El presidente Santiago Peña firmó el viernes el decreto que, como se esperaba, aumentó el salario mínimo (3,6%, unos 100.000 guaraníes), lo que no beneficia mucho a la minoría a la que le va a alcanzar, no perjudica tanto a la minoría que lo va a pagar, afecta bastante a la gran mayoría, que no recibirá ningún ajuste, pero que tendrá que absorber el sobrecosto, pero, fundamentalmente, no cambia absolutamente nada la situación de los trabajadores ni de la estructura de la fuerza laboral, que sigue siendo ampliamente informal, poco productiva, y, por lo tanto, poco remunerada, y alejada de las necesidades y oportunidades de los sectores potencialmente más dinámicos de la economía nacional.
Si lo que realmente se quiere es mejorar la condición de los trabajadores, ¿por qué se sigue pensando que haciendo siempre lo mismo, con idéntica fórmula, una y otra vez, por décadas, los resultados van a ser diferentes? De esta manera, la enorme mayoría de los trabajadores paraguayos nunca va a progresar, seguirá estando en las partes más bajas de la escala socioeconómica, apenas por encima de la línea de pobreza, con pocas aspiraciones realistas de pasar a las capas medias, sin acceso a créditos para una vivienda digna y sin ahorros jubilatorios.
Ello es así porque prácticamente de lo único que se ocupan los gobiernos, los políticos, e incluso las centrales obreras en relación con el mercado laboral es precisamente del salario mínimo. Con ello pretenden dar la apariencia de que defienden los intereses de los trabajadores, cuando en la realidad se desentienden de la real problemática. El salario mínimo no es, ni está cerca de serlo, el problema principal de la clase trabajadora paraguaya.
Con mucha diferencia, el problema principal de los trabajadores en el Paraguay es la informalidad. Al menos dos tercios de la mano de obra urbana está en negro y es aún peor en el sector rural. Adicionalmente, una gran porción de la fuerza laboral es cuentapropista, lo que, al margen de un pequeño porcentaje de profesionales y de técnicos especializados, en la práctica significa que la mayor parte la componen changadores, que trabajan por día o a destajo.
Esto incluye no solamente el amplio abanico de servicios domésticos, comercio o gastronomía y eventos, sino, por ejemplo, a los obreros de la construcción, generalmente a cargo de contratistas, o los de empresas informales de seguridad privada, o los de servicios tercerizados de todo tipo, incluso los prestados al sector público, como en los sonados casos de las limpiadoras del Instituto de Previsión Social, que por investigaciones periodísticas se supo que ni cobraban el mínimo ni estaban inscriptas en el mismo ente que indirectamente las contrataba.
Al primer trimestre de 2025, el salario mínimo obligatorio le llegaba tan solo a alrededor de 270.000 personas, según la última Encuesta Permanente de Hogares Continua, lo que implica menos del 10% de la población económicamente activa. Si se les agregan unos 300.000 funcionarios públicos, a quienes también se les ajusta conforme al mínimo del sector privado, el incremento alcanza a no más de un quinto de la fuerza laboral. Del 80% restante nadie se acuerda.
Las centrales obreras, que representan a una mínima parte de los trabajadores formales y, de estos, a su vez, de los organizados, como siempre pidió un ajuste fuera de la realidad, en este caso del 15%. Hubo también una propuesta de indexar el salario mínimo de manera automática a la variación del Índice de Precios al Consumidor y otra de tomar la variación del rubro alimentos en vez del promedio general. Lo que ninguno menciona es que ello beneficiaría a un segmento muy minoritario y perjudicaría a todo el resto. En última instancia, también perjudicaría a los propios supuestos beneficiarios, ya que de nada sirve incrementar el salario nominal si ello va a repercutir en una desvalorización del salario real.
Para una mejoría estructural de la situación de los trabajadores se requieren incentivos para promover la formalización, la universalización de la seguridad social y la capacitación orientada a la demanda laboral. Todo eso es muchísimo más importante que el salario mínimo, que solo debería ser una referencia básica, no un objetivo en sí mismo.
Esta es otra de las grandes áreas en las que el Gobierno de Santiago Peña se limita a seguir haciendo más de lo mismo. Fuera de algunas leyes que o no se aplican o no son lo que prometían, en casi dos años de mandato no ha reformado la seguridad social, no ha reformado la función pública ni la estructura del Estado, no ha reformado la Caja Fiscal, no ha controlado el déficit público, no ha detenido el ritmo de endeudamiento, no ha avanzado en la renegociación del Tratado de Itaipú, y tampoco ha tomado medidas para crear mejores condiciones en el mercado laboral.