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El don del sacerdocio
En Cristo Jesús somos una iglesia santa, una comunidad consagrada, un pueblo sacerdotal. Esta nuestra vocación nos llena de alegría y nos revela la altísima dignidad de todos los cristianos. Sin embargo, existen algunos varones a los que el Señor eligió, y continúa eligiendo, para participar en un modo particular en su misma misión sacerdotal, y así prestar un servicio en este pueblo santo.
¡Pero qué locura la de Dios! ¿Cómo pudo confiar una misión tan noble, a criaturas de barro? ¡Qué extraña lógica es esta! Usar lo que es débil para confundir a los fuertes. Querer que personas tan pobres puedan abrir sus insondables tesoros. Sin embargo, así le pareció bien. Y aunque hayan pasado casi dos mil años, con tantos aciertos y desaciertos, existe aún un ejército de hombres que se ofrece a este ministerio.
Cada sacerdote sabe que su vocación nació allí, en aquella última cena. Todos reconocen que son indignos para cumplir una misión tan elevada, pero confiando en la gracia inagotable de Dios hoy renuevan el deseo de ser instrumentos en las manos del Señor.
La Iglesia, entristecida por algunos sacerdotes que no fueron capaces de ser fieles a su vocación, pero a la vez reconfortada por una inmensa mayoría que con tanta generosidad sirven cotidianamente al pueblo de Dios, y en sus limitaciones dan un elocuente testimonio de que vale la pena vivir por Cristo, invita a todos a orar por sus sacerdotes intercediendo por estos hijos de la Iglesia, para que sean fieles y felices en el apostolado.
El don de la eucaristía
Jesús sabía que su hora ya estaba llegando. Sin embargo, él quiso perpetuar su presencia en la historia y en la vida de aquellos que creen en él. Por eso, con mucha sencillez y también con mucha perspicacia tomó elementos de la creación, usuales en la vida de su gente: el pan y el vino, y entregó a su Iglesia el modo de transformarlos en su cuerpo y su sangre. Con esto, él puso en nuestras manos la posibilidad de realizar sacramentalmente el encuentro más íntimo, más fuerte, más profundo del hombre con Dios: se hizo nuestro alimento, capaz de saciar toda hambre, y satisfacer toda sed.
Desde aquel día, los cristianos tienen este modo privilegiado y seguro de encontrarse con él y entrar en su misterio; esto es, celebrar la eucaristía. A través de este rito, que Jesús nos enseñó en este día y que la Iglesia fielmente custodia, podemos místicamente estar sentados con él a la mesa de la última cena y también a los pies de su cruz, recibiendo eficazmente toda la gracia de su sacrificio redentor: pues “cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos su muerte, hasta que vuelva”.
El Jueves Santo y el año de la misericordia
El papa Francisco nos habla de que Jesús es el rostro de la misericordia del Padre, y en este día al recordar que Jesús lavó los pies a sus apóstoles, percibimos cuánto esto es verdad. Somos invitados a dejar que Jesús nos lave nuestros pies, pero a la vez, imitarlo en esta actitud. Jesús nos dejó un ejemplo, y también nosotros debemos lavar los pies de los demás. Nadie en la Iglesia está dispensado de este servicio misericordioso.