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El Señor durante tres años fue formando a quienes luego serían los responsables de continuar la obra evangelizadora en su nombre. Tantos signos realizados, tantos prodigios. Pedro fue ciertamente uno de los más privilegiados en este sentido, ya que en un momento dado, junto a Santiago y Juan tuvo la oportunidad de presenciar el gran misterio de la transfiguración de Jesús en el Tabor.
Pedro también experimentó el caminar sobre las aguas, ver sanada a su suegra; en fin, un sinnúmero de señales que podían más que confirmarle que Jesús era el Mesías.
Aun así Jesús prevé que aquel discípulo tan querido por él lo iría a negar, intuye también que otro de sus elegidos lo iba incluso a traicionar por treinta monedas de plata. Ni hablar de que el resto casi en su totalidad huiría atemorizado ante la hora decisiva de la prueba.
Qué duro momento debe enfrentar el Señor al constatar la fragilidad de los suyos, al sentir que el corazón de sus amigos más queridos era aún muy débil ante lo que estaban a punto de vivir. Pero lejos de reprocharles por todo esto, decide ofrecerles un banquete, que será ciertamente la marca indeleble de su presencia en medio de ellos para fortalecerlos de ahora en más y para siempre.
Abrazarse a Cristo es asumir los defectos
Hemos visto a Jesús que ofrece un banquete y se ofrece a sí mismo como Comida y Bebida de salvación a los suyos; él sabe que entre los presentes están quienes lo van a defraudar y quien lo va a negar. Sabe el Señor que en ese momento muchos de ellos no tenían condiciones de seguirlo hasta la radicalidad de la cruz; pero sabía que luego, más adelante, tras todo un proceso de profunda conversión, prácticamente todos terminarían bebiendo del mismo cáliz que él.
Jesús confía en sus amigos porque no se queda solo con la mirada del presente, sabe él que ellos son capaces y que podrán más de lo que ahora aparentan.
Qué gran corazón el de Jesús, que no se da por vencido, que no desiste del amor por los suyos ni siquiera cuando uno de ellos lo niega tres veces; al contrario, a ese mismo le dará toda su confianza al invitarlo a presidir a todos sus demás apóstoles. Jesús es capaz de entender la debilidad del ser humano, pero también es capaz de confiar en la gran capacidad de transformación que todos tenemos cuando nos abrimos a su gracia.
Con tanta facilidad a veces nosotros descartamos de nuestras vidas a quienes fallan con nosotros, con cuánta dureza a veces hacemos a un lado a los que por algún motivo nos han defraudado. A veces, hasta nos sentimos orgullosos y lo contamos en voz alta cuando decidimos terminar relación con algún amigo o persona que tuvo alguna equivocación y tal vez nos lastimó. Y nuestra postura es indeclinable. Tantas veces sucede esto incluso con miembros de nuestra propia familia. Y nos apartamos unos de otros, dejando que la noche nos divida.
“Señor: yo daré mi vida por ti”
Qué bueno sería no dejarnos llevar por la cultura del descarte, por la corriente que busca estereotipos de personas, que cuando uno no reúne los requisitos o no cumple con los estándares es dejado de lado. Jesús nos muestra un camino distinto, un camino de tolerancia, un camino de respeto, un camino de búsqueda sincera por ganar la vida de los demás y en especial la vida de aquellos que tal vez siguen sendas de muerte.
¿A quién debo volver a acercarme para restablecer la comunicación perdida? ¿A quién excluí de mi vida solo porque me falló una vez? ¿No será momento de pensar que también yo puedo fallar? ¿No será momento para que me ponga yo a contar cuántas veces habré fallado al Señor y él me sigue regalando su amor a pesar de todo?
Dar la vida por el Señor es estar dispuesto a dar de nuevo una oportunidad a quien hoy es una persona distinta porque tal vez ya cambió.
Oremos
Concédenos, Señor, un corazón semejante al tuyo, capaz de comprender con paciencia las actitudes de los demás, por dolorosas que sean; y no permitas que la soberbia y el orgullo nos cierren a la reconciliación y al diálogo con quienes están dispuestos a acercarse de nuevo. Danos, Jesús, un corazón manso y humilde semejante al tuyo. Amén.
¡Paz y bien!