En marzo de 2023, el entonces candidato presidencial Santiago Peña sostuvo que “si quitamos la criminalidad de San Pedro, Amambay y Canindeyú, el Paraguay tiene un índice de criminalidad muy bajo, como en los países nórdicos”. Si ya en aquel entonces tal dicho era muy cuestionable, hoy sería simplemente disparatado. Atendiendo algunas noticias solamente de los últimos ocho días, sin ir más lejos: un “asaditero” fue muerto en Lambaré por quienes asaltaron a clientes suyos en la vía pública; un joven murió de un tiro durante una disputa capitalina entre “barras bravas”; un suboficial de policía fuera de servicio hirió en Ypané a uno de los que iban a asaltarlo; una anciana fue atracada brutalmente en una calle luqueña; pobladores de Nanawa exigieron mayor seguridad, tras el violento asalto sufrido por una comerciante frente a su casa y a sus hijos menores; vecinos de dos barrios de Asunción denunciaron hurtos diarios cometidos cerca de otras tantas comisarías, pese a las cámaras de seguridad.
Que se recuerde, no se han registrado tantos hechos violentos continuados. Los casos mencionados se refieren solo a Asunción y lugares aledaños, sin contar otros hechos graves que ocurrieron en el interior, como el doble homicidio en Capitán Bado en un atentado callejero, el asesinato en Pedro Juan Caballero de un abogado brasileño que aparentemente vino a adquirir una casa y fue objeto de una trampa, o los asaltos y robos de cargamentos de celulares en Ciudad del Este.
Cabe citar un par de testimonios coincidentes, que reflejan la angustia reinante: la madre asaltada en Nanawa dijo que no podía entrar ni salir tranquila de su hogar y que ella y sus vástagos quedaron con miedo. Se preguntó “quién va a cuidarnos” si los policías no actúan. Por su parte, una de las víctimas asuncenas, que ya soportó seis atracos cometidos por un mismo delincuente, sostuvo que “se normalizó la inseguridad”, que ya no es una “sensación”, sino una “realidad diaria” y que “lo más indignante es la inacción de la Policía”.
Así es, en efecto. El Ministerio del Interior y la Policía Nacional suelen hablar de una “sensación de inseguridad”, dando a entender que se trataría de una percepción subjetiva que no responde a los hechos objetivos, pero, por lo que se escucha, la gente creería que su vida, su libertad o sus bienes están muy amenazados, pese a que los datos de los organismos competentes suelen expresar lo contrario. En cuanto a la inoperancia policial, cabe señalar que el mejor equipamiento de los uniformados, que con frecuencia destaca el Gobierno y que, en efecto, es algo importante, no bastará para poner fin a la zozobra de la población. El ministro Enrique Riera se ufana de que el Grupo Lince tenga más patrulleras, pero está visto que ellas servirán de poco mientras no se ejecute el “rearme moral” de los agentes policiales, a menudo involucrados en hechos delictivos, incluso como autores directos. El vocablo “polibandi” no es una mera ocurrencia, pues responde a ese hecho aberrante que impide confiar a ciegas en los encargados de preservar el orden público, en primer lugar. Está visto que el grave problema radica menos en la falta de personal o de equipos que en la vocación de servicio a la ciudadanía y en la incapacidad gubernativa para liberarla del miedo tomando medidas de fondo, dentro de la ley, para sanear de una vez por todas la institución policial. No se debe llegar al extremo de que la gente haga justicia por mano propia, porque quienes deberían protegerla incumplen groseramente su esencial obligación. En este sentido, también cabe mencionar al Ministerio Público y a la Justicia, que son proclives a devolver rápidamente a las calles a quienes fueron detenidos por la Policía, muchos de ellos con frondosos antecedentes.
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Habrá que capacitar, en efecto, a las fuerzas policiales y proporcionarles instrumentos idóneos, pero además dotarlas de una armadura ética que les permita resistir tentaciones, es decir, tener un espíritu de cuerpo en el que el pundonor sea un factor de suma relevancia. Para que ello ocurra, el ejemplo debe venir desde arriba, no solo de las propios jefes de la fuerza, sino de las mismas autoridades nacionales de cuya seguridad deben ocuparse los policías, y que con frecuencia son testigos de sus desvíos y de sus riquezas malhabidas.