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Nada sugiere que desde que fue creada hace veinticinco años haya venido ejerciendo esa atribución tan importante para la buena marcha del país; si lo hizo, fue ignorada olímpicamente por todo el aparato estatal, donde la ley y la racionalidad administrativa valen mucho menos que el arraigado prebendarismo en pro de parientes, amigos y correligionarios. Bien se sabe que la creación de puestos a costa de los contribuyentes no responde tanto al imperativo de brindar un servicio público como al de atender requerimientos particulares, para lo cual nada importa que los enchufados al Presupuesto deban haber ganado un concurso público de oposición o que exista una de las “necesidades temporales de excepcional interés para la comunidad”, previstas en la ley. Si la SFP no influía de hecho en la política de recursos humanos cuando estaba subordinada a la Presidencia de la República, tampoco tiene mucho que decir ahora que integra el ministerio que diseña el proyecto del Presupuesto nacional, lo que en principio debería darle mucha autoridad; sirva como ejemplo de su impotencia en la práctica el caso del Poder Legislativo, que hoy cuenta con 3.259 cargos, incluidos los electivos, es decir, 600 más que en 2019: es muy improbable que la viceministra Andrea Picaso o incluso el ministro Carlos Fernández Valdovinos quieran o puedan convencer a los legisladores, empezando por su presidente, Basilio Núñez (ANR, cartista), de la necesidad de poner coto a tanto derroche y, por tanto, de ajustar el anteproyecto presupuestario a los requerimientos indispensables para un buen servicio.
El drama de la multiplicación de cargos públicos inútiles, salvo para los politicastros y sus respectivas clientelas, no deriva tanto de la falta de normativas o de sus defectos, sino de una cultura político-administrativa que no distingue entre el patrimonio público y el privado: las autoridades de diversa índole se creen con derecho a nombrar funcionarios o empleados públicos a su antojo, sin respetar las leyes: la enorme mayoría de los agraciados no demuestra sus aptitudes en un previo concurso público de oposición o ingresa sin que existan necesidades pasajeras de sumo interés social. Las evidentes irregularidades no son sancionadas, como si ya estuvieran impuestas por la costumbre. Se habla de reforma, pero las nuevas leyes que regulan la función pública y la organización administrativa del Estado no servirán de nada mientras solo tengan vigencia teórica; de hecho, normativas como esas solo sirven para dar la impresión de modernidad en el manejo de la cosa pública, porque no existe el menor interés en aplicarlas.
Mientras el Estado sea un botín a ser repartido entre quienes ganan unas elecciones, la población será una convidada de piedra sobre la que solo recaerán los costos en aumento: la creación de cargos no conlleva necesariamente –ni mucho menos– más y mejores servicios públicos y la jubilación anticipada del personal no sirve para aligerar el Presupuesto, sino se crean nuevos cargos o se vuelve a ocupar los vacantes. Los gastos en “servicios personales” conspiran contra los de inversión en favor de la comunidad; la nueva ley que regula la organización administrativa del Estado dice que los recursos para el “ámbito misional” de sus organismos deben superar a los administrativos, operativos y de asesoramiento, lo que permitiría mejorar la calidad del gasto: la triste experiencia indica que no hay que hacerse ilusiones al respecto, dado que es improbable que los gobernantes se convenzan de pronto de que el bienestar de sus respectivos acólitos importa mucho menos que el de los gobernados.
Pese a todo, habrá que seguir luchando contra el lastre que supone el personal público superfluo, que si “planillea” o se dedica al ocio en los pasillos es también porque allí no tiene nada útil que hacer por el país.