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El 9 de noviembre de 1989 ya había caído el Muro de Protección Antifascista según la República Democrática de Alemania o bien Muro de la Vergüenza para el resto del mundo. A partir de entonces, como en un juego de dominó, la fichas fueron cayendo arrastradas unas por otras hasta llegar a ese diciembre de 1991. Ante los problemas de una economía en crisis desmoronándose velozmente cuesta abajo, ante la separación de territorios como Ucrania y Bielorrusia, se convocó a un referéndum en el que el 78% de los votantes se mostró favorable a la continuidad de la Unión Soviética. Pero ya se sabe que los referéndum son como las armas que carga el diablo: nunca se sabe hacia qué lado van a disparar.
Gorbachov planeaba introducir cambios sustanciales dentro de la organización del país. Deseaba iniciar un movimiento que llevara hacia la libertad de empresa hasta entonces monopolizada por el Estado y una apertura que llevara al país a una democracia pluripartidista hasta entonces dominada por el partido único: el Partido Comunista. Comenzaron las tensiones entre la vieja guardia y los jóvenes progresistas hasta que el 19 de agosto se produjo un intento de golpe de Estado alentado por altos funcionados del Partido Comunista, del Gobierno y de la policía política KGB, encargada de espiar a los ciudadanos de la Unión Soviética y de la que era un importante miembro el actual presidente ruso, Vladímir Putin. El entonces presidente de Rusia, Boris Yeltsin, encabezó un grupo que logró hacer que el golpe fracasara.
Esta brevísima síntesis de síntesis resume lo que sucedió hace veinticinco años y la forma en que aquel sistema que parecía indestructible y decidido a resistir las cargas de sus enemigos más encarnizados, como los Estados Unidos de Norteamérica, por ejemplo, se deshizo como una pompa de jabón. Aquellos sueños de establecer el Jardín del Edén en la Tierra, entre el Báltico, los Urales y el mar Negro, sueños que provocaron verdaderos ríos de sangre, cayó por su propio peso, a causa de sus propias contradicciones que no pudieron ser resueltas de acuerdo a la dialéctica marxista.
Un comentarista español, días atrás, refiriéndose a este aniversario, decía que la historia había trazado una línea recta de la tiranía de los zares a Lenin, de Lenin a Stalin y de Stalin a Putin. Estos serían los límites de una historia dramática construida con base en la crueldad y la irracionalidad. Aunque algunos nostálgicos traten de salvar el nombre de Lenin de esta línea de poderes y atribuirle a Stalin el horror de las purgas que se iniciaron en 1937, están equivocados, ya que desde el mismo comienzo del movimiento, la crueldad, las venganzas y las represiones estuvieron a la orden del día.
Las purgas llevadas a cabo por Stalin se piensa que han costado veinte millones de muertos; veinte millones de víctimas del frío, de las enfermedades, del hambre o simplemente de un tiro en la nuca. Los sospechosos de no ser leales al régimen eran sometidos a interrogatorios inhumanos y a juicios en los que el veredicto y la condena ya estaban escritos antes de iniciarse el trámite. El resultado podía ser la condena a muerte, el destierro de por vida al Gulag que funcionaban como campos de exterminio y quienes tenían más suerte una condena de diez o veinte años en algún paraje helado de la Siberia “sin derecho a correspondencia”.
A pesar de todos estos antecedentes, el actual presidente Vladímir Putin, que ha impuesto una democracia de puerta giratoria (hoy él es presidente y Medvedev primer ministro; mañana Medvedev presidente y Putin primer ministro) está aplicando el mismo lema de Donald Trump: “Hagamos grande Rusia de nuevo” (o bien “Hagamos grande América de nuevo”). No hay nada que festejar, entonces. Los engranajes de la historia chirrían y alguien les echa un poco de aceite para que giren pero que no lleven adelante ningún cambio. Que todo siga igual.
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