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En cualquier barrio, en cualquier ciudad o pueblo del interior del país hay jardines de infantes que cobran altas tarifas por tener a los niños metidos en un patio y a cargo de empleadas domésticas sin la menor formación. Eso sí, los chiquitos irán de precioso uniforme, vendido por la institución y mostrarán sus tiernas habilidades en numerosas fiestas con motivo del día del padre, de la madre, del maestro, del niño y del canguro bizco. También los ilusionados progenitores deberán contribuir para polladas diversas o colectas para comprarle un ramo de flores al visitante de turno.
Esos jardincitos –alguno incluso autodenominado “bilingual”, por no decir bífido– son el preludio de escuelas que se van agrandando grado a grado. Por allí, se me ocurre, debería comenzar el control del Ministerio. Ver qué nivel tienen los docentes, qué programas se siguen, en qué estado se encuentran las instalaciones.
Hay muy respetables escuelas que se iniciaron precariamente, preocupándose por mejorar el nivel de sus docentes, tanto como las comodidades y la seguridad del alumnado. Son escuelas cuyos directivos dedican muchas horas del día a apuntar los objetivos hacia las metas que los acerquen a los mejores colegios. Lastimosamente, también hay otros que solamente se han formado con la intención de hacer una buena inversión, como si vender educación fuera equivalente a vender bananas, con todo respeto a los fruteros.
Cuadernos sin corregir, criterios medievales, niños que no saben expresarse, grados arreados y en uniforme, falta de respeto al alumnado, abundancia de ausencia de profesores por reuniones diversas, pocas horas de clase en general, contribuciones obligatorias, hacen que al finalizar la primaria ya los chicos vayan con desventaja.
Conste que no hablo solamente de las escuelas públicas, que son las más aparentemente baratas y claramente más superpobladas, sino también de muchas que se supone serían mejores por ser privadas, cuyas cuotas exigen sacrificios a los padres.
La presunción de que una mejor educación proporcionará a los descendientes mayores oportunidades de trabajo obliga a muchas familias a endeudarse. Cualquier director de escuela privada puede hablar de atrasos en las cuotas, y al llegar fin de año, la cuestión se pone álgida.
Esta historia se prolonga hacia el secundario, solo que la pirámide se va afinando hasta parecer un obelisco, así de aguda es la deserción escolar. Vaya uno a saber por qué. Los pocos que quedan enfilan hacia las universidades. Eligen las que estén al alcance de su preparación o, a falta de ella, de su bolsillo. Por supuesto, hay una amplia selección. Ya no estamos en los tiempos en que era preciso tomar los hábitos o las armas para acceder a una educación superior.
Los profesionales que egresan –sea de donde sea– resultan algunos mejores que otros. No hay garantías ni límites, salvo en el cerebro y las ganas de cada uno.
Afortunadamente, existen los posgrados, los masterados y los cursos por internet, que –mal que les pese a los que están muy cómodos en esas cátedras vetustas que ocasionalmente calientan– constituyen el futuro.
¿Todavía no se le ocurrió a nadie prohibir la web?
mrossi@abc.com.py