Transcurre el tiempo y no avanza ninguna reforma

Más allá de preferencias políticas, el gobierno de Santiago Peña había despertado altas expectativas en la población. Proviniendo él mismo y varios exponentes de su gabinete de lo que se consideraba una joven tecnocracia de funcionarios de carrera formados o especializados en importantes universidades del exterior, y habiendo tenido experiencia práctica personal en el complejo manejo de las finanzas públicas como exministro de Hacienda, se suponía que les daría un impulso contundente a los cambios estructurales que necesita el país para catapultar su desarrollo y aplacar los riesgos que se ciernen sobre la economía y sobre la República. Ya ha transcurrido un tercio de su mandato y su gestión es tristemente decepcionante.

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Los grandes desafíos que enfrenta el Paraguay son conocidos y, si no unanimidad, hay sí una amplia coincidencia entre analistas, sectores informados, agentes económicos e inversores sobre cuáles son y qué hay que hacer al respecto, en línea con recomendaciones de organismos multilaterales y calificadoras de riesgo internacionales. Entre los más relevantes figuran la reforma del Estado, para minimizar la corrupción y mejorar la calidad del gasto público; la desactivación de la bomba de tiempo de la seguridad social, tanto pública como privada; el restablecimiento del equilibrio macroeconómico; la reducción de la informalidad; la calidad de la educación pública y de los servicios de salud; y la crucial renegociación del Anexo C del Tratado de Itaipú.

En ninguno de estos campos se han producido avances importantes en más de un año y medio que lleva esta administración y, al contrario, se han visto inquietantes retrocesos en algunas áreas sumamente sensibles, como en el prebendarismo, el nepotismo, el indisimulable favoritismo hacia ciertos grupos en los negocios con el Estado y la supervisión del sistema financiero.

Al principio parecía que el Gobierno tendría el ímpetu requerido, pero pronto se desinfló. Presentó dos proyectos de ley relativos a la reforma del Estado, el de reorganización administrativa y el de la carrera civil, pero permitió que los desnaturalizasen completamente en el Congreso, a pesar de tener mayoría, al punto de que ni el primero le permite fusionar entes para evitar superposiciones, como pretendidamente era el objetivo, ni el segundo universalizar las reglas para el acceso y las promociones en la función pública, entre otras razones, porque se excluyen a amplios segmentos de la burocracia estatal, comenzando por el propio Poder Legislativo.

El Gobierno también presentó y obtuvo la aprobación de un proyecto de ley que crea una Superintendencia de Pensiones para la supervisión de los sistemas jubilatorios, incluyendo el Instituto de Previsión Social, pero ha pasado más de un año y sigue sin aplicarse. En cuanto a las pensiones del sector público, no ha habido ninguna iniciativa concreta, pese a que el déficit galopante de la Caja Fiscal se duplica año a año en progresión geométrica y se devora cada vez más dinero de los contribuyentes que tendría que ser utilizado en contraprestaciones a la ciudadanía.

En el campo macroeconómico, no se observa una racionalización, y menos aún una contención, del gasto público. Según el nuevo plan de convergencia (ya con la prórroga que se autoasignó el Gobierno), este año el déficit fiscal debe cerrar en 1,9% del PIB y retornar al tope del 1,5% el año que viene. Pero, pese al aumento de las recaudaciones por el ciclo de crecimiento económico, el déficit anualizado en marzo todavía era del 3% del PIB, incluso por encima del 2,6% con el que supuestamente se terminó en 2024. Concomitantemente, aumenta sin parar el endeudamiento público, cuyo saldo ya supera con creces la barrera del 40% del PIB. Solamente en intereses se pagaron 233,9 millones de dólares en el primer trimestre, 23,7% más que en el mismo lapso de 2024.

Lo de la renegociación del Anexo C es una vergüenza. Después de 50 años Paraguay por fin tiene la oportunidad de modificar los términos del Tratado y asumir plenamente sus legítimos derechos sobre su parte de la energía de la central, pero el Gobierno en más de un año y medio no le ha dado ninguna prioridad. Puso todo su énfasis en un acuerdo tarifario con el fin de obtener un monto de “fondos sociales” para gastar a discreción (por ejemplo, en los pupitres chinos), en vez de concentrarse en las históricas reivindicaciones nacionales, que son la libre disponibilidad y el precio justo por los excedentes energéticos del país. Según deslizó el ministro de Industria, Javier Giménez, el Gobierno no buscará la eliminación de la figura de la “cesión” de energía al Brasil, sin lo cual la negociación no tiene razón de ser. Para colmo, insólitamente suspendió unilateralmente las tratativas debido al caso de espionaje, algo que le conviene al Brasil y le perjudica al Paraguay, que debería ser el más interesado en que las mismas lleguen a término.

Existe la creciente impresión de que, si ha habido cambios durante el gobierno de Santiago Peña, por lo general han sido para peor. Ha tirado por la borda un tiempo valioso, al igual que gran parte de la credibilidad y de la confianza que había depositado en él la ciudadanía.

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