El declarado objeto de la ley es “promover la profesionalización, la meritocracia y la transparencia en la administración pública”, pero fue exactamente eso lo que se adujo, con idénticas palabras, cuando se aprobó la ahora derogada Ley 1626/2000 “de la función pública”, que fue sistemáticamente pasada por arriba, olímpicamente incumplida, además de permanentemente perforada por medidas cautelares, recursos de amparo y acciones de inconstitucionalidad aceptados por magistrados que actuaron como jueces y parte, rozando o directamente incurriendo en prevaricato.
El resultado es que, veinticinco años después, antes que una estructura estatal moderna, profesional, útil a la ciudadanía, como nos prometieron, tenemos una burocracia supernumeraria repleta de planilleros, de recomendados, de parientes, de amantes, de operadores políticos, más preocupados por responderles a sus caudillos y padrinos que al país.
Por supuesto que también hay muchos buenos funcionarios, capaces, honestos, dedicados, y estos son las primeras víctimas del sistema, porque, a pesar de su esfuerzo, habilidades, conocimientos y experiencia, están constantemente expuestos a ser relegados por los paracaidistas o los chupamedias.
Además, existe una maraña de condiciones diferentes de trabajo, remuneraciones y beneficios entre los distintos entes, en gran medida a partir de contratos colectivos muchas veces abusivos y nulos, por pactarse al margen del Presupuesto, lo que genera toda una gama de privilegios indebidos.
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Asimismo, pululan las renovaciones permanentes de los contratos “temporales”, los comisionamientos a medida, el reparto sin justificación de cargos superiores y el uso de “rubros” en funciones no presupuestadas, lo que técnicamente constituye malversación de fondos.
La reforma de la función pública y del servicio civil estaba originalmente pensada para cortar de raíz estos perversos incentivos y malas prácticas. Sus ejes principales eran que ya nadie pudiera ingresar o ascender sin concurso, con muy contadas excepciones, enumeradas de manera taxativa. Se tenían que restringir al máximo los cargos de confianza, con cese automático al momento de concluir la función del contratante, y prohibir estrictamente el nepotismo. Debía haber un régimen único para toda la administración pública, incluidos los tres poderes del Estado y los entes descentralizados, con evaluaciones de desempeño, escalafón, niveles salariales y paquetes de beneficios que rigieran para todos por igual.
Con esos lineamientos se elaboró un proyecto de ley con apoyo de organismos multilaterales, el cual ya sufrió importantes modificaciones cuando fue “analizado” por comisiones asesoras del Congreso, antes de su presentación oficial, que finalmente se concretó en octubre de 2022, bajo la gestión de Mario Abdo Benítez, pero quedó cajoneado.
El Gobierno de Santiago Peña retiró este proyecto para introducirle nuevas modificaciones sustanciales, dirigidas, entre otras cuestiones, a “respetar los derechos adquiridos”, y mantuvo el texto durante casi un año en el portal del Ministerio de Economía y Finanzas para su “socialización”.
Sin embargo, sorpresivamente, a fines de 2024 lo volvió a cambiar por otro más laxo aún, “en consenso” con sindicatos de funcionarios, el que, a su vez, sufrió cruciales cambios para peor en la Cámara de Diputados, que fueron aceptados sin cuestionamientos y en sesión exprés por la Cámara de Senadores. La ley quedó promulgada el 16 de enero de 2025, para “entrar en vigencia” (es un decir, porque tardarán en aplicarla) en seis meses, plazo que se acaba de cumplir.
Por ejemplo, la ley virtualmente excluye de la normativa a los poderes Legislativo y Judicial, no solamente al permitirles hacer su propia reglamentación, sino al facultarles a “determinar la implementación gradual de los aspectos en ella (en la ley) regulados”, sin especificar qué aspectos, o sea, todos, o los que quieran, y sin plazo, o sea, nunca, si así lo deciden.
Con todo, se trata de una ley importante si es que realmente existe la voluntad de hacerla cumplir y de respetar su espíritu. Pero, al dejarles abierta la posibilidad de lo contrario, ¿qué se puede esperar de nuestra clase política y de un Presidente de la República que abiertamente señala que la principal vía de acceso a la función pública es la militancia en el Partido Colorado? Poco y nada.