figura de su primer gran líder, William Gladstone, tendría una dominación absoluta de la política isleña, transformando a Gran Bretaña y sentando las bases del moderno Estado inglés.

Y lo hizo de la mano del propio Lloyd George, quién, primero como Chancellor of the Exchequer, y luego como Primer Ministro, introdujo las más radicales reformas en la historia contemporánea de Gran Bretaña. Lo que hoy parecen verdades de Perogrullo son, en realidad, medidas introducidas en forma pionera por Lloyd George: su People’s budget (“Presupuesto de la Gente”) revolucionó socialmente al antiguo reino, subiendo los impuestos a los aristócratas terratenientes, a las rentas elevadas y a los artículos de lujo –no en vano se enfrentó mortalmente con la House of Lords– para poder financiar programas sociales. Y así, se convirtió en el campeón del pueblo, de los más desfavorecidos: los niños, la tercera edad (Old Age Pensions Act), los trabajadores (incluyendo accidentes de trabajo), las mujeres, la vivienda social e introduciendo la salud pública y seguridad social por primera vez.

Estas reformas fueron extraordinariamente profundas, populares y modernizantes, y cambiaron para siempre a la isla.

Pero, a pesar de todo esto, el nombre de Lloyd George apenas es recordado hoy, y el Liberal Party, imbatible durante décadas, no existe más como tal. ¿Qué sucedió?

Estimo que existen dos razones fundamentales para explicar esta caída en desgracia.

La primera, que a pesar de sus indiscutibles logros, Lloyd George era descuidado: se vio inmerso en más de tres oportunidades en notorios escándalos de corrupción, que dañaron su reputación e hicieron que la representación pública del Liberal Party fuera lo que Helio Vera weberianamente llamaba como “sultanismo”, la confusión del patrimonio público con el privado. Esto es algo que el electorado británico nunca perdonó.

La segunda es que el Liberal Party se “durmió sobre sus laureles”, y prefirió descansar sobre sus logros antes que adaptarse a los nuevos tiempos y constituir permanentemente una vanguardia política. El partido que no se aggiorna, que no cambia, está destinado al ostracismo gubernativo. Es exactamente lo que le pasó al Liberal Party, que prefirió vivir de sus glorias pasadas.

A primera vista, esta historia no es más que anecdótica, y no puede trasladarse sin más a nuestra realidad. Cierto: comparar historias tan disímiles puede ser peligroso, sin matizar debidamente (pero: la cercanía de Lloyd George al gran Ignacio A. Pane, que luchó en esos mismos años por introducir legislación social en nuestro país, no deja de impresionar, y que el Partido Colorado sea abanderado de las causas populares y sociales tampoco puede ser pasado por alto). Pero aún concediendo esto, quién puede atreverse a negar el aforismo de Santayana: los que no conocen la historia, están condenados a repetirla.

Hay lujos que un partido político, por poderoso que sea, no puede pegarse, y esta historia sirve, aunque sea metafóricamente, para apuntarlos. Uno de ellos, es ser considerado por el electorado como una escalera para que algunos lleguen al poder y se aprovechen de la cosa pública –los “sultanistas”—, escondiéndose tras la grandeza de los logros históricos del partido para robar. Otro, todavía más grave, es no modernizarse, no cambiar, no estar al son de los tiempos en los que se viven. Y otro, quizás el más importante: un partido no puede ser solo una historia, una bandera (aunque también debe serlo), tiene que ser un presente, una gestión. La gente, aunque algunos crean lo contrario, no es estúpida. El partido grande, tradicional, histórico, tiene que sumar a sus tradiciones –de valor indiscutible, al punto que los partidos nuevos envidian no tener esas tradiciones— una gestión modernizante, que toque a la gente.

Quizás, desde su lejana Gran Bretaña, Lloyd George asienta a estas conclusiones, y nos recuerde –sobre todo a aquellos que no quieren verlo–, que hay que estar siempre vigilantes para no repetir la historia.

* Procurador general de la República

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